Alí Siles, experto en masculinidades: “Hay una intención de cambio, pero en la dinámica de grupo de los amigos hombres, eso se pierde”
Cuando el doctor en sociología y académico de la Universidad Nacional Autónoma de México, Alí Siles, participa en seminarios y grupos de conversación que giran en torno a las temáticas de género y masculinidades, suele abrir con una pregunta: ¿Cómo es un hombre típico, en sus distintas edades y etapas de la vida?
Las respuestas son variadas, tanto como el público que estos últimos años ha acudido con mayor ímpetu e inquietud. Pero, por lo general, muchas de esas respuestas hacen referencia al cómo debería ser ese hombre –o a un ideal acordado de manera tácita– más que al cómo es realmente.
“Se habla de ser productivo, mayormente activo, responsable, padre y ejercer esa paternidad con todos sus matices”, profundiza Siles. “Lo que me llama la atención es que todavía está la idea de un ideal fantasioso de masculinidad que se contradice radicalmente con lo que ocurre en la práctica. Cuando les pregunto cuántas de esas características creen que tienen ellos, siempre hay tensiones”.
Pero Siles es enfático en esto: no es que se les haya impuesto a los hombres, abierta y directamente, una serie de mandatos que hoy configuran la masculinidad más tradicional o hegemónica. Esos mandatos fueron creados y reproducidos –en sus múltiples manifestaciones– por los mismos hombres, quienes los han utilizado a su favor, pero también han sufrido sus consecuencias. “Una de esas formas de la masculinidad que hemos reproducido es justamente el reconocerla como el estándar a seguir y por el cual nos medimos”, profundiza. “Eso solo habla de la solidez que tienen estos mandatos o el peso que les hemos otorgado. Quizás en parte, porque están ligados al privilegio. Cada uno de ellos ha causado inmenso daño al resto –también a nosotros, aunque no seamos las víctimas–, pero aun así los reforzamos”.
Uno de esos, desarrolla, es el que plantea que los hombres son proveedores; “Pienso en este en particular porque en el mundo en el que estamos y por las condiciones propias del capitalismo moderno, es extremadamente difícil serlo. Todos nos hemos sentido estresados, frustrados y angustiados por eso, pero al final, nadie renuncia a ese modelo. Porque de base, ser proveedor significa ser el que manda, el que decide y el que tiene la autoridad. Es poder y privilegio”.
Y aunque salga caro, no se cede. De alguna manera, como explica Siles, se sigue siendo obediente al mandato.
De hecho, en el estudio titulado La caja de la masculinidad (2017), cuyo foco radicaba en dilucidar lo que significa ser hombre joven en Estados Unidos, Inglaterra y México, se reveló que para los jóvenes de 18 a 35 años seguía siendo muy importante cumplir con la denominada “caja de la masculinidad”, un conjunto de creencias transmitidas por el entorno que dictaminan que los hombres tienen que ser autosuficientes, físicamente atractivos, ceñirse a los roles de género y resolver los conflictos por medio de la agresión.
Los resultados dieron cuenta, además, de que los hombres que se encontraban fuera de esta caja –y que por ende habían renunciado a estas expectativas y exigencias– eran la minoría.
Desde la realización de ese estudio ha habido estallidos, las movilizaciones feministas agarraron fuerza, el movimiento de denuncia #MeToo repercutió a nivel mundial y se consolidaron colectivos, instituciones y activismos, especialmente en Latinoamérica. Algunos hablarían de una ‘cuarta ola’ en la región. En varios países se avanzó en los derechos del aborto y en otros se retrocedió. Pero, ¿qué tanto ha cambiado?
