Ir al supermercado es como un baile de máscaras: la verdadera identidad de algunos productos no es la que muestran en sus fachadas. Esa bolsa con rebanadas que dice llamarse pan —y no solo pan, sino que Pan Perfecto, “libre de colesterol”—, ¿es realmente pan si tiene más de veinticinco ingredientes? O esa caja que se hace pasar por “granola de almendras” —cuando en realidad solo tiene un 2% de este fruto seco—, ¿es eso o debería tener otro nombre?

Así como no todo lo que brilla es oro, en los pasillos de los alimentos no todo lo que parece ser sano o natural lo es. Gracias a la Ley de Etiquetado implementada en 2016 y sus famosos sellos negros, los chilenos hoy podemos saber con facilidad qué productos son altos en azúcares, sodio, calorías y grasas saturadas. Eso, entre otras cosas, hizo disminuir en un 24% la compra de bebidas azucaradas, pero también empujó a la industria alimentaria a modificar sus recetas y así eludir los sellos, con el desafío de que sus productos no perdieran dulzor, brillo ni palatabilidad. Es decir, que siguieran siendo irresistibles.

Para lograrlo, “lo que han hecho es incorporar otros ‘ingredientes’ a los alimentos, que en muchos casos son químicos”, dice Carolina Pye, nutricionista y docente de la Escuela de Nutrición y Dietética de la Universidad de los Andes.

Es lo que ha pasado con el azúcar: los productos esencialmente dulces que la necesitan —como helados, galletas o yogures batidos— en su lugar tienen hoy edulcorantes, muy masivos pero relativamente nuevos, “cuyos efectos en el largo plazo no se conocen. Ya se sabe, eso sí, que sus consecuencias en la microbiota —la comunidad de bacterias benignas que habita en nuestro cuerpo— no son positivas”.

No todos los alimentos son lo que parecen en el supermercado.

El problema es que en ciertos productos “aún aparecen mensajes saludables, que se vinculan con algo positivo —como un jugo en polvo que dice tener ‘solo colorantes naturales’ o ‘0% azúcar’—, pero que siguen siendo ultraprocesados sin ningún aporte nutricional”, advierte Javiera Salvador, médica nutrióloga de Clínica Dávila.

Si bien los sellos han ayudado mucho, para tener plena conciencia de lo que estamos comprando y comiendo no queda otra que dar vuelta el empaque y leer la etiqueta en detalle.

“Hay que fijarse en cuántos ingredientes tiene”, sugiere Ximena Martínez, nutricionista del Centro del Tratamiento de la Obesidad de la Red de Salud UC Christus. Si tiene más ingredientes que los dedos de nuestras manos, “y con nombres que no uso ni conozco, entonces se trata de un alimento ultraprocesado”. Y si es ultraprocesado, entonces no es saludable.

Leer con atención la información nutricional —”un tiempo que vale la pena invertir”, dice Salvador— es por ahora la mejor herramienta para no caer en errores “y creer que estos productos nos aportan nutrientes que no tienen”, apunta Dana Bortnick, nutricionista de la Clínica Indisa. “Por ejemplo las bebidas vegetales, como las de soya o almendras, que dicen serlo pero que en realidad tienen apenas entre un 2 y un 5% de ese alimento en su interior”.

Aunque hay cientos de ejemplos, elegimos seis alimentos muy comunes —y que se posan en los estantes con fama de nutritivos y beneficiosos— que en realidad no nos nutren ni nos benefician tanto. De hecho, si los consumimos diariamente, nos podrían traer algunos inconvenientes.

La granola

“La granola, no vamos a mentir, es deliciosa”, dice Dana Bortnick con honestidad. “Pero la industrial yo no la recomiendo nutricionalmente”. ¿Por qué no, si en las cajas o envases suelen aparecer muchos granos integrales, frutos secos, pasas, miel y otros bondadosos ingredientes naturales?

“Todo eso da la sensación de que es saludable y nutritiva”, explica Ximena Martínez. “Y lo puede ser si la preparo en casa con unos pocos ingredientes”. Por definición, estos serían avena, frutos secos, semillas, alguna fruta y miel o un poco de azúcar que aglutina la mezcla.

Pero lo cierto es que la mayoría de las alternativas de granola en los supermercados son ultraprocesadas, con docenas de ingredientes, la mayoría químicos. Algunas traen frutas deshidratadas o liofilizadas, “pero en ese proceso pierden buena parte de las vitaminas y nutrientes, y a la vez concentran la fructosa, su azúcar natural”.

Esos ingredientes (y no mucho más) son los que debe tener una verdadera granola. Foto: @granolinchile.

