Me pidieron matrimonio cuando yo quería hacerlo
Para ser dos personas a las que no les gusta el fútbol, ciertamente ha estado muy presente en nuestra historia. A José lo conocí en el 2014, en la época de los Juegos Odesur, porque mi hermana y su prima –ambas futbolistas desde chicas– estaban compitiendo. Era marzo y nos empezamos a topar con más frecuencia en el estadio. Miradas iban y venían y alguna que otra vez se nos cruzó por la mente el fugaz pensamiento "a él ya lo he visto", pero la interacción se limitaba a eso.
Un par de meses después empezó el Mundial de Fútbol y nos invitaron a un asado a ver el partido entre Chile y Australia. Una semana antes nos habíamos topado en un cumpleaños y lo habíamos pasado muy bien, pero fue la instancia del asado la que dio paso al flechazo. Nos vimos enfrentados a dos opciones; ver el partido o conversar, y optamos por la segunda. Desde ese día no nos separamos más. Las juntas para tomar café pasaron a ser para tomar pisco sour, y así hasta que nos pusimos a pololear en septiembre, justo antes de las vacaciones del 18.
Fui yo, de hecho, quien le pidió pololeo. Me iba a la playa con amigos y él también se iba por su cuenta, pero yo quería asegurarme de que nos íbamos emparejados y no solteros. Entonces le pedí el mismo 16, una noche antes de partir. Hasta el día de hoy nos reímos de eso. Durante todos estos años yo siempre le decía, medio en broma, que si algún día decidíamos concretar, él tendría que dar el paso, porque yo ya lo había hecho.
Antes de conocer al José me fui de intercambio universitario a Irlanda. Me fui a finales del 2013 y volví en febrero del 2014, ad portas de mi último año de la carrera. Me había propuesto, antes de partir el viaje, salir del closet con todos, porque no me quería ir con eso pendiente. Aprovechando que estaría fuera un par de meses, pensé que lo ideal sería sacarme ese peso de encima e irme sin ninguna amarradura. De hecho, había pololeado brevemente con una persona justo antes y él me ayudó a afrontar todo el proceso de manera más cómoda. Fue él quien me dijo que la mejor opción, en este caso, era la de dejar mi historia clara con las personas que yo más quería. Y así fue, pero el proceso no fue fácil.
A la primera persona que le conté fue a mi mamá. En realidad ella me lo sacó, porque lo intuía. Siempre ha sabido lo que me pasa con tan solo mirarme a los ojos y esa vez no fue la excepción. Hablarlo con ella me sirvió para poder enfrentar, más adelante, a mi papá y hermanas. Mi familia no es ni tan tradicional ni conservadora, pero es un poco más normada y estos temas siguen siendo difíciles de asimilar. No los culpo; en ese entonces no había ni un gay en mi familia, y la noticia los tomó por sorpresa. Mi temor, de hecho, era que mi papá se desilusionara. Yo soy su único hijo hombre y no sabía muy bien cómo se lo iba a tomar. Pero con la guía de mi mamá se lo conté, finalmente, un mes antes de partir el viaje. Unos meses después, mientras yo estaba afuera, nos encontramos en Londres. Él había ido por trabajo y quería juntarse conmigo. Estuvimos sentados frente al London Eye durante cuatro horas y medio, en pleno invierno, y me contó todo lo que le había pasado hasta ahora. Había tenido todo ese tiempo para reflexionar, lejos de mí, y quería compartirlo conmigo. Fue un momento muy especial.
En ese contexto, ya liberado del peso que durante mucho tiempo me atormentó, fue que conocí a José. Por su lado, a él le había costado un poco más salir del closet porque viene de una familia más tradicional. Se había asumido pero no lo había conversado abiertamente. Y en un principio, me propuso que nuestra relación fuese puertas afuera, porque esa era la única dinámica que había conocido hasta entonces. Cuando me dijo eso, le dije que lo dejáramos hasta ahí. Yo soy muy familiar y casero, y no me acomodaba ese formato. Pero fue esa pequeña condición la que sirvió de incentivo y motivación para que enfrentara cosas que lo incomodaban, como hablar con su familia.
