Paula

Amor perruno: “Con mi perro Boo aprendí lo que es el amor infinito y sin condiciones”

He vivido toda la vida rodeada de perros. Siempre nos reímos con mis hermanos y decimos que la casa de mis papás es como el “asilo de ancianos de perros”. Hemos tenido de todo tipo; chicos y grandes, peludos y pelados, fuertes y jóvenes, otros viejos, enfermos y ciegos. Comprados de cachorros, otros adoptados siendo adultos. Y a pesar de haber vivido toda la vida con ellos, el que más nos ha marcado, fue mi perro Boo.

Boo era un pug de ojos saltones y alegría irresistible y lo adoptamos cuando tenía un mes y medio. La idea era que fuera un regalo para mi hermana chica, pero al llegar a la casa, se instaló en mi pieza, se sentó a mis pies y en la noche se paró en dos patitas al borde de mi cama pidiendo que lo subiera para dormir conmigo. Me gustaría decir que yo lo elegí, pero la verdad es que él me eligió a mí.

Adoptamos a Boo sabiendo que era un perro con algunos problemas. Nació con una malformación del tren inferior, tenía los testículos arriba, el pene mal formado, la cola más corta, rígida y torcida para el lado. Al principio, por su gran malformación, ni siquiera sabíamos si era macho o hembra, así que lo nombramos Boo, un nombre unisex que resolvió muchos problemas. Con el tiempo y muchos exámenes, supimos que era macho.

Boo nos enseñó muchas cosas. La primera fue a amar y aceptar la imperfección. Bendita imperfección que nos permitió adoptarlo. Si hubiera sido perfecto, nunca habría llegado a nosotros. Al correr se iba para el lado. Mi papá bromeaba diciendo que era esperable; teniendo la cola chueca, era imposible que pudiera correr en línea recta, si tenía el timón torcido.

Aprendí con él a querer a un perro que “venía fallado de fábrica” y quererlo como era, sin pedirle más que ser él mismo. Y nos enseñó que a veces los que “creemos fallados” son mejores que los que parecen no estarlo.

Sin darnos cuenta cómo, Boo pasó a tener un rol importantísimo en nuestra familia. Mostró tener una inteligencia mayor a los perros promedio y ser una fuente inagotable de amor para todos. Con una sensibilidad especial, se daba cuenta si alguno de nosotros tenía pena antes de que cualquier humano lo notara. Y se acercaba, y acurrucaba entregando cariño como sabía hacerlo.

Muchas noches al acostarnos, se ponía a llorar y ladrar mirando la puerta. Al ir a ver qué le pasaba, nos dábamos cuenta de que otro de los perros se había quedado afuera, y él nos avisaba que no nos podíamos acostar hasta que todos los perros hubieran entrado a la casa. También ladraba frente a su plato o el plato de los otros, para avisarnos que estaban vacíos. Por lo tanto, la segunda cosa que nos enseñó fue el amor y la preocupación por los que él consideraba su clan de canes y humanos.

La tercera cosa que nos enseñó, fue a adaptarnos a la adversidad. Con el pasar del tiempo, empezó a quedar ciego. Una enfermedad autoinmune afectó su visión y por años tuve que ponerle remedio en gotas en los ojos, que él dejaba ponerse a cambio de un rascado de guata o un rollo de jamón y queso.

Cuando me fui de la casa de mis papás a vivir con el que era en ese entonces mi pololo, él se fue con nosotros. Estoy segura que Boo me ayudó a conquistar a ese hombre que hoy es mi marido. Cada vez que llegaba, le hacía fiestas de alegría como nunca vi que le hiciera a nadie más. Cuando nos casamos por el civil, Boo fue el encargado de llevar las argollas colgadas de su collar en una cajita. No podría haber sido de otra manera, si él era parte de la nueva familia que estábamos formando.

Y así, cuando ya llevábamos un tiempo casados y yo tenía turno en el hospital, mi marido me decía: “tranquila, no me quedo solo, estoy con el Boo y vamos a comer pizzas y jugar Nintendo”. Siempre pensé que me lo decía en broma, hasta que vi una foto de Boo comiendo un mordisco de un triángulo de pizza de la mano de mi marido.

El día que nació mi hija, Boo dejó de ladrar. Me gusta pensar que siendo inteligente como era, entendió que había que adaptarse a las condiciones nuevas de la recién llegada integrante. Durante esas largas tardes y noches sentada en el sillón amamantando, Boo se sentaba a mis pies y nos acompañaba en silencio. A veces se paraba en dos patitas, miraba y olfateaba a su nueva hermana humana, y con un gesto de aprobación, volvía a sentarse y acurrucarse en mis pies. Y cuando mi guagua se acostaba en su cuna, él se metía bajo la cuna y se quedaba ahí, como el guardián de sus sueños.

Con el tiempo Boo se hizo viejo. La ceguera, la artrosis, un tumor abdominal y sus múltiples otras afecciones le pasaron la cuenta, le costaba caminar, apenas veía. Por todo eso, y en relación a un viaje largo que íbamos a hacer, en agosto de 2019 le pedí a mis papás que lo acogieran de nuevo en su casa. Boo necesitaba cuidados especiales y no podía quedarse solo.

Durante el mes siguiente su salud empeoró. Recuerdo que estaba en Hungría a fines de septiembre cuando me llamó mi mamá para decirme que estaba mal, y que no creía podía aguantar hasta que llegara a Chile, que era probable que muriera antes de eso. No hubo mucho que discutir. Entre mis hermanos y papás hicieron turnos para acompañarlo, para que durante sus últimos días, siempre estuviera acompañado. A los pocos días, murió.

A Boo lo quise con todo mi corazón. Sé que es un perro y no es un hijo, pero yo fui lo más cercano a lo que él pudo tener de mamá y todos nosotros fuimos su manada, y por lo tanto su familia. Nosotros podemos tener muchas cosas, pero somos lo único que ellos tienen. Y es por eso que nos duele tanto su partida.

Boo a mí me enseñó lo que era el cariño infinito y sin condiciones, la lealtad máxima. Disfrutó y gozó cada momento. Y estoy segura de que estuvo donde mejor podría haber estado al final de sus días: en la casa que lo vio crecer y con su familia que lo quería. Ha pasado un año de su partida y aún lo recuerdo con nostalgia.

Ahora que hemos formado una nueva familia, quiero enseñarle a mi hija lo mismo que mis papás me enseñaron a mí: el amor incondicional a los animales. A dejarse amar, sorprender y enseñar por tu perro, y la responsabilidad que significa adoptar uno, verlo crecer y acompañarlo hasta el último día.

Daniela Gaínza (36) es doctora.

Más sobre:AmorSociedad

COMENTARIOS

Para comentar este artículo debes ser suscriptor.

¿Vas a seguir leyendo a medias?

Todo el contenido, sin restriccionesNUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mes SUSCRÍBETE