Cuando pequeña vivía en el campo, en una localidad entre San Felipe y Quillota. Nunca fui al colegio porque mis papás no tenían ninguna motivación de educarnos ni a mí, ni a mis cuatro hermanos. Mi papá era alcohólico y mi mamá, al igual que yo, era analfabeta. Ya no me avergüenza decir esa palabra porque he aprendido a no tener vergüenza de lo que soy, y por eso hoy día estoy superándome.
Cuando tenía tres años, mi mamá decidió abandonar a mi papá. Eran tantos sus maltratos que no aguantó más. Pero nos dejó solos con él. Mi papá cantaba en un cabaret y ahí el mundo giraba en torno al alcohol. Mi hermano mayor era el que nos criaba y mantenía con lo que ganaba trabajando en las cosechas. Después de unos años, mi papá decidió darnos en adopción a mi hermana más chica y a mí. Así fue como cada una se fue a vivir con distintas familias. Cuando tenía 14, mi hermana mayor me fue a buscar porque yo no estaba bien. De la más chica nunca más supimos. Mi papá no nos dijo a quién se la había dado en adopción. Nos vinimos a Santiago, vivíamos en uno de esos cité y nos ganábamos la vida cantando en las micros, a capela. Cantábamos Pimpinela, Palmenia Pizarro, Rocío Dúrcal, de todo. Al tiempo conocí a mi marido y con él también estuvimos por años cantando en las micros.
Con mi marido nos separamos porque lamentablemente él también era maltratador. Siempre me apocó, me decía que era fea, analfabeta, que no valía nada. Y aunque me maltrataba físicamente, lo peor era el daño verbal, psicológico. Tuvimos cuatro hijas que lamentablemente se criaron viendo eso. Y fue un martirio, una etapa de mi vida muy fuerte.
Empecé a trabajar duro en lo que viniera, siempre que fuera honrado, porque tenía que sacar a mis hijos adelante. Hice aseo en casas y en supermercados hasta que hace cuatro años, gracias a Dios, encontré un trabajo estable en una heladería en la que hago un poco de todo, soy copera, pero también hago aseo, le cocino a los chiquillos; incluso a veces hago de barquillera. A la caja no me puedo meter porque ahí hay que saber de números y leer.
Encontrar ese trabajo para mí fue una bendición, porque además de darme más estabilidad, me dio el empujón para ponerme a estudiar. Cuando le conté a mi jefa que no sabía leer ni escribir, me contó que la fundación Crece Chile hacía clases para adultos en las tardes en un colegio en La Florida. Yo hace harto tiempo tenía ganas de aprender, así que fui. Con harta vergüenza llegué el año pasado a inscribirme, y ahora ya voy en mi segundo año. No ha sido fácil, me ha costado mucho la verdad, porque tampoco tengo tanto apoyo en mi familia porque mis hijos están cada uno en lo suyo pero tengo una pareja me ayuda y apoya harto.
¿Por qué quiero aprender? Porque quiero poder desenvolverme con más seguridad, porque no saber leer ni escribir muchas veces te hace sentir menos. Eso es algo que mi ex marido me metió mucho en la cabeza, por eso mi autoestima estaba por el suelo. Por eso quiero aprender, para poder desenvolverme mejor, para que nadie me vuelva a decir ignorante. Lo quiero hacer por mí, para superarme a mí misma.
Ahora que ya empecé tengo más ganas todavía de comerme el mundo. Mi meta es aprender a leer y escribir, pero si después puedo seguir avanzando en los otros cursos, lo voy a hacer. Quiero llegar lo más lejos que pueda. Voy lento, pero segura.
Cecilia tiene 52 años y trabaja en una heladería. Participa de martes a jueves, de 19:00 a 21:30 hrs. en el programa de alfabetización, Contigo Aprendo, de la fundación Crece Chile.