Y es que nuestra relación, desde siempre, se ha caracterizado por ser una en la que es clave superar nuestros temores y resolver los problemas juntos. Yo lo ayudé a conversar abiertamente de su homosexualidad con su familia, y de hacer cosas que nunca antes había hecho, como presentarme en familia –sus pololeos anteriores quedaban en nada justamente por este miedo– y él me ayudó a creer en las relaciones y en el compromiso. Porque yo siempre he sido muy independiente y de tener muchos amigos y creía que esas actitudes no eran compatibles con estar emparejado, pero él me hizo entender que uno puede seguir siendo igual de extrovertido, entretenido y sociable. Y así dimos paso a una relación en la que el compañerismo es clave.
Hace un tiempo nos fuimos a vivir juntos e, inevitablemente, surgió el tema del matrimonio. Con José siempre hemos querido ser papás y hemos visto todas las opciones. No es raro, entonces, que en un minuto de nuestra relación empezamos a pensar de a dos, de a tres, o más. Y así, medio en talla medio en serio, le empecé a decir que él me tenía que pedir matrimonio.
Finalmente, el año pasado nos fuimos a Europa. Unos meses antes de partir, José había empezado a tramitar todo lo de la argolla, porque ya estaba seguro de que me quería pedir matrimonio en el viaje. Pasaríamos por Irlanda e iríamos a uno de mis lugares favoritos que conocí durante el intercambio, los Acantilados de Moher, en Dublín. Ahí me pediría matrimonio. Todo estaba planificado y revisado con mi mejor amiga de la universidad, a quien le había pedido ayuda con las argollas. Por mi lado, tres semanas antes del viaje, de manera precipitada, también decidí que lo sorprendería y le pediría matrimonio. Le había dicho tantas veces que de hacerlo, tendría que ser él, que jamás se lo esperaría. Le comenté la idea a la misma amiga y le pedí el dato de las argollas. Ella, que hasta el día de hoy nos saca en cara que nunca había estado en una situación tan difícil, se las ingenió para no pasármelo nunca.
Llegamos a Europa con cuatro argollas. Yo mandé a hacer unas a la rápida y José tenía las suyas que había mandado a hacer con el dato de mi amiga. Y ninguno de los dos sabía. En mi mente, yo pretendía pedirle matrimonio en Barcelona, que era nuestra primera parada, pero justo no llegaron nuestras maletas. Durante esos primeros ocho días el ambiente estuvo medio tenso; teníamos que salir a comprar ropa y ya estábamos cansados de tramitar con la aerolínea, entonces no se dio la instancia precisa. Pensé que lo haría más adelante, hacia el final del viaje cuando volviéramos a pasar por Barcelona. Ahora pienso que todo pasa por algo; él había planificado todo con más tiempo, había tenido que cambiar las argollas tres veces, entonces está bien que haya sido él quien me pidió.
Finalmente, llegado el Día D, el bus nos pasó a buscar para hacer un recorrido completo cuyo último destino eran los acantilados. Cuando uno llega hay un área que es caminable y otra con una vista hermosa que es para sacarse fotos. Yo quería caminar pero José estaba urgido por ir a sacarse la foto. Cedí y saqué mi cámara, y de repente, mientras estaba ajustando el lente, vi que se dio vuelta y sacó dos argollas. Fue tanto el impacto que sentí una cantidad de emociones juntas; me reí, sentí nervio, me confundí. Llegué a pensar que había encontrado mis argollas y que me las estaba pasando a mí. Nunca imaginé que él también había planificado pedirme matrimonio en este viaje. Mi primera reacción, de hecho, fue la de decirle "no puedo creer lo weones que somos". Él, a su vez, me confesó que la razón por la que estaba tan urgido por ir a la zona de las fotos y era porque había visto que yo también tenía argollas en mi mochila –en la mañana me había querido escribir una cartita y mientras buscaba un lápiz las encontró– y por ningún motivo quería que yo le pidiera antes. Por eso se quiso adelantar. Y así fue.
Nos vamos a casar en enero y hasta ahora hemos usado mis argollas, mientras preparamos la ceremonia. El día del Acuerdo de Unión Civil vamos a sacar las argollas de José, y esas van a ser las que usemos de ahí en adelante. Las mías, en cambio, las vamos a guardar para hacerle una cadenita de oro a nuestro futuro hijo.
Matías Moroso (28) es abogado.
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