Crecí en un pequeño pueblo cordillerano llamado Santa Bárbara, cerca de Los Ángeles. La vida ahí era solitaria, pese a que todos nos conocíamos, y se daba mayormente entre los amigos y vecinos del barrio. A Felipe, mi primer pololo, lo conocí cuando yo tenía 14 años y él 18. Lo había visto muchas veces antes, porque trabajaba con mis papás en el campamento de verano que ellos organizaban, pero no fue hasta que le ofreció a mi papá enseñarle a manejar, que nos conocimos realmente. Era del pueblo y por eso, pese a la diferencia de edad, mis papás siempre lo aprobaron. Hoy, veinte años después de haberlo conocido, puedo decir con certeza que es mi compañero de vida. Entre medio me fui a vivir a Concepción y me dejé cautivar, aunque temporalmente, por las exuberancias de la ciudad; conocí gente nueva, fui a fiestas, pololeé con el chico popular y musculoso y quedé embarazada. Pero, en los momentos difíciles, fue Felipe quien estuvo, y sigue estando, a mi lado.
Recuerdo como si fuese ayer el día que empezamos a pololear; Felipe llevaba un par de semanas haciéndole clases de manejo a mi papá y yo los acompañaba en el asiento de atrás del escarabajo. Un día, en un cerro cercano, nos quedamos en pana y mi papá bajó a buscar una rueda de repuesto. Felipe y yo, que habíamos tenido la oportunidad de hablar y conocernos en esas clases, nos quedamos solos. Esa tarde nos dimos nuestro primer beso y decidimos que estaríamos juntos. Era extremadamente simpático y genuinamente bueno, de esas personas que te hacía sentir bien fuese cual fuera la situación, y el hecho que él iba a la universidad en Concepción, a más de una hora de distancia, no sería un impedimento.
Durante cuatro años nos vimos cada vez que pudimos. Él volvía a Santa Bárbara los fines de semana y yo lo iba a ver a la universidad cuando tenía días libres. En poco tiempo me hice fan de su banda –tocaba con unos amigos del barrio– y muy amiga de sus amigos. Así pasaron mis años de enseñanza media y sus años universitarios. Hasta que empecé la universidad y me fui también a Concepción a estudiar nutrición y dietética. Él ya estaba terminando la carrera y todo lo que había vivido en esos años me tocaba ahora vivir a mí. De ser una pueblerina, pasé de la noche a la mañana a vivir en una gran ciudad. No me di cuenta de inmediato, pero tenía ya 18 años y mis ganas de descubrir, experimentar y conocer se hacían cada vez más difíciles de reprimir. Mi relación con Felipe, por otro lado, seguía siendo muy de pueblo –salíamos poco y nuestros panoramas eran tranquilos– y no calzaba con lo que en ese minuto me estaba empezando a cautivar. Me di cuenta, además, que podía acceder a cosas nuevas, a las que nunca antes había accedido, y que le caía bien a la gente. No aguanté mucho, y al cabo de un año decidí terminar con él. No sabía, en ese entonces, que la fascinación propia de una experiencia llena de estímulos nuevos no duraría mucho, y que Felipe sería el único capaz de hacerme volver a creer en el amor.
Ese verano que terminamos me fui a Pucón con mis nuevas amigas universitarias e hice todo lo que nunca había hecho en mi vida; salí, conocí gente nueva y pinché. Y a la vuelta, le dije a mi mamá que quería irme a vivir con amigas. Hasta entonces había vivido en la casa de mi abuela, que quedaba relativamente cerca de mi universidad, pero ese formato ya no estaba calzando con mi nuevo estilo de vida citadino. Logré entonces que mi mamá me arrendara un departamento que compartí con unas compañeras biólogas, que en poco tiempo se volvió el punto de encuentro; se fumaba, se carreteaba hasta tarde y se daban situaciones que yo nunca había vivido. Una vez me dieron un queque de mariguana y yo, la huasa, vomité toda la noche. En ese tiempo Felipe aparecía de repente y me decía que volviéramos. Yo no lo podía echar, porque le seguía teniendo el cariño que se le tiene al primer y gran amor, pero también estaba en otra sintonía. Volver no era una alternativa viable. Mis amigas me decían que yo era mala y que se notaba que él era el amor de mi vida. Al poco tiempo entendió que yo estaba viviendo un proceso personal, de búsqueda y descubrimiento, muy propio de una niña que durante toda la vida había estado en un solo lugar y que, por primera vez, había salido "al mundo".