Cuando Siles volvió a México en 2020 luego de haber estado varios años fuera, entendió que algo se había movilizado y que los temas relacionados a las masculinidades predominantes habían adquirido una efervescencia y un contexto distinto. A nivel de opinión pública, el tema estaba en la agenda. “No es el central, porque está supeditado a la contingencia y a temas que no necesariamente son más relevantes, pero sí más notorios, pero está ahí. Por lo menos hay una noción de que existe un problema grave con la manera tradicional de ser hombre, y eso se lo debemos al cuestionamiento y la interpelación de los movimientos feministas”, explica. De hecho, ese mismo año que volvió, entró a trabajar a la UNAM, que por ese entonces estaba abriendo un centro enfocado en estos temas.
Hoy es integrante del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM, maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO y su trabajo investigativo se centra en los matices que aparecen en la intersección entre las masculinidades y otras formas de identificación como la raza, la clase y la religión, específicamente en contextos universitarios y espacios académicos.
El 7, 8 y 9 de noviembre llega a Chile para ser parte del seminario internacional Ciencia, género y sociedad, organizado por el proyecto de Innovación en Educación Superior (InES) de Género de la Universidad Central.
¿En qué va el diálogo o la discusión actual de los hombres? Entendiendo que no podemos generalizar y esta pregunta se refiere más bien a hombres heterosexuales que se atienen a ciertas masculinidades tradicionales. O que crecieron ateniéndose a esos parámetros.
Es una pregunta que conlleva muchos matices. El ámbito que conozco mejor es el de la universidad porque desde ahí investigo. Pero no me costaría decir que la universidad –con toda la comunidad que la configura– si no es representativa, es a lo menos ilustrativa de cómo están las cosas por fuera. Es un mundo entero y es fiel a la sociedad en la que está. Y, tal como ocurre en otros espacios sociales, tiene un discurso institucional pero luego lo que ocurre en la práctica es otra cosa.
Dicho eso, según lo que he observado, creo que hay tres o cuatro categorías que podríamos revisar. Por un lado están los varones –sobre todo más jóvenes– que han incurrido en cierto nivel de reflexividad y cuestionamiento, propiciado o impulsado muchas veces por sus relaciones personales, sea por sus parejas, por sus amistades, o incluso relaciones profesionales o laborales. Alguna profesora o colega que los motivó a indagar en esto, a pensar un poco más allá o a cuestionar sus conductas arraigadas. Esto, por supuesto, con un telón de fondo; hay una presencia pública del tema y ya no queda mucha opción. No son muchos y los encontramos en rangos etarios más jóvenes.
Por otro lado, están quienes actúan o se acercan a esta discusión desde el temor. Son, sobre todo hombres que no saben qué hacer, no tanto por querer hacer lo correcto, sino por miedo a caer o a ser cuestionados. Se sienten en riesgo, sobre todo en espacios universitarios en los que las relaciones y posiciones de poder son muy claras.
Muchos de estos son profesores, académicos, adultos profesionales movilizados por el miedo a quedar expuestos, a ser cancelados, o, como ocurre en México, a quedar en el tendedero de denuncia y ser despedidos o inhabilitados.
Creo que en este grupo hay mucha incomodidad, pero faltan elementos para articularla. El pensamiento va en la línea de ‘sé que algo me incomoda, pero no sé bien por qué’. Y entonces lo expresan con miedo y con temor al supuesto nuevo orden que termina cobrando más víctimas, y sobre todo con mucha desinformación.
Hay un enojo infundado y defensivo que hace que se confundan fácilmente todos los temas y se genere un revoltijo que solo devela un machismo, una misoginia, una transfobia y una falta de compromiso con el cambio. Dicen cosas como ‘es que ya no se puede decir nada porque te van a acusar de acoso’, sin entender muy bien los conceptos.
Los intereses por informarse o leer, en estos casos, nacen desde un querer seguir a salvo. No tanto desde una intención de ver el problema de fondo y definir qué hay que hacer para evitar ser parte de ese problema.
Hay una tercera categoría que tiene una actitud abiertamente hostil y negacionista, y son los que se resisten de lleno al cambio. También son minoría, están sobre todo en redes sociales, y activan por los derechos de los hombres hasta en expresiones más virulentas.
