Algo pasó que de pronto todos los días son el día de algo. No es suficiente con que hoy sea 8 de octubre de 2022, ducentésimo octogésimo primer día del año, santoral Hugo y Félix: además es el Día de la Dislexia en todo el mundo, el Día del Niño en Irán, el Día del Árbol en Namibia y el día de los marinos en Perú.
A esa lista, recientemente, se agregó otra festividad: la del Día Internacional del Huevo. ¿Por qué se celebra hoy? No lo sabemos. ¿Cómo se conmemora? Tampoco hay directrices claras. Hasta el minuto, no se ha autorizado ninguna marcha a favor de la oología ni mucho menos un minuto de silencio en recuerdo de los pollitos víctimas de la industria avícola. ¿Habrá que comerse diez huevos duros en honor a la efeméride, con los ojos cerrados y una mano en el corazón, o justo lo contrario, no cocinar ninguno y así no fomentar la explotación animal?
Dura disyuntiva. Pero lo que se nos ocurre no es ni lo uno ni lo otro sino honrar este noble alimento, parte de la nutrición humana desde la prehistoria y miembro estable de los recetarios a partir de la domesticación de las aves, o sea hace más de 9 mil años. En simple, valorarlo como lo que es: eslabón fundamental del ciclo de vida animal, una gran fuente de proteínas y un milagro culinario lleno de sabor y versatilidad, que merece ser preparado con todo nuestro tiempo, cariño y dedicación.
“Lo peor para un huevo es hacerlo apurado”, dice Daniel Glukman, fundador de Daniel’s Bakery, café especializado en desayunos y brunches. Aunque abundan quienes los preparan rápido, urgidos por el hambre o la estrechez matinal, la diferencia entre cocinarlos con calma y hacerlos a matacaballo es la que hay entre tomar agua mineral y beber de una piscina: abismal.
Un cuidado que empieza no en el fuego ni tampoco en la sartén sino que en el refrigerador, lugar donde se recomienda guardar los huevos, en especial durante el verano. “Mucha gente los deja en la puerta, donde a veces hay un compartimento especial para ponerlos. Gran error”, advierte Glukman, porque quedan expuestos a cambios de temperatura y a que les entre humedad, lo que facilita su descomposición. “Hay que dejarlos al fondo, ojalá en la parte superior, donde tampoco están tan fríos”.
Luego, independiente de la forma en que se vayan a preparar, siempre hay que sacarlos con anticipación o bien temperarlos en agua tibia, para que su cambio de temperatura al momento de cocinarlos no sea brusco ni altere su consistencia. A continuación, algunos consejos para distintas modalidades.
Huevo duro perfecto
“Es perfecto entre comillas”, dice Daniel Glukman: al final todo dependerá del gusto y uso que se le dé al huevo duro. En este caso, su receta figura a medio camino entre el huevo a la copa —más líquido y cuchareable—, y el duro-duro, aquel que se lleva a un picnic o se incluye en un pastel de papas. “Este está pensado para ponerlo sobre una tostada gruesa con una ensalada con apio o ciboulette”, explica el pastelero. “Queda exquisito, con la yema cremosa; una especie de mayonesa sin necesidad de batir nada”.
Lo primero para esta receta, que vale también en la de cualquier huevo duro, es poner a hervir agua en una olla. ¡Pero sin el huevo dentro! Varias instrucciones circulan por ahí diciendo que el agua debe entrar a ebullición junto con el huevo, lo que es un gran error: eso aumenta su exposición a los cambios de temperatura y también a la cocción, lo que le puede quitar nutrientes y afectar su consistencia y sabor. Por lo tanto, el huevo siempre entra una vez que el agua esté hirviendo.
Algunos, como el popular Jamie Oliver, sugieren echarle una pizca de sal al agua: hay teorías de que eso ayuda a equilibrar la sal propia del huevo y así se evita que por ósmosis se quiebre la cáscara. ¿Funciona? Puede ser. También es útil depositarlo con una espumadera en la olla, y no llegar y ponerlo en el agua sino que sumergirlo de a poco para que el shock de calor no genere problemas.