Hay unas donde “la sucralosa sale cinco veces en la etiqueta, mientras que el fruto seco que aparece en la foto solo representa el 1% del producto”, apunta Carolina Pye. “El resto son azúcares, edulcorantes, saborizantes… no es un buen alimento”.

Existen, eso sí, algunas opciones más honestas que sí podrían llamarse realmente granolas, “como las Wild Protein, que se caracterizan porque sus ingredientes son naturales”, dice Javiera Salvador. El problema es que también son más caras. “Las otras, lamentablemente, son casi lo mismo que los cereales para el desayuno”.

“Si a uno le gusta el sabor y el objetivo es disfrutar, no pasa nada si se consume de vez en cuando”, agrega Bortnick. “Pero si se la come todos los días, no será saludable”.

La miel

La miel, al ser fabricada por el incansable trabajo de las ingenuas abejitas, está rodeada de un aura de naturalidad y bienestar que puede resultar confuso. ¿Es mejor endulzar las cosas con miel que con azúcar?

“La miel es un azúcar más”, dice Pye. “Nutricionalmente es casi igual y nuestro cuerpo la procesa de la misma manera”. Es decir, produce el mismo efecto en la glicemia, eleva muy rápido los niveles de azúcar en la sangre y se libera insulina. No es inocua y un consumo frecuente expondrá nuestro organismo a constantes peaks glicémicos. Estos provocan que la glucosa se acumule en forma de grasa y que rápidamente volvamos a sentir apetito, lo que hará que comamos más alimentos.

Aunque es rica y natural, al final del día la miel no deja de ser azúcar.

Sí tiene diferencias con el azúcar refinada. “La miel tiene efectos antibióticos naturales y fitoquímicos positivos para la salud, que en pequeñas cantidades pueden ser un aliado”, explica Salvador. “No hay que demonizar a la miel”, pide Martínez, “pero sí consumirla con moderación”. Pye prefiere ser más tajante: “no porque tenga presencia de esos nutrientes la hace más saludable”, dice. “Engorda igual que el azúcar”.

Purés y compotas de fruta

Dicen estar elaboradas en un 100% con fruta y lo son: aquí no hay trampas ni malos entendidos. Es más, los purés y compotas de fruta son recomendados para niños y niñas menores de 2 años a los que todavía les cuesta morder, masticar o deglutir alimentos más duros como manzanas, peras o duraznos.

“A pesar de ser un producto procesado, lo es mínimamente: no tiene aditivos y es una buena alternativa. En este caso, acerca un alimento saludable a mucha gente con un formato accesible”, dice Salvador.

¿Dónde está el problema, entonces? En que algunos envases, dicen “un envase, una fruta”, dando la idea de que consumir un sachet de compota de manzana es equivalente a comerse una manzana.

“No es lo mismo”, asegura Martínez. “A la fruta se le aplicó un proceso mecánico de trituración que ablanda la matriz de la fibra natural y deja la fructosa —el azúcar de la fruta— expuesta a ser absorbida con más rapidez. Y en altas concentraciones, la fructosa es dañina para el hígado”.

La gracia de la compota es que no se mastica, pero ahí también está su problema. “Masticar los alimentos nos trae beneficios a nivel cerebral, hace que nos sintamos más saciados y que el tiempo de saciedad sea más prolongado”, explica Pye. “En cambio, si una máquina muele la fruta y hace el trabajo de tus dientes y tu estómago, la absorción de fructosa será más rápida y generará un peak glicémico más intenso”.

La compota está hecha de fruta, pero no reemplaza a una fruta entera: su azúcar está libre.

La fibra de la fruta, además, tiene muchos beneficios, que se diluyen en este formato pastoso. “Ayuda a la salud cardiovascular, mejora el tránsito intestinal y el manejo de la glicemia y el colesterol”, enumera Bortnick.

Si se les da con frecuencia a los niños, Martínez cree que perdemos la oportunidad de educarlos en el uso de su dentadura. “Aprender a masticar es aprender a comer conscientemente”, dice. “Así se sienten mejor los sabores, las texturas, se toma más tiempo al comer y por lo tanto aumenta la saciedad”.

Algo parecido ocurre con los jugos exprimidos o que están hechos cien por ciento de fruta. Por supuesto, son mejor alternativa que un néctar o una bebida de fantasía, pero no conviene tomarlos a la ligera. “Cuando uno exprime o procesa se pierden muchos nutrientes, vitaminas que solo son biodisponibles de forma natural”, explica la nutricionista de la Red Salud UC Christus.