Por último, hay una gran mayoría que es difícil de descifrar. Dentro de estos, hay muchos que en lo discursivo están diciendo lo que hay que decir, pero en la práctica no están pudiendo articular un cambio profundo. O, como dice un colega mío, ‘se han aprendido un discurso, saben que hay ciertas cosas que tienen que verbalizar, e incluso puede que haya una intención positiva, pero finalmente se hicieron de una nueva técnica para navegar la situación’.
Hay que saber que se trata de un modelo –con sus respectivos mandatos y expresiones– que está tan arraigado y que nos ha privilegiado tanto tiempo, que muchas veces ni alcanzamos a ver el problema en su totalidad. Es un paradigma que nos ha puesto en una posición mayormente de poder, incluso cuando nos ha exigido y hecho mucho daño.
Hace unos días estuve en un taller sobre masculinidades y equidad de género en una oficina de gobierno y me tocó ver cómo hay ciertos discursos ya armados, pero cuando se empieza a hablar de la esencia del problema –de que una sociedad machista y patriarcal está sustentada en la idea de que lo masculino es superior a lo femenino y eso se materializa en cosas tan radicales como un femicidio pero tan sutiles como un machismo cotidiano– algunos lo toman como una exageración, o empiezan a argumentar que eso tiene que ver son ciertas sensibilidades.
Ese discurso me preocupa, o más bien, me desanima. Yo tengo 45 años y me ha tomado muchos de esos años llegar a cierto nivel de sensibilidad. Para nada diría que estoy deconstruido o plenamente consciente, porque eso es casi imposible si esta es el agua en la que he nadado toda mi vida. Además, es un trabajo constante, que no termina nunca. Se trata de pensar, equivocarse, volver a pensar, estudiar. Puede que haya una intención, pero muchas veces no se llega a la reflexión más profunda que se requiere.
¿Esa intención se diluye o tambalea en las dinámicas de grupo? ¿Qué pasa en los grupos de amigos? ¿Qué se habla?
Cuando pensamos en la masculinidad, aun con sus matices, generalmente volvemos a algo muy esencial. Como si alguien masculino lo fuera en todos sus sentidos. Puede que sea así, pero hay un núcleo ahí, que es la identidad que permite que haya distintas maneras de ejercerla, vivirla, representarla. Frente a las conversaciones con una pareja, por ejemplo, o frente a la concientización de mayor equidad, se puede responder de una forma. Pero luego, entre los pares, la dinámica es otra. Ahí el reclamo pareciera ser el contrario; pareciera decir ‘no te salgas de la lógica colectiva de acción porque eso nos afecta y perjudica a todos. Si tu empiezas a ceder tus privilegios en otros espacios, eso nos debilita como grupo y también nos pone en evidencia’.
Son esas lógicas que se dan de manera muy inconsciente, pero están, y creo que pasan mucho por la experiencia emocional, incluso corporal, de cómo se sienten los varones. Muchas veces incómodos.
Eso también tiene una dimensión estructural; no es que la masculinidad sea ajena o externa a los varones, porque al final somos nosotros quienes la seguimos produciendo y reproduciendo, pero no hay herramientas ni espacios donde poder desarticularla y eso pesa.
En los últimos años, de hecho, he participado en muchos grupos de varones que se juntan a reflexionar –la mayoría va buscando algo– y hay una inquietud que surge casi siempre que tiene que ver con que no sienten que pueden hablar de esto con otros hombres. Dicen cosas como ‘me junto con mis amigos y hablamos del trabajo, de nuestras parejas, de mujeres, de anécdotas, pero no hay espacios, ni canales, ni elementos para profundizar en la emoción’. A veces incluso pueden identificar el problema, pero no saben cómo abordarlo. Y entonces se recurre a algo que va muy en la línea de los mandatos, que es decirse a sí mismos o entre los amigos ‘bueno, así es la vida, aguántate’. O, en su defecto, ‘emborrachémonos y olvidémonos del problema’.
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