Para conseguir la consistencia que propone el chef de Daniel’s Bakery, hay que dejar el huevo seis minutos exactos. Esto no es al ojo ni calculando según las canciones de la playlist que hayan pasado: son seis minutos con cronómetro. Un poco menos y queda muy líquido, difícil de comerlo sobre un pan; un poco más y queda muy seco, sin mucha gracia.
Pasado el tiempo, hay que ponerlos de inmediato en agua fría para detener la cocción. Esto hay que hacerlo al cocinar cualquier tipo de huevo duro pero en especial con éste. Sino, con el calor acumulado el huevo sigue cocinándose, y en lo que se demora uno en servirlo el momentum de cremosidad queda perdido.
“Al abrirlo, notarás que la clara está cocida y firme, pero no seca, mientras que el centro de la yema sigue líquido”, dice Glukman. “Para hacer una ensalada distinta o sobre una tostada con algunas verduras es una maravilla”.
La gracia de los huevos cocidos es que el resultado cambia mucho según el tiempo que se mantengan en el agua. Así que según qué tan aventurero esté el ánimo, se puede experimentar con menores tiempos de cocción y yemas cremosísimas, o irse a la segura con huevos cien por ciento duros.
Para hacerse una buena idea de las diferencias, esta es una tabla realizada por la revista especializada Bon Appétit con la apariencia del interior de los huevos según sus minutos de cocción.
Huevos revueltos: ¿con o sin crema?
Hace ya unos buenos años, a mediados de los noventa, un pequeño café de desayunos en la tranquila de ciudad de Sydney, Australia, llamó la atención de los medios más importantes del mundo. No por su sofisticado latte art, tampoco por unos croissants esponjosos, sino que por sus huevos revueltos. Según el New York Times, eran “tan livianos como el respiro de un ángel”, y otros diarios los catalogaron como los mejores del mundo.
Los preparaba Bill Granger, un australiano que cobró fama por la manera en que servía sus huevos. ¿El secreto? Añadirles crema, algo común entre los británicos y sus colonias, un ingrediente que les aporta esponjosidad y también contundencia.
La clave de Granger es mezclar la crema con los huevos previamente —unas tres cucharadas cada dos huevos— y batirlos en un bol junto a una pizca de sal y de pimienta. Cuando yemas, claras y crema estén homogéneas, se pasa la mezcla a una sartén con mantequilla derretida, a fuego bien bajo. Aquí toca ser pacientes y revolver con una espátula o cuchara de palo, en forma de ocho, permanentemente, como si fuera un risotto.
Así, durante seis o siete minutos, “o hasta que el 80% se vea cocinado”, explica Glukman. “Con el mismo calor residual, los huevos se terminan de hacer”. El resultado será cremoso, por supuesto, pero principalmente suave, húmedo, fácil de esparcir por el pan y adictivo de saborear.
El famoso chef Gordon Ramsey, amado/odiado por su vehemente participación en distintos realities, también usa crema en sus huevos revueltos, pero la añade después, una vez que ya están en la olla. Su método no es muy ortodoxo: lanza los huevos directo al calor, sin aceitar la superficie, y tampoco con sal ni batido previo —eso haría romper sus nutrientes, dice—, y una vez en la sartén les agrega la mantequilla. Los pone y los saca del fuego, para evitar que se sequen, y recién al final, cuando están casi listos, les agrega la crema.
El dueño de Daniel’s Bakery no es muy fan de añadirles lácteos. Si los huevos son de campo o de gallina libre deberían ser suficientes en sí mismos para obtener un resultado cremoso. “La yema es donde está la grasa”, dice, “si se baten bien previamente, se revuelven permanentemente y se cocinan muy, muy suave, deberías tener unos huevos revueltos húmedos y deliciosos.
