Volver a los acuerdos
Por Jorge Burgos, abogado
Desde hace un tiempo, que se va haciendo largo y riesgoso, la política de los acuerdos ha ido perdiendo fuerza y presencia en nuestra cotidianidad. Es más, suele ser considerada por parte creciente de los actores políticos como una mala forma -representativa de una forma de gobernar- de relacionarse, de malos efectos que es necesario dejar atrás. Dudosa tesis, por decir lo menos, pues si damos una mirada a lo que significó para el país y su gente los momentos de los consensos, de los pactos, no habrá área donde no podamos concluir que se expandió el disfrute de derechos económico-sociales y hubo mejoras institucionales, por cierto con pendientes, algunos lacerantes. Pero no hay ninguna prueba, ni ejemplo, que permita fundar con esperanza que las cosas serían mejores si se dejara atrás, de manera definitiva, la incansable búsqueda de los acuerdos.
Los ejemplos y consecuencias concretas de esta situación de demérito de mínimos comunes societarios, son múltiples. Hace prácticamente una década que no hemos sido capaces de dictar una nueva ley que sancione el terrorismo. Nadie duda que la vigente, dictada hace casi cuarenta años en circunstancias políticas, sociales absolutamente superadas, aun con sus escasas modificaciones posteriores, no nos sirve como instrumento legal para defendernos, como lo hacen todas las democracias. Esto ha llegado a tal nivel, que un fiscal que adelanta con éxito la investigación de hechos a todas luces encuadrables en acciones de terrorismo (cartas bombas) ha dicho, con razón a mi juicio, que opta por formalizar por la legislación común u otras leyes especiales, antes que invocar una norma discutida y que tiene altos estándares probatorios. En el hecho la ley va quedando en desuso. Grave que una sociedad abierta al mundo no tenga normas especiales para defenderse de una lacra de la que nadie está libre, aunque su futura tipificación figurara en la propia legislación común.
Otro ejemplo preocupante de inacción por ausencia de acuerdos, es lo que viene ocurriendo en el último año en relación a darnos una ley de inteligencia que, revestida de controles judiciales, nos otorgue de una orgánica eficiente en la prevención de amenazas insoslayables. Nadie duda que un Estado moderno debe tener cierta capacidad de anticipación, difícil es también que alguien sostenga que nosotros contamos con esa capacidad. Sin embargo, el proyecto no avanza y corremos el riesgo que vayamos olvidando la falencia que tenemos y paguemos, una vez más, caro sus efectos.
En fin, los ejemplos son múltiples. Ahora luego -todo indica será la voluntad mayoritaria-, que nos adentremos en la noble y compleja tarea de darnos una nueva Constitución, pueda ser que sea la oportunidad para retomar la búsqueda de acuerdos, para que tengan que ceder los que quieren refundar la República desde cero y los que creen que nada hay que cambiar, y puedan proponer al país un texto que “se afirme en larga y dilatada tradición reformista y gradualista, cuando se sienten a discutir la nueva carta”, frase citada del muy buen ensayo Chile constitucional de Juan Luis Ossa Santa Cruz.
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