Tomar café se está haciendo un placer cada vez más complejo. A lo mejor siempre lo fue pero recién ahora, setecientos años después de que se popularizara en Arabia, nos estamos dando cuenta de que eso que por décadas llamamos “tomar café” —echarle agua caliente a un par de cucharitas de un polvo instantáneo— era apenas un triste simulacro. Que tomar café, en realidad, es mucho más que tomárselo: es saber extraerlo o filtrarlo según los distintos métodos; es saber moler el grano del tamaño adecuado de acuerdo al método elegido; y es saber diferenciar de qué país procede ese grano para ver qué sabores y sensaciones obtendremos de esta negra bebida.
Esto último, que puede parecer la más esnob de las preocupaciones, no lo es para quienes están sumergidos en la interminable y adictiva búsqueda del café perfecto hecho en casa. Un camino que empieza pero que jamás acaba, ya que siempre aparece otra variable que puede cambiar el carácter, la suavidad y el perfil de lo que estás bebiendo.
Así como los conocedores del vino eligen sus botellas de acuerdo a la cepa y al valle donde creció la uva, los fanáticos del café se están preocupando cada vez más de la procedencia de los granos, ya que el lugar en el que se cultivaron, y por lo tanto su clima, su tierra y su altura, afectarán la experiencia
Es lo que Gabriela Sanhueza, barista y jefa de tienda de Taller Café en Valparaíso, llama “trazabilidad”. Se trata de manejar la mayor cantidad de información respecto al café que se está comprando y tomando: no solo el país y región del que viene, sino también el proceso de fermentación que recibe —lavado o natural— , incluso el nombre de la finca y del mismo caficultor. “Ojalá tener hasta el signo zodiacal del productor”, dice Sanhueza, medio en broma y medio en serio.
Es que entre más completo sea este trazado de información, más posibilidades hay de asegurarse tanto de la calidad del café como de sus características y cómo aprovecharlas. Especialmente para los tostadores, quienes con todas esas cartas sobre la mesa pueden hacer un trabajo más fino y sacarle más partido al grano.
“La verdadera magia ocurre en el tostado”, apunta Juan Pablo Cañas, brand manager de Nescafé, marca que acaba de lanzar en Chile su línea de café molido para extracción, lo que no quiere decir que los orígenes del grano sean irrelevantes para el consumidor.
Arábica versus robusta
Antes de saber de dónde viene, es conveniente distinguir entre las dos principales especies de café que se cultivan en el mundo. La reina es la arábica —representa más del 60% de la producción mundial—, que tiene un grano más alargado y suele producir una bebida mucho más delicada, con sabores frutales y azucarados. Es más cotizada porque su cultivo es más complejo y menos rendidor, suele requerir altura —ojalá más de 1000 metros sobre el nivel del mar—, un clima lluvioso y no muy caluroso.
La robusta, en cambio, entrega un grano redondo y un café más amargo y cafeinado. Su sabor es menos ácido y frutal que el de la arábica, y más marcado a la madera y las nueces. Como su producción es más sencilla —los árboles son más resistentes a las enfermedades y a los diferentes climas—, tiene menos valor en el mercado, utilizándose más para la elaboración de café instantáneo o de relleno en blends más económicas, aunque los buenos granos de robusta también se destinan para los espressos italianos, bien cargados, amargos y cafeinados.
Cada especie, eso sí, tiene sus propias variedades —como la FL34, la caturra o la geisha, de arábica; la conilón o niaouli, de robusta—, que presentan distintos perfiles, notorios para quienes ya tienen un paladar más trabajado.
El cinturón
¿Por qué el buen café parece venir siempre de los mismos países? Los destinos se repiten porque el café no crece en cualquier parte: necesita de condiciones climáticas específicas que solo se dan el llamado “cinturón del café”, la zona tropical “que abarca toda la línea del Ecuador, entre los paralelos 24º norte y 24º sur”, explica Cañas.
En esa franja —que en América va desde el sur de México hasta el sur de Brasil—, y dependiendo de las condiciones geográficas y climáticas —en los desiertos y sabanas de África, por ejemplo, no se da muy bien el grano—, es donde se produce todo el café del mundo. Brasil y Vietnam son los principales productores mundiales en volumen, dedicados especialmente a la robusta, mientras que en la arábica destacan países como Colombia, Etiopía, Honduras y Perú.
“Los arábicos tienen distintos perfiles según el país”, dice Cañas. “La arábica colombiana suele ser más frutal y de una acidez distintiva. El africano, en cambio, por ejemplo el de Kenia o Burundí, tienden a ser más cítricos y no de tanto cuerpo e intensidad”.
Esas características distintivas, según Sanhueza, ya no suelen ser tan predominantes. “Antes uno decía ‘africanos: ácidos, cítricos, te rompen los dientes; o colombianos: muy frutales y jugosos’, pero ahora no siempre pasa”, explica. Esto ha cambiado con la ultra especificación que existe en casi todos los países productores, donde cada finca tiene sus propios estilos, además de efectuar distintos métodos de procesamiento.
“Lo que hoy es más importante de saber, más que el origen o la variedad, es el proceso”, dice la especialista de Taller Café. Los procesos más comunes son dos: natural y lavado.
El primero se llama así porque se conserva la cereza (o cherry) del grano una vez que se cosecha, los que se dejan secar al sol por varias semanas, sin casi ninguna intervención de maquinaria o tecnología. Este proceso se usa más en granos de robusta y en zonas no tan lluviosas, como algunas regiones de Brasil o de África.
“Los café con proceso natural tienen más cuerpo, son más intensos”, explica Sanhueza. “En Brasil, por un tema de recursos hídricos, sus cafés suelen ser naturales, y por eso tienen más notas a chocolate, más dulces”.
En el proceso de lavado, en cambio, se separa la cereza del grano y luego se dejan fermentar en agua para que suelten el mucílago, una capa que recubre el grano. “En el lavado, se le le sube la acidez al café y se le baja la amargura”, dice Sanhueza, por lo tanto pueden destacar perfiles de sabores más complejos, los que deben ser aprovechados por el tostador.
No generalizar
Definir todo el café colombiano o keniata en un par de adjetivos sería como tratar de encasillar a todo el vino chileno en algunos calificativos: una tarea imposible e incluso ridícula. Pero si generalizamos, se pueden establecer algunos puntos en común, o al menos unas características que se puede esperar encontrar en los granos de cada país o zona.
En Centroamérica, por ejemplo, entre más alto se cultive el café, más aroma se puede esperar. Como los llamados Strictly High Grown (SHG, o “estrictamente altos”) de la zona de Montecillos, en Honduras, que son cultivados a más de 1.400 metros, y tienen un cuerpo aterciopelado y una acidez brillante, con notas más dulces que incluyen damasco, cítricos, durazno y caramelo.
“El café de Centroamérica es de muy buena calidad y por lo tanto muy selecto”, dice Cañas. “Cae en tostadores más pequeños, de menor escala, cafeterías de especialidad”.
El de Colombia, como decíamos, no es posible de calificar por su amplísima variedad, pero Sanhueza hace el esfuerzo: “tienden a ser lavados, de acidez brillante, más amables, jugosos y de limpieza en la boca. Más limpios y de sabores también más exóticos”.
Un rango parecido tienen los cafés peruanos y no tanto los brasileños, que como no cultivan en tanta altura y secan al natural, es más probable encontrarse con cafés “más chocolatosos y dulces”, menos ácidos y frutales.