“Mi nombre es Anna Adamčíková, tengo 50 años y durante 25 años fui religiosa de las Hermanas Misioneras de la Caridad, de Madre Teresa de Calcuta. El año pasado me dieron la dispensa completa de mis votos y quedé laica, un camino que ha sido tremendamente doloroso.
Nací en Checoslovaquia, hoy Eslovaquia, y crecí en el campo en pleno comunismo. Me acuerdo que un día llegó a mi pueblo un sacerdote que atraía a muchos jóvenes y nos mostró algo fascinante de Jesús: la felicidad. Yo quería lo mismo. Como vivíamos en el comunismo, la fe era perseguida, entonces era una condición innata: para amar a Jesús había que hacer sacrificios. Muchas cosas, incluso rezar, debíamos hacerlas a escondidas. Por el sacrificio llegabas a ser cristiano, por lo que cuando conocí a las Misioneras de la Caridad, que consideraban el sacrificio como una parte fundamental de su quehacer, no me generó dudas. Era parte de mi: para ser feliz había que sufrir.
Los sacrificios eran variados. Por ejemplo, apenas podíamos escribir, no podíamos tener contacto con nuestros amigos o parientes, no podíamos volver a nuestras casas por diez años. Me acuerdo del dolor de no ver más a mi familia. Recuerdo ese día en 1992 cuando dejé mi pueblo para entrar a la congregación en Polonia y miré las montañas por última vez. Todavía hoy me emociono. En ese momento yo pensaba que todo esto me iba a llevar a ser feliz y aunque allí no lo entendía, hoy lo veo como inhumano.
Sufrir para alcanzar la felicidad era la cultura de las Misioneras. Todos los días mientras desayunábamos nos leían unos escritos donde se ponía la atención en el sacrificio como forma de alcanzar la santidad. Eso era lo que quería Dios de nosotras. Al terminar la jornada debíamos hacer exámenes de conciencia que siempre consistían en cuál era el número de sacrificios que uno había hecho ese día y cuánto uno se había olvidado de sí misma. Al final, el sacrificio y el sufrimiento tenían mucho más valor que el amor, porque el amor era más caridad hacia los otros, no hacia uno mismo. Nos decían: si necesitan amor, vayan al Sagrario. Era el único lugar permitido para pedir amor, porque no nos dejaban tener amigos ni ver a nuestras familias.
Olvidarme de mí misma
Cuando se es parte de la congregación, una sola vez en la vida se va a Calcuta, para conocer las raíces de la Madre Teresa y también para poder hablar con la Generala, la mandamás de la congregación. Estuve esperando 20 años ese momento, porque ella era quien tomaba el lugar de la Madre, y para uno era como una madre, un punto de referencia, alguien que te escuchaba. Es alguien muy importante porque es la última instancia antes de Dios. Mi vida pertenecía a Jesús a través de ella.
En la congregación, como uno tiene voto de pobreza, nada le pertenece. Una vez por mes nos tocaba renovar permiso, ya sea para comer, ir al médico o usar ciertas cosas. En ese momento también se hablaba con la superiora de errores que uno hubiese cometido, y ella nos aconsejaba o corregía, según fuera el caso. Conocer a la Generala era un momento que uno esperaba con ansiedad. Tenía mucha expectativa de que ella supiera que yo existía. Lo único que uno tenía era la esperanza de sentirse vista.
Éramos 50 hermanas de todo el mundo, así que me preparé para hacerle una pregunta. No había momento que perder. Me chocó ver que entró y me mostró con el dedo para arrodillarme. Debía hablar de mis debilidades sin mirarla. No era lo que esperaba. Yo quería compartirle algo que me dolía, ser escuchada. Cuando le conté que me sentía mal por ciertas cosas, ella me respondió: “Las almas están muriendo por falta de amor y tu estás llorando tus penas que son muy pequeñas en comparación. Me haces perder el tiempo mirándote a ti misma”. Ella me quiso decir que terminara con esa parte sentimental, porque el sacrificio valía mucho más.
Otra vez vino una Provincial a visitar el convento donde vivíamos. Estábamos en una larga mesa e íbamos pasando un canasto con frutas. Había una que estaba un poco mala, y cuando la superiora vio que una de las monjas había elegido una buena, nos dio una charla eterna cuestionando de por qué no elegíamos el sacrificio que se nos presentaba de forma visible, que eso era lo que quería el Señor de nosotras. Nos remarcaban en todo momento que debíamos olvidarnos de nosotras mismas. Eso era la Santidad.
Perdí la convicción de que todo era voluntad de Dios
En 1997 llegué a Argentina desde Europa como Misionera de la Caridad. En 2013 me mandaron a India y después volví a Argentina. En 2018 me vine a vivir a Chile ya por mi cuenta, y ahora estoy en segundo año de enfermería en la Universidad San Sebastián.
