La textura cremosa, esa ligera y agradable acidez, su liviana digestión y el alto aporte nutricional: casi todo lo bueno del yogur es gracias a las bacterias. Esas que el desinfectante dice matar en un 99 por ciento, o las que buscas eliminar obsesivamente con las toallitas de cloro, caricaturizadas por los comerciales como unos repugnantes y verdosos monstruos en miniatura, son las que pueden, mediante la fermentación, transformar un alimento común —como la leche— en uno extraordinario, como el yogur natural o el kéfir.
¿Extraordinario? Quizá no todos consideren así a su sabor, pero el valor nutricional de estos dos productos lácteos —parecidos pero no iguales— encaja con ese adjetivo, porque cada vez más estudios demuestran sus beneficios. Ricos en proteínas, calcio, fósforo y vitaminas del grupo B, ambos fermentados ayudan a repoblar la flora intestinal, mejorando así nuestra digestión, la absorción de nutrientes y también el sistema inmune.
Distintas investigaciones, citadas en este artículo de la Escuela de Salud Pública de Harvard, dicen que el consumo frecuente de yogur natural, en el contexto de una dieta balanceada, protege de las subidas de peso. Según sus autores, su ingesta también podría prevenir enfermedades cardíacas y diabetes del tipo 2. Por otro lado, un estudio español recomienda comer yogur “para mejorar la absorción de calcio, al menos en mujeres postmenopáusicas, y para disminuir la incidencia y duración de las enfermedades infecciosas gastrointestinales en niños”.
Algo parecido se puede concluir del kéfir, tradicional —e inexplicablemente— conocido en Chile como “yogur de pajaritos”: entre sus múltiples atributos están “su capacidad de restituir la composición de la flora intestinal e introducir funciones favorables y útiles para las comunidades microbianas intestinales, ayudando a mantener un buen control metabólico”, dice una investigación realizada en la Universidad de Valparaíso.
Cosas que ya intuían los indios en el siglo VI AC, como se puede ver en textos de medicina ayurveda. “Alimento de los dioses”, le decían al yogur combinado con miel. Y algunos le atribuían a este alimento la fecundidad y longevidad del patriarca Abraham, que al parecer, quizá aconsejado por el mismísimo Yahvé, lo consumía con frecuencia.
Como sea, estos fermentados lácteos, al igual que el resto de los alimentos preservados por microorganismos, son tan antiguos como la humanidad misma, y tras verse degradados o postergados por la industrialización alimentaria, vuelven a resurgir como productos que, además de nutrirnos, al elaborarlos en casa nos reconectan con lo que comemos.
“Se trata de recuperar sencillos conocimientos ancestrales que le vuelven a dar sentido a nuestra alimentación”, dice María José Azócar, nutricionista y quesera, autora del libro Quesos Artesanales.
Kéfir y yogur natural: primos hermanos
Algunos los confunden pero no son iguales. Su origen es parecido, ya que ambos, según los registros antropológicos, provienen de los límites entre Asia y Europa, y su materia prima es la misma —la leche animal—, pero el yogur natural y el kéfir son diferentes.
“Las primeras referencias del kéfir vienen del norte del Cáucaso, la parte suroccidental de Rusia, y también lo que ahora es Bulgaria y Rumania”, explica Mauricio Belmar, ingeniero civil electrónico que, después de ser diagnosticado de varias enfermedades autoinmunes, se hizo un avezado fermentador. “Cada día me siento mejor y mi cuerpo agradece la incorporación de alimentos saludables que me permiten desintoxicar y estar en equilibrio”, explica en su blog, Momo’s Fermentation Lab.
Ahí también, hasta antes de la cuarentena, organizaba talleres de fermentación, entre los cuales está el de kéfir. “Cuando chico lo conocía como ‘yogur de pajaritos’, y lo odiaba: mi mamá me lo daba hasta por las orejas. Lo comía con fruta y, si no había, le echábamos jugo en polvo”, recuerda riendo.
De adulto lo redescubrió y no ha dejado de consumir este lácteo, fermentado por un cultivo simbiótico de bacterias y levaduras con forma de gránulos, que se alimenta de la lactosa, el azúcar natural de la leche. Al comérsela, “los microorganismos la transforman en ácido láctico”, cuenta Belmar, “convirtiéndola en un producto con más vida útil —la acidez la protege de bacterias patógenas— y más nutritivo, lleno de probióticos”.
Según él, un cultivo de kéfir puede tener entre 7 y 40 familias de microbios con estas características, capaces de poblar nuestro intestino y diversificar la microbiota, que es como se denomina a la población de microorganismos que habitan en nuestro sistema digestivo.
El yogur natural, en cambio, no es tan complejo en su constitución bacteriana. Son principalmente dos las que actúan: la Lactobacillus bulgaricus y la Streptococcus thermophilus, pero el proceso es similar: después de que la leche es inoculada con estas bacterias, durante un lapso de entre 8 y 12 horas, convierten la lactosa en ácido láctico y con eso transforman el líquido en uno más cremoso y consistente.
“Además de mantener altos niveles de calcio, el yogur es más fácil de digerir que la leche: incluso lo pueden comer intolerantes a la lactosa, con menos carbohidratos y más absorción de nutrientes”, dice María José Azócar.
Cómo hacer kéfir
“Lo primero que hay que tener”, apunta Mauricio Belmar, “es ganas”. ¿Pero ese no es un requisito necesario para realizar cualquier cosa? Sí, pero para producir kéfir hay que tener ganas no solo de hacerlo, “sino también de aventurarse a probar algo distinto, más agrio y ácido de lo que normalmente comemos”, dice.
