Nunca he sido ni muy pololola, ni muy soltera. Se podría decir que me encuentro en el rango intermedio. A mis 27 años he tenido dos relaciones relativamente largas. Sin embargo, entre cada una de ellas, pasaron varios años de soledad. Es que me cuesta mucho enganchar con alguien. Y cuando lo hago, suelo tener mala suerte. Soy experta en el amor no correspondido. En fijarme en alguien que, luego de presentárselo a mis amigas, se enamora de alguna de ellas. Me ha pasado dos veces y aunque entiendo que no es culpa de ellas, en los dos casos he ardido de rabia.

El primero fue en plena adolescencia, y por consecuencia, lleno de drama. Me había enamorado intensamente de un compañero de curso. No sé qué fue lo que pasó, pero de un día a otro, lo empecé a mirar con otros ojos. Él había llegado a mi colegio en sexto básico y recién en tercero medio me fijé en él. Recuerdo que ese año tuvimos que elegir en qué área nos queríamos especializar para preparar la PSU y los dos optamos por la misma: matemáticas. Eso hizo que nos uniéramos mucho más. Empezamos a hacer todos los trabajos juntos, a compartir más en los recreos, a ir a estudiar a la casa del otro. Creo que una de las cosas que me cautivó fue ver cómo se relacionaba con su familia. Él es el mayor de tres hermanos y me encantaba el rol paternal que tomaba con ellos. Y sin poder controlar la intensidad de la pubertad, comencé a amarlo en silencio. No me atreví a declararme porque aún nos quedaban dos años juntos y no quería echar a perder lo nuestro. Y en vez de transmitirle el mensaje indirectamente, cometí el clásico error de tomar el papel de 'la mejor amiga'.

Cuando llevaba un año escondiendo lo que sentía, celebré mi cumpleaños e invité a mis compañeros del colegio y a amigos de otras partes a mi casa. Me puse mi mejor tenida y pensé: 'Hoy lo conquisto, hoy es el día'. Pero no lo era, y quizás nunca lo fue. Esa noche conoció a una vecina mía de la infancia, de esas con las que tienes tan lindos recuerdos que fuerzas el lazo al máximo, y se gustaron de inmediato. Intercambiaron números y comenzaron a salir. Y yo, en vez de dar un paso al lado, exploté y lo conté todo. Quería que ella supiera que yo me había fijado primero en él, que me estaba traicionando. Sin embargo, aunque en ese momento no lo quise asumir, sabía que estaba siendo injusta, que mi error había sido no contárselo a tiempo. Me alejé de los dos y las cosas jamás volvieron a ser como antes. Luego de ese episodio me prometí a mí misma que nunca más iba a ocultar algo así, que apenas me interesara alguien iba a 'reservarlo' entre mis amigas. No me enorgullezco de esa reflexión, así que prefiero culpar a mis 18 años de edad de ese entonces.

Cuando salí del colegio tuve un pololo de dos años. Fue una relación súper sana, pero que llegó a su fin porque yo ya no me sentía muy enamorada. A los seis meses de terminar, me reencontré con un amigo, dos años mayor que yo. No nos veíamos hace un montón de tiempo y justo nos encontramos en el mismo grupo de escalada, así que comenzamos a reunirnos dos veces a la semana para practicar. La verdad es que siempre había sentido una leve atracción hacia él. Lo encontraba muy sociable y me gustaba físicamente. Y obviamente al compartir más, caí rendida a sus pies.

Como ya había aprendido la lección, me encargué de contarles a todas mis amigas sobre este reencuentro y mis sentimientos. Muchas de ellas también lo conocían y se motivaron bastante con el hecho de que pudiésemos estar juntos. Lo insólito era que nuevamente no me atreví a contárselo a él. ¿Por qué tenía que ser yo la que iba a dar el primero paso? Y si lo hacía, ¿Qué iba a pasar si la atracción no era mutua? Además, no creo mucho en eso de declararse a alguien, prefiero que las cosas fluyan. El problema fue que en este caso, al igual que en el otro, la otra persona no me entregaba señales sobre su interés.