Fue en esa época que conocí a Carlos, el papá de Martina, mi primera hija que hoy tiene 13 años. Él era todo lo contrario a Felipe; era popular, pertenecía a la selección de Vóley, y salía a fiestas. Además, tenía mi edad. Juntos, empezamos a vivir la vida loca. Y en menos de ocho meses, quedé embarazada. Al principio, él y su familia se lo tomaron muy bien. Me dijeron que me ayudarían y cuidarían de la guagua, así yo no tenía que dejar la universidad. Aun no le había contado a mis padres, porque me daba vergüenza haber pasado, en tan poco tiempo, de ser la niña ideal a una veinteañera embarazada. Finalmente, a los dos meses de embarazo, y luego de haber contemplado un aborto que finalmente no llevé a cabo, Carlos me dijo que ya no me quería. Yo no lo podía creer. Mi nueva vida se estaba desmoronando y empecé a gritar y a tirar los cojines. Ese mismo día mis amigas, que se enteraron de la situación, llamaron a Felipe y le contaron lo que había pasado. No se demoró mucho en tocarme la puerta. Apenas lo vi supe que le tenía que contar y, entre lágrimas y sollozos, le confesé que estaba embarazada, que no había sido planificado, y que él papá me había recién abandonada. Me ofreció, sin pensarlo mucho, asumir como padre, para no tener que decirle al resto que Carlos me había dejado. Pero mentir no era una opción. Le agradecí y pedí que se quedara. Esa noche marcó un antes y un después; desde ahí en adelante, Felipe nunca dejaría de cuidarme.
Un par de meses después se fue a Estados Unidos a un trabajo temporal. Ya había hecho los trámites y yo no iba a ser la persona que lo detuviera. Lo conversamos y tomamos la decisión que veríamos a la vuelta. Durante esos meses hablamos por Skype muy seguido, y cuando yo le mostraba mi guata, él me confesaba que aun no estaba listo para verla. No estábamos del todo juntos, pero a él le estaba costando asumir que, de querer estar juntos, tendría que aceptar mi realidad. Era difícil porque nos queríamos mucho pero yo estaba cargando la guagua de otra persona, y eso le pesaba. Probablemente, en su fantasía, nosotros íbamos a ser los pololos de la vida, pero las cosas no se estaban dando así. Finalmente, en abril, nació Martina. Carlos, que no se había hecho presente durante los meses del embarazo, llegó con todo su equipo de Vóley, y presentó a su hija como si se tratara de un trofeo. Nunca me había sentido tan ajena a una situación. En ese momento, solo quería que Felipe estuviera ahí a mi lado. Me llamó ese día, pero solo se armó de valor para venir a conocer a Martina cinco meses después.
Cuando la conoció se enamoró y sintió que, por más que esta no era la supuesta situación ideal, no podría renegar de ella. En esa misma época, a Martina le detectaron un retraso psicomotor, que luego se desarrollaría en un trastorno del espectro autista de alto funcionamiento, con muchas implicancias; le costó desenvolverse socialmente, se hizo pipí encima hasta los siete años, tenía un trastorno generalizado del desarrollo y sufrió bullying en el colegio. No ha sido fácil, y en un minuto pusimos en duda que pudiera, eventualmente, caminar. Pero juntos, en esta suerte de familia no convencional, salimos adelante. Felipe asumió como un segundo padre –Martina le dice papá Feli– que ha estado presente, sin jamás resentirlo, siempre. Porque me lo podría haber sacado en cara alguna vez, en situaciones de estrés, pero nunca ha sido el caso. Hoy, además de Martina, tenemos a Rafaela que tiene cuatro y Pedro que tiene un año. Somos, entre los cinco, una gran familia inclusiva y un tanto no convencional. Nunca nos casamos con Felipe y, pese a que a veces me dan ganas, me acuerdo de lo que él me dice; "casarse es como obligarse a estar juntos, en cambio así nos tenemos que conquistar a diario". Mi pololo de la infancia, mi pololo de barrio, es el amor de mi vida.
Rocio Mardones (34) es nutricionista y madre de Martina, Rafaela y Pedro.