Violencia obstétrica
Por Nicole Gardella, voluntaria OVO Chile; editora ejecutiva, CEP
Hay formas de violencia de género que se enquistan en los sistemas sociales, se naturalizan o invisibilizan, y son muy difíciles de erradicar. En particular en los sistemas de salud, una forma que ocupa ambas categorías es la violencia obstétrica. Es el trato deshumanizado que recibe una mujer al patologizar su condición de gestante o al discriminarla, afectándola negativamente. Ocurre en la etapa del embarazo y parto de cualquier mujer, sin importar edad o estrato socioeconómico.
La primera encuesta sobre el nacimiento en Chile del Observatorio de Violencia Obstétrica (OVO Chile, 2017), que analiza casi 50 años de nacimientos en el territorio nacional, nos muestra una alarmante condición: más del 50% de las mujeres reporta haber sufrido violencia obstétrica durante un parto. Esta abrumadora cifra parece empeorar durante la pandemia. OVO estima que las denuncias se han triplicado. La incertidumbre de la situación sanitaria mundial agudizó la vulnerabilidad que muchas mujeres enfrentan durante un embarazo y el parto.
Como voluntaria de OVO, me ha tocado leer casos graves de violencia obstétrica durante la pandemia. Historias desgarradoras de mujeres que deben vivir sus partos sin compañía, de amenazas de cesáreas innecesarias (sin problemas de salud de los pacientes), recién nacidos en aislamiento por “precaución”, madres sin saber de ellos por días, inicio tardío de la lactancia materna o pérdida de la misma. Cuesta trabajo compilar la enorme variedad de traumas que se originan después de un parto violento, pero entre ellas destacan el miedo a un próximo parto, lactancias maternas fallidas y también historias de vida que se inician marcadas. La violencia obstétrica sucede no solo con acciones negativas, sino también cuando hay ausencia de acciones cariñosas, cuando no hay contención ni información, cuando hay soledad.
La citada encuesta de OVO consideró a 11.054 mujeres para su análisis, muchas más de las 385 necesarias para lograr representatividad estadística. La violencia se desglosa en hechos como que desde 1970 a 2017, tanto en hospitales como en clínicas privadas, ha aumentado el uso de oxitocina para acelerar los partos y en ambas instituciones la rotura artificial de membranas se realiza en más del 40% de los casos. En hospitales aumenta el monitoreo fetal continuo (entorpeciendo el apego inicial), el uso de anestesia y las cesáreas. En clínicas privadas, las cifras oscilan poco, impidiendo ver una mejora, excepto en la aplicación de la maniobra de Kristaller (ampliamente desaconsejada) y que disminuye en la última década al 1% anual; el uso de anestesia alcanza a más del 90% de los partos y las cesáreas se practican en más del 50% de los nacimientos. Por cierto, hay casos en que estos procedimientos salvan vidas, pero estas cifras también nos indican que hay una consideración fallida del nacimiento y del cuidado que una mujer y sus hijos deben tener. Son miles las que refieren haber experimentado al menos una de estas formas de violencia obstétrica.
La depresión postparto, por ejemplo, tiene un diagnóstico tardío, porque no hay una red de apoyo sustantiva para la mujer en el puerperio. Negar las emociones o minimizarlas con frases como “a muchas les pasa”, cuando lo común de una experiencia vital parece ser razón suficiente para no atenderla, es una forma más de violencia.
La modificación de estos patrones perversos requiere de mucha educación, pero sobre todo de empatía. Si las cifras que mostré no le impactan, es por lo que señalaba al comienzo: es una forma de violencia naturalizada. Si en cambio le impresionan, es porque son invisibles en la discusión pública. La oportunidad de cambiar dinámicas violentas empieza cuando nos hacemos conscientes de cuántos sufren, y en Chile, eso le ocurre a la mitad de las mujeres. Es momento de pensar la manera que abordaremos el nacimiento y el trato humanizado de miles de mujeres y de sus hijos.
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