Fueron pasando los meses y nuestro vínculo se hizo mucho más fuerte. Hablábamos un montón de la vida, salíamos a comer después de entrenar y cuando estábamos separados, conversábamos por WhatsApp. Nos hicimos muy amigos, pese a que yo intentaba que no me mirara de esa forma. Un día, lo invité a una fiesta a la que también iban todas mis amigas. Y como advertí desde un principio: la historia se volvió a repetir. Conoció a una de ellas y los dos engancharon. Era evidente la química que tenían, sin embargo, yo puse freno de inmediato. La llevé al baño y le pedí que por favor no siguiera hablando con él, pese a que me daba cuenta de que era él el que la buscaba a ella. Es que mi amiga es de esas típicas mujeres que irradian alegría y que cualquier persona invertiría su tiempo en conocerla. Y así pasó la noche, con él como perro faldero persiguiéndola y babeando detrás de ella. Al día siguiente me pidió su número, me hice la tonta, pero se lo consiguió igual por otra persona. La invitó a salir, pero ella se negó. No quería hacerme daño.

Para mi mala suerte el destino comenzó a unirlos más. Se encontraron en un par de fiestas y aunque quisiera pensar que era todo parte de un plan, yo misma fui testigo de las veces en las que se toparon por casualidad. A ella la quiero mucho, con todo mi alma, pero reconozco que en ese momento empecé a sentir una fuerte envidia. ¿Qué tenía ella que yo no? ¿Por qué cuando se miraban a los dos les brillaban los ojos? ¿Nuevamente había tomado el rol de amiga aunque me haya esforzado por no hacerlo?

A ella también le empezó a gustar. Me lo negaba, pero yo la conocía tanto que sabía perfecto cómo se sentía al respecto. Y él no se daba por vencido. La siguió invitando durante dos meses, hasta que un día se encontraron en una fiesta y se dieron un beso. Ella me llamó arrepentida al día siguiente, me contó lo que había pasado, y yo me enfurecí y le prohibí volver a verlo. No entendía cómo era tan difícil respetar el hecho de que yo lo hubiese visto primero.

Él no lograba comprender las actitudes de ella. No sabía  por qué, si tenían tanta química, le había dejado de hablar. Me escribía y pedía consejos. Me decía que le gustaba y que necesitaba volver a verla. Eso, dentro de todo, me hacía agradecerle a ella por seguir manteniendo el secreto. Pasaron los días y nosotras volvimos a retomar el contacto. Salíamos con el resto del grupo, sin embargo, yo la veía mal. Estaba apagada, ya no era la misma. Y ahí me di cuenta del daño que le estaba provocando. La estaba distanciando de la persona que le gustaba, estaba siendo la mala de la historia. La culpa empezó a apoderarse de mí, al igual que las dudas de si estaba separando, quizás, a dos personas que estaban destinadas a estar juntas. Hablé con ella y le dije que ya no quería ser un obstáculo, que si las cosas tenían que suceder, dejara que pasaran.

Han pasado cinco años desde esa época y hoy sonrío al ver la linda pareja que formaron. Siguen juntos, a pocos meses de irse a vivir bajo el mismo techo y escribir un nuevo capítulo de sus vidas. A mí me costó superarlo, pero sabía que era más fácil eso que tener que vivir con la culpa. Yo a él no le gustaba de esa forma y nada iba a cambiar esa realidad. Dos años después de ese episodio, conocí a una persona que sí me correspondió y con la que tuve la suerte de aprender un montón. Una relación que se terminó, pero que hoy recuerdo con cariño. Y que jamás la hubiese vivido si no hubiese aprendido a soltar a ese antiguo amor.

Macarena Ramírez tiene 27 años y es ingeniera comercial.