Lo que queda es una base líquida muy rica pero muy alta en fructosa. “Una pequeña cantidad de jugo concentrado equivale a mucha fruta, a muchas calorías”, dice Javiera Salvador. “Si alguien se toma un par de vasos almorzando y luego una fruta de postre, está ingiriendo casi un kilo de una sola vez”. “La fruta licuada”, sentencia Pye, “es como tomarse un vaso de agua con azúcar”.

Pan de molde integral

No es sorpresa que los chilenos comemos mucho pan: somos el segundo país que más lo consume en el mundo, con un promedio de 90 kg por persona al año. Es decir, unos 250 g diarios de marraquetas, hallullas, dobladitas, amasados, colizas, pitas y un largo etcétera. Que suele ser, también, lo primero que se llama a restringir en casos de sobrepeso u otros problemas de salud vinculados a la nutrición.

El reemplazo natural del pan blanco es el integral, hecho —supuestamente— con el grano entrego de la harina, que aporta mucha más fibra y menos azúcares a la dieta. Por eso, la oferta de moldes integrales envasados no para de crecer, con cada vez más marcas y variedades en los atiborrados pasillos del supermercado.

Pero el dicho dice “al pan, pan; al vino, vino”, y si fuéramos rigurosos, a muchos de estos integrales no les podríamos llamar así: la mayoría tiene solo una parte de harina integral; el resto es harina blanca refinada y muchos aditivos.

Muchos ingredientes para tan poco integral. Foto: Ecoopan.

En España, por ejemplo, ante la confusión y desinformación en los etiquetados, una ley promulgada en 2019 dice que para recibir la denominación de integral, los panes deben ser elaborados “con harina exclusivamente integral”. En Chile no es así: el reglamento sanitario de los alimentos dice que el pan puede llevar el nombre de las harinas que lo componen, independiente de su porcentaje.

“Aquí muchos panes dicen ser integrales, pero en realidad son una mezcla de harina blanca con integral, más unas pocas semillas y una gran cantidad de aditivos”, explica la nutricionista Carolina Pye. “Si miramos sus etiquetas, tienen una serie de ingredientes desconocidos para un alimento que se debería hacer solo con harina, agua, levadura y sal”, agrega Ximena Martínez.

Esto no significa, como apunta Javiera Salvador, que estos panes sean “el demonio”, pero sí debemos ser conscientes de que no serán tan beneficiosos como parecen. Como siempre , para elegir el pan “más integral” hay que dar vuelta la bolsa y leer los ingredientes. Si el primero en la lista es “harina integral”, entonces vamos por buen camino, ya que significa que es el elemento principal de la receta. Si dice “harina integral de grano entero”, mucho mejor, puesto que tendrá más fibra.

“Si tiene colorantes es porque no tiene tanta harina integral”, advierte Salvador. También fijarse en la cantidad de fibra: “Si tiene 2 gramos de fibra por porción (50 g), entonces no es tan integral”, señala Pye. “Si tiene 5g o más, sí es una buena fuente de este nutriente y podría ser un aporte”.

Los panes de molde 100% integrales suelen ser más caros, pero como beneficio, dice Ximena Martínez, “generan más saciedad, por lo que uno los consume menos”. Suelen ser más duros y no tan esponjosos.

Yogures

Los lácteos son un buen aporte de proteínas, calcios y vitaminas —como la A, las B y la famosa D—, pero a no todo el mundo le gusta tomar leche y otro tanto no la tolera bien en la digestión. Una salida sencilla y económica, supuestamente menos pesada para el estómago, es comer yogur, un producto fácil de consumir, con distintos sabores y formatos.

Pero tal como hemos visto con los otros alimentos de esta lista, no todos los yogures son yogur, esa fermentación de la leche producida por un cultivo de bacterias, sino que simplemente bebidas lácteas azucaradas, saborizadas, coloreadas y espesadas, muy ricas pero no tan nutritivas.

“Si de repente me como un clásico yogur cremosito, de esos con frutos secos, no hay problema”, dice Dana Bortnick. “Pero si lo hago todos los días, voy a llevar mi cuerpo a un peak de azúcar de rápida absorción”. Si nos gusta su sabor y textura, no es tan difícil hacerlo en casa. Si no se nos dan las cosas en la cocina, lo que ella recomienda es elegir los yogures naturales —aunque son más caros— o sino buscar los descremados o con menos grasas saturadas.

“Hay que tener ojo con el aporte de azúcar que tienen”, aconseja Martínez. “Con la implementación de los sellos ya no poseen tanta, pero siguen estando al límite, además de llevar mucho endulzante”.

La nutricionista de la Clínica Indisa también alerta sobre los yogures veganos. “Son ultraprocesados”, advierte. “El hecho de no tener leche no los hace automáticamente más sanos. Tienen mucha azúcar y algunos están hechos a base de coco, que contiene muchas grasas saturadas”.