Cuando se supo todo lo que rodeaba el caso de Fernando Karadima, me empecé a dar cuenta del abuso que existía. Cuando escuchaba a quienes hablaban de cómo se le veía como un Santo, empecé a darme cuenta que había muchas de esas cosas que yo también practicaba. Una vez conversé con uno de los sacerdotes que vivió este abuso espiritual, y me preguntó: “Tú piensas que todo lo que haces y sacrificas es la voluntad de Dios, y toda tu vida depende de eso, pero ¿cómo sabes que esa es la voluntad de Dios?”.
Jamás me había atrevido a preguntarme eso, porque todo lo que yo hacía se alimentaba de la voluntad de Dios. Las reglas no se cuestionaban. La libertad de elegir es nula. Nunca lo había pensado, porque hacerlo era una rebeldía. Como religioso la sumisión es lo más preciado, pero esa pregunta de alguna forma despertó mi conciencia.
Primero dudé de ese sacerdote, pero con el caso Karadima, de alguna forma se me quebraron varias de las reglas que yo creía preescritas, y por eso quizás me atreví también a cuestionar. En mi tradición, en mi cultura y en mi congregación, que era toda una continuidad, nada de eso podía cuestionarse.
En Calcuta una hermana que era enfermera, me planteó las mismas dudas. Una religiosa había tomado pastillas con el fin de terminar con su vida y le prohibieron llevarla al hospital, por temor al escándalo. Pedían que rezáramos para que mejorara, pero como enfermera, ella tenía un dilema ético, hacer eso iba en contra de su conciencia. ¿Era más importante el voto de obediencia o el voto que ella tenía como enfermera de salvar vidas? Otra vez se suicidó una religiosa y nos dijeron que había muerto sin decir cómo. Ahí cuestioné todo…la voluntad de Dios, la obediencia, el amor. Las piezas no se juntaban. De alguna forma se me cortó esa conexión. Creo en el Dios que es amor, pero no en el Dios del sacrificio. Yo buscaba la felicidad, amar, pero me sentía culpable de seguir viviendo así. Perdí la convicción de que todo era voluntad de Dios.
No sabía quién era yo
Una vez que salí de la congregación me sentí muy sola. Dudaba mucho, necesitaba de personas que me dijeran que lo que había hecho estaba bien, porque si no, mi sentido de existir se perdía. Mi familia es muy buena y cariñosa, pero muy tradicional y cercana a la Iglesia con su manera de ver las cosas, entonces no podía apoyarme en ellos.
La Iglesia tiene miedo de dejar a las personas libres y no vive en el siglo actual. De alguna forma, le conviene este modelo.
A veces despertaba por las mañanas y no quería abrir los ojos. Tenía la responsabilidad de seguir viviendo y no quería seguir porque no sabía qué hacer, ni para qué ni para quién. Cuando me decían que debía seguir adelante, me preguntaba qué había adelante. Tomé la decisión de salir de un lugar que me parecía mal, pero no sabía cómo vivir ni cómo seguir. Ahora, después de muchos años de terapia, entiendo que con el abuso de conciencia se pierde la identidad. Tu identidad estaba hecha por otros. Es un proceso complejo porque se produce un quiebre tan grande, que se pierde el sentido de la vida. Todo lo que había aprendido en la congregación, afuera no tenía sentido. Sentía culpa. Fue doloroso. Después de 27 años me fui con 500 dólares, pero lo duro no pasaba por eso, sino por no saber quién era yo ni vivir la libertad.
La toma de los votos en Roma ya tiene muchos símbolos. Es en ese momento cuando le entregas tu voluntad completamente a Dios, tú, como la persona que eras, te mueres del mundo. Aunque lo digan, yo creo que solo el amor de Dios no basta. No se puede vivir solo de sacrificios y de amor espiritual. Las monjas tienen un montón de enfermedades autoinmunes. Las superiores siempre responden que es culpa de uno, que si estás enferma o de mal carácter es porque perdiste la conexión con Dios. No hay apoyo y tienen un dominio y control absoluto de ti porque te cortan todos los lazos afectivos que tienes con el mundo. Incluso aquellos que se dan entre las mismas hermanas están reglados.
La Madre Teresa no tiene la culpa, es hija de una Iglesia institucional en donde si bien hay mucha gente buena, existe miedo. La Iglesia tiene miedo de dejar a las personas libres y no vive en el siglo actual. De alguna forma, le conviene este modelo. Creo que la santidad no pasa por el sacrificio y por esa falsa seguridad en las reglas. La Iglesia hoy en vez de traer la vida, destruye algo dentro de las personas. Uno entrega algo y alguien lo manipula para su causa, no para Dios. Se hicieron dueños de ese Dios y dicen en nombre de él lo que tenemos que hacer, y eso destruye la humanidad porque se pierde la libertad. Todos deberíamos buscar a Dios juntos.
Hoy busco a Dios dejando que se manifieste en toda su creatividad sin crearlo yo según un patrón impuesto, un Dios vivo momento a momento que se manifiesta en la vida misma, en la intimidad y en la relación con otros”.