¿Por qué hay que hacerlos lento? Como dice el prestigioso chef Marco Pierre White, “los huevos revueltos cremosos se consiguen despacio, no rápido”. Es que a temperaturas muy altas, los enlaces de las proteínas del huevo se tensan mucho, por lo que terminarán cuajando de forma más dura y seca. Si el fuego mínimo de tu cocina es igual muy alto, una técnica es ir retirando la sartén del calor cada veinte o treinta segundos, para retrasar el proceso. La otra opción es cocinarlos a baño maría, es decir, en un recipiente sobre una olla con agua caliente. Se demora más —alrededor de ocho minutos— pero el resultado vale la pena.
Huevos pochados: método fácil
La obsesión por esta forma de preparar los huevos ha bajado en intensidad, aunque siguen siendo demandados en cafeterías onderas y hoteles boutique. Muy de moda durante el primer boom de Instagram —¿2014?—, desde entonces se instalaron como una forma más sexy y fotogénica de comer huevo.
El problema es que para hacerlos bien no requiere solo de paciencia sino que también de cierta técnica. Una que, como cualquier otra habilidad, solo se obtiene con la práctica, lo que provoca que en el camino muchos huevos no queden pochados sino pachados o botados en la basura.
Pero Daniel Glukman tiene una solución para reducir el márgen de error. El único material extra que se necesita es film plástico, algo que igual está en casi todas las casas funcionales. ¿Cómo se hace? “Solo hay que poner un cuadrado de alusa sobre una taza, como si la estuviéramos envolviendo. Pintas la superficie con un poco de aceite, abres con cuidado el huevo encima del plástico y lo envuelves, formando una bolsita. Le haces un nudo y lo pones en una olla con agua muy caliente, pero no en ebullición. Se cuece por 3 o 4 minutos, lo sacas, abres el plástico y listo”. Huevos pochados sin hacer remolinos ni agregar vinagre.
Huevos frito con tapa
El huevo frito es el ideal para los apuretes, ya que si hace bien, en pocos segundos se puede conseguir una clara fina pero dorada con una yema líquida y sabrosa, lista para ser atacada por un trozo de pan.
Es la técnica del chef español José Andrés, que abre el huevo fuera de la sartén, en un recipiente, para asegurarse de que ningún trozo de cáscara entre, allí mismo le echa sal. Mientras, tiene el aceite de oliva calentándose a toda pastilla, y una vez que está humeante —a unos 185º C, aproximadamente—, inclina la sartén hacia un extremo, formando una especie de piscina.
Ahí mismo vierte el huevo, que se sumerge en el aceite y rápidamente, con un movimiento de la espátula, se comienza a cocinar por abajo y arriba. Con este método, más arriesgado por la velocidad y la temperatura, la yema queda envuelta por la clara, como si fuera pochado, solo que con la textura y consistencia de uno frito.
Si se quiere ir a la segura, se puede seguir la manera más tradicional, como la que promueve nuestro columnista Álvaro Peralta en este artículo. Ahí, el aceite se calienta a fuego medio, preocupándose de que cubra toda la sartén. Una vez que se incorpora el huevo, “se baja el fuego al mínimo y se deja cocinar por unos minutos hasta que la clara esté firme y blanca pero la yema aún cremosa”.
El célebre cronista chileno Ruperto de Nola sugiere, tal como se ve en La vieja friendo huevos, de Velásquez, inclinar levemente la sartén para se pueda, “con una cuchara, recoger la grasa y vaciarla repetidas veces sobre la yema, hasta que se forme sobre esta un ligero velo apenas opaco”.
Ese proceso, viejo como el barroco, puede resultar un tanto engorroso. “O peligroso”, como dice Glukman. Para eludirlo, él propone usar una tapa sobre el sartén. “Así, con el mismo vapor que suelta se hace por los dos lados”. Es importante fijarse que el aceite esté bien caliente, para que así las orillas se doren y entreguen esa ligera pero impagable crocancia.
Según Harold McGee, autor de la biblia La cocina y los alimentos, la temperatura ideal para conseguir una textura clara y tierna es de unos 120ºC. “A temperaturas superiores se pierde ternura, pero se obtiene una superficie más sabrosa, tostada y rizada”.