El 2014 me fui a vivir a Osorno por trabajo. Partí sola y sin conocer a nadie. Tenía 24 años y todos los grupos de amigos estaban súper armados, así que no era fácil integrarse. Cuando llevaba un año instalada, me empecé a tentar con la idea de estar en una relación, sin embargo, no había visto a nadie que realmente me interesara. Había escuchado a algunas personas hablar sobre Tinder y, pese a que me diese un poco de nervio y desconfianza, decidí dejar atrás mis prejuicios y descargar la aplicación. No tenía nada que perder.

Tuve dos citas que pintaban para bien, pero terminaron siendo un desastre. El primero fue un psicólogo que hablaba literalmente hasta por los codos y el segundo un doctor con el que no tuve nada en común. Perdí las esperanzas y no le presté más atención a Tinder. No la borré, pero tampoco volví a meterme por un tiempo. Hasta que un día, mientras estaba con unas amigas en mi casa, decidí abrir la aplicación para ver si habían novedades. Ahí me encontré con un tal César e hicimos 'match'. Cada uno puso que le gustaba nuestro perfil y apareció un chat para que pudiésemos hablar. Él me saludó y preguntó cuáles eran mis planes para la noche, le respondí que iba a ir al casino a hacer la previa y luego a Mitos, una discoteque. Quedamos en juntarnos a las 2 de la mañana en la barra para conocernos en persona. Obviamente después de un par de tragos se me olvidó por completo y llegué a bailar sin la intención de encontrármelo.

Mientras esperaba que me atendieran en el guardarropía, se me acercó un hombre con su celular en la mano y la aplicación abierta en mi perfil. "Hola, ¿Camila?", me dijo. Era César y yo me quería morir de la vergüenza. Le presentó a su amigo una de mis amigas y nosotros dos nos pusimos a conversar y bailar. Me gustó apenas lo vi y encontré que se parecía bastante a sus fotos. Pasamos toda la noche juntos riéndonos a carcajadas. Sin embargo, para mi mala suerte, él debía regresar al día siguiente a Santiago.

La distancia no fue un impedimento. Me acuerdo que, sin darnos cuenta, podíamos pasar horas hablando de todo por teléfono. Y cuando viajaba, siempre nos juntábamos. Estuvimos así durante un par de meses, hasta que le ofrecieron un puesto de trabajo en Osorno. Apenas llegó nos hicimos inseparables. Fue todo muy rápido: en agosto nos pusimos a pololear, en julio del año siguiente nos fuimos juntos a Puerto Varas  y a los siete meses de convivir, me pidió matrimonio. Nos casamos un año después y ahora estamos a solo días de tener a nuestro primer hijo, uno que si no me hubiese bajado Tinder, quizás no existiría.

Encuentro que este tipo de aplicaciones, en las que uno puede conocer gente, son increíbles porque te dan la opción de salir del círculo de amigos y te muestra a personas que probablemente nunca te hubieses topado. Con César siempre lo hemos pensado. Él es muy tranquilo y yo todo lo contrario, tenemos grupos muy diferentes, sin gente en común, y quizá jamás hubiésemos calzado en algún lugar. Además, él es muy distinto al tipo de hombre que me solía gustar, sin embargo, en Tinder uno se abre a la opción de conocer más. Sé que existen varios prejuicios, pero yo siempre la recomiendo y no me da vergüenza decir que conocí a mi marido por ahí. Es un medio que, si lo usas con precaución, puede ser de gran ayuda, o quizás no, pero estoy segura que hay que arriesgarse y probarlo.

Camila Torrealba tiene 29 años y es psicóloga.