Ok. Tengo ganas de probar algo distinto. ¿Qué más necesito? “Lo segundo es conseguir los granos de kéfir”, sigue el profesor de Momo’s. “La tradición dice que estos no hay que comprarlos, que solo funcionan si te los regalan. Y no es difícil que eso pase, ya que al cultivar kéfir, los granos también se reproducen, y en algún momento vas a tener más de los que se requieren para prepararlo”.
Belmar sugiere consultar en grupos de Facebook —como Kefir.Chile o Kefir Chile, el auténtico— donde siempre hay alguien con ganas de donar una porción. ¿Cómo sé si el kéfir que me regalan está en buenas condiciones? “Los granos deben estar en un frasco de vidrio, sumergidos en un poco de leche y verse blancos, no amarillos”.
Una vez con ellos, viene el momento de mezclarlos con la leche. “La leche perfecta sería la fresca, sin pasteurizar, ya que está llena de microorganismos, que son el ambiente ideal para el kéfir. Pero en Santiago es prácticamente imposible de conseguir”, dice Belmar.
Una buena alternativa es la leche San Ignacio, producida en la región de Ñuble, que no es ultrapasteurizada. “Eso significa que algo de vida le queda”. En Santiago la venden en los supermercados Jumbo y también se puede pedir por Instagram. “Sino, la leche entera o semidescremada de caja no reconstituida también sirve”.
La proporción para preparar el kéfir es de una taza de leche (250cc) por una cucharada sopera de los gránulos (20 gramos, aprox.). En un frasco conservero o un recipiente de vidrio que se pueda cubrir con una gasa y un elástico, se ponen primero los gránulos y luego la leche. “Debes dejarlo cubierto con esta tela a temperatura ambiente, ojalá no menos de 20 grados, por 24 horas”, dice Belmar.
Transcurrido ese tiempo, los granos habrán subido hasta la superficie y habrá una leche más espesa y de olor agrio. “Hay que filtrarlo en un colador plástico, para separar los granos (que debes volver a guardar en un frasco). Puedes tomártelo altiro, como lo hago yo, y tendrás un kéfir chispeante y ácido. Pero también puedes agregarle un trozo de fruta, o de semillas de chía o linaza, por ejemplo, y esperar otras 6 o 12 horas, dependiendo del gusto. Ahí tendrás algo más espeso y con un sabor más suave”.
También se puede volver a filtrar, esta vez en algo más fino, como un filtro de tela o papel, y sacar el suero. “Ahí tendrán algo como un yogur griego, mucho más cremoso”. Después de cualquiera de estos procesos, el kéfir debe ser refrigerado para detener la fermentación. Ahí durará varias semanas.
¿Qué pasa con los gránulos? Están sedientos de leche. “Y se vuelven a usar para producir más kéfir, una y otra vez”, agrega Belmar. Y si no quieres hacer más, simplemente los guardas en el refrigerador con un poco de leche, para que sigan vivos, listos para reactivarlos.
Cómo hacer yogur
El primer yogur industrial se elaboró hace 101 años, en Barcelona. Lo hizo un otomano, Isaac Carrasso, que aprendió la receta en su paso por Bulgaria. En honor a su pequeño Daniel, a la empresa le puso Danone. Comenzó vendiéndolo en farmacias, como un remedio contras las enfermedades gástricas, para luego convertirse en un negocio multinacional.
“Pero en su industrialización, el yogur ha perdido muchas de sus propiedades”, dice la nutricionista María José Azócar. Y sumado a la dieta convencional, llena de alimentos refinados y procesados, sin fibra ni vida orgánica, “la gente ha perdido diversidad en su flora intestinal, lo que ha aumentado las alergias alimentarias y las enfermedades autoinmunes”.
Como hemos visto, consumir yogur natural puede ayudar a revertir esa situación. No suele ser, eso sí, el más barato de los productos. “Pero siempre se puede hacer en casa”, dice Azócar. Y lo que necesitas para producirlo seguramente lo tienes en tu cocina.
“Con cualquier leche puedes elaborar yogur natural, aunque mucho mejor si es fresca o entera”, apunta. Simplemente debes calentar un litro de ella en una olla común, a fuego bajo, hasta que llegue a los 43º. “La puedes medir con un termómetro corporal”, dice Azócar. En ese momento hay que verter medio pote (unos 60 gramos) de yogur natural envasado sin azúcar ni endulzantes (fijándonos que entre sus ingredientes se incluyan cepas de yogur como L. bulgaricus o S. thermophilus) y disolverlo en la leche. Se apaga el fuego y sin perder tiempo se deposita la mezcla en un recipiente hermético —”un frasco conservero de vidrio sirve”, aconseja Azócar—, se cierra y luego se guarda, cubierto con una manta, en un cooler.
“Para que la fermentación ocurra adecuadamente, la temperatura debe estar lo más constante posible”, explica la nutricionista, ojalá en unos 30º. Algunos videos en YouTube recomiendan ponerlo en un termo, aunque el metal interior puede ser contraproducente con el ácido del yogur. Otra opción que sugiere Azócar es encender el horno, que agarre algo de temperatura, apagarlo y en ese instante poner el recipiente con la manta adentro.
Diez horas en esas condiciones serán suficientes para que se desarrollen y multipliquen las bacterias, y se forme un litro de yogur natural. “En el refrigerador, tapado a 5 grados, te puede durar una semana”. Si quieres obtener una textura más parecida a la del yogur griego, debes dejar ese yogur natural en una gasa limpia, durante unas 6 horas, para que drene el suero.
“Para seguir haciendo más yogur, solo hace falta reservar una porción y volver a repetir el proceso”, dice. “Así, tendrás yogur natural para siempre”.