Opinión

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En cincuenta años más, cuando se cumpla un siglo del golpe de Estado, seguramente los chilenos sabrán reconocer el inicio de una campaña electoral: los habitantes del futuro verán reinstalarse el debate respecto a si ese hito histórico era o no inevitable, si fue “necesario”, o si las violaciones a los DD.HH. eran o no consustanciales a la dictadura. Sectores de derecha seguirán sintiendo incomodidad por su papel en dicho régimen, y la izquierda viendo en esa incomodidad un instrumento de campaña.

Es un síntoma de nuestra incurable enfermedad, causa de que la “reconciliación” proclamada a comienzos de los ‘90 esté hoy muerta y enterrada; de que el Chile de los treinta años fuera tirado por la borda, y de que seamos el único país del mundo con dos procesos constituyentes fracasados. ¿Cómo podríamos haber tenido una institucionalidad y reglas comunes con una clase política que no logra dejar atrás una fractura ocurrida hace más de medio siglo? La verdad es que nunca hubo posibilidad de tener una constitución hecha en democracia. No en este Chile; en eso somos un ejemplar único. Como bien lo demostró el estallido social, aquí la polarización no tiene bordes de ningún tipo. Y si hoy el país pareciera tener un cauce institucional un poquito más normalizado, es solo por el signo político de quienes gobiernan. Ya veremos el día que vuelva a producirse la alternancia en el poder.

En el fondo, este eterno retorno del golpe de Estado, de la dictadura y las violaciones a los DD.HH., el hecho que sobre el pasado no pueda haber desacuerdos legítimos sino solo una verdad imperativa, es algo que ha contribuido a que el futuro común terminara por diluirse. En rigor, unos no pueden dejar sus culpas atrás y otros no quieren asumir responsabilidades. Mientras tanto, la anomia, la violencia y el crimen organizado siguen avanzando. En los últimos cinco años se ha duplicado la cantidad de gente que vive en campamentos. El número de asesinados por semana, muchos menores de edad, es una cuestión espeluznante. Ya ni siquiera se puede jugar el superclásico del fútbol chileno.

Pero las tragedias de hace medio siglo son hoy municiones electorales, que mágicamente vuelven cuando el contexto las requiere. Ahí están, guardadas en la hiel de una elite política que tiene ese privilegio porque, en su gran mayoría, vive en un país donde el control territorial de los narcos y la violencia cotidiana, todavía se miran con distancia. En el Chile de los pobres y de la clase media, ponerse a discutir sobre la “inevitabilidad” del golpe de Estado es un lujo caro. Y, aun así, no hay alternativa: el pasado seguirá presente, condenado a volver sin término. Aunque no podamos discutirlo ni tener legítimas diferencias respecto de él, estamos obligados a verlo regresar con su enorme carga de odio e intolerancia.

Con seguridad, en medio siglo más habrá también algunos que tengan el privilegio de volver a discutir si el golpe fue o no inevitable. Sobre todo, en periodos de campaña.

Por Max Colodro, filósofo y analista político

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