Voto obligatorio, incorporación política y proceso constituyente
Esta columna fue escrita junto a Alejandro Corvalán, Centro de Economía Aplicada, Universidad de Chile.
En los últimos 30 años, la participación electoral en Chile ha exhibido la caída sistemática más grande del mundo. El promedio a través de países muestra que el número de votantes ha disminuido, pero en nuestro país la caída ha sido 10 veces mayor. Los jóvenes chilenos son los que menos votan entre los jóvenes de todas las democracias occidentales; Piñera y Bachelet fueron los presidentes elegidos con la menor base de apoyo de todo el continente americano. El caso chileno es excepcional incluso en un contexto de crisis global de la democracia.
Una de las razones principales que explican este fenómeno es una institucionalidad que no promueve ni tiene por objetivo la participación masiva. Desde su origen, los diseñadores de nuestra actual constitución fueron explícitos en interpretar una baja participación electoral como una aspecto positivo del sistema político. Bajo esta visión, una democracia estable no debe propiciar cambios estructurales a la sociedad, y la abstención electoral es evidencia de que los ciudadanos están satisfechos y conformes con la conducción política del país.
Estos principios se consagraron en la Constitución del 1980, a través de una serie de reglas cuyo objetivo es torcer el proceso de representación, limitar las posibilidades de cambio político, y desincentivar la participación electoral. Esta interpretación conservadora de la democracia continúa presente en la base de nuestra institucionalidad, a pesar de las múltiples reformas que se han hecho a la constitución.
Chile ha sido históricamente un país con poca participación electoral. La reputada tradición democrática chilena ha estado dominada por una visión unidimensional, que solo ha considerado la gobernabilidad de nuestras instituciones. Chile implementó tempranamente una competencia electoral relativamente pacífica y estable, articulada por un fuerte sistema de partidos políticos. Pero al mismo tiempo fue una democracia excluyente. Durante la primera mitad del siglo 20, Chile fue uno de los países con menor participación electoral de Latinoamérica. Este proceso comenzó a revertirse tras una serie de reformas institucionales a finales de la década de los 50s, siendo el voto obligatorio la principal de ellas. Esto amplió la base electoral, e incorporó a la política formal a los grupos sociales más desventajados del país. Así, la democracia participativa surgió en Chile, de manera tardía y acelerada respecto al resto de la región, en la década de los 60s.
El objetivo constitucional de la dictadura fue justamente revertir este proceso de incorporación. Para sus ideólogos, el aumento de la participación política habría generado desequilibrios que condujeron al quiebre democrático de 1973. Para evitar repetir esta experiencia traumática, la constitución buscó limitar la participación para garantizar la estabilidad democrática.
Hoy, vemos que estas premisas resultaron ser erradas. Luego de 30 años de una democracia donde la participación electoral ha caído de manera sistemática, los ciudadanos han recurrido progresivamente a formas de representación por fuera de las instituciones. La protesta, la principal de ellas.
En el momento y contexto en el que el país inicia la discusión en torno a un cambio constitucional, es de vital importancia que este proceso sume a amplios sectores de la sociedad. El voto obligatorio es la herramienta más eficaz en este sentido, porque implica la inclusión inmediata de toda la ciudadanía al proceso. Su aplicación para elecciones normales es algo que puede ser discutida por los propios constituyentes. Pero las reglas fundamentales que nos definirán como sociedad deben ser consensuadas por representantes legitimados por la participación masiva de la ciudadanía. Esto implica la incorporación de sectores del país que hasta hoy han visto con desconfianza nuestro sistema democrático formal.
La actual crisis ha demostrado que una democracia excluyente no es garantía de estabilidad. Es la legitimidad de las instituciones, es decir su aceptación por una gran parte de la ciudadanía, la que permite que estas procesen el conflicto social de manera pacífica.
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