Anorexia post 40

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Aunque esta enfermedad se asocia a las adolescentes, en el último tiempo han aumentado los casos de mujeres mayores de 40 años. Aquí, dos adultas cuentan cómo cayeron en la trampa mortal de sentirse gordas mientras quedaban en los huesos.




"Llegué a usar ropa de niña talla 14 y me sentía regia. Mientras más flaca me decían que estaba, más placer me daba no comer y luego palparme los huesos de la clavícula que se comenzaban a marcar", revela Ana Molina, abogada de 52 años. Sentada en la terraza de su departamento, respira profundo y lanza esa frase para describir aquella imagen distorsionada de sí misma en la que estuvo atrapada a los 43 años. Tuvo anorexia y llegó a pesar 38 kilos, el equivalente al peso de una niña de 11 años. Ana, separada y madre de tres hijos, siempre se consideró una mujer atractiva.

Comía sano, tenía buen apetito e iba al gimnasio. Antes de la enfermedad pesaba 52 kilos. "Mira, aquí me veo bien y en esta otra foto ya estaba enferma, mira mi cara", dice apuntando un retrato donde se ve delgada pero sana, en un playa de Dichato. En la otra fotografía, en Holanda, se ve mayor. Su aspecto es cadavérico y su expresión, triste. Entre uno y otro momento hay tan solo un mes de diferencia. Y diez kilos menos.

No sabe bien qué fue lo que detonó esta locura en su cabeza. Probablemente, reflexiona, todo empezó cuando quien considera el amor de su vida volvió con su ex mujer. Lo pasó mal, lloró, no entendió, se sintió insegura. Se pellizcaba el abdomen y lo sentía rollizo. Caminaba por la calle arrastrando la convicción de que no valía nada. "Él me dejó yme fui en picada, pero la depre se me fue de las manos y en seis meses quedé en los huesos", resume. Se obsesionó con bajar de peso. Al principio comía solo ensaladas.

Luego decidió saltarse las comidas: un día no tomaba desayuno; al otro, pasaba por alto el almuerzo. El rollito de la guata comenzó a desaparecer y eso la hizo sentirse empoderada. Pasadas unas semanas comenzó a tomar solo un café por la mañana y a alimentarse, durante el día, con pequeñas porciones de restos de comida que sacaba del refrigerador. Nadie notó nada en un principio y, temerosa de que sus hijos o amigos cercanos se dieran cuenta de lo mal que se estaba alimentando, comenzó a mentir. "Decía que había almorzado en el trabajo, o que me había comido un pedazo de torta de lúcuma en la oficina", recuerda. Para que sus hijos no sospecharan cuan poco comía, apenas llegaba de la oficina se cocinaba un cuarto de reineta al vapor, que se servía con cuatro hojas de lechuga. Pero no lo comía todo. Desmenuzaba el pescado en el plato, lo partía en trocitos, tragaba un poco y el resto, al basurero. Si iba a un restorán buscaba maneras de ganar tiempo: jugaba con el tenedor, moviéndolo de un lado a otro para que sonara, o cortaba la comida en pedacitos minúsculos que tragaba muy lentamente. Otro recurso era pedir que le cambiaran el plato: ordenaba una carne y luego de apenas probar un bocado, le decía al mozo que estaba mala y que se la cambiara por un pollo.

Como en el intertanto los demás comensales avanzaban con sus platos, luego cancelaba el pedido o trozaba lo que llegaba para que pareciera que había comido, aunque apenas lo hubiese probado. Cuando sus hijos y amigos más cercanos, preocupados por su abrupta baja de peso, empezaron a interrogarla, Ana les replicaba, irritada: "¡Déjenme tranquila! Me tomé un tremendo helado", "¡cómo que no estoy comiendo!, ¡están locos, la anorexia la tienen las niñas, no una vieja como yo!". Al pasar los meses toda su ropa le quedó grande. Se le marcaron las costillas y los anillos se le salían de los dedos. Su mayor satisfacción era palparse el vientre absolutamente plano, hundido. "Me sentía elegante, y tocarme los huesos asomados me daba un placer sin comparación", rememora. Empezó a marearse, le costaba dormir, se interrumpieron y espaciaron sus menstruaciones y en más de una ocasión se desmayó.

No le dio importancia. No era capaz de darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo. "En esos meses me fui a Europa. Tengo un recuerdo muy marcado de haber estado en Holanda mirando tiendas de ropa. Observaba mi reflejo de los vidrios de la vitrina y me encontraba linda, me sentía una francesita. Hoy veo la foto y lo que se ve en ella es una mujer enferma. Parecía un cadáver y nome daba cuenta". Al regreso se juntó con su ex pareja a tomarse un café. Estaban en el Da Dino de Apoquindo cuando él la enfrentó: "Ana, estás enferma. ¿Qué hiciste? ¿Qué le pasó a tu cuerpo? Necesitas ayuda". Él sabía muy bien de qué estaba hablando. Su hija mayor había padecido anorexia. La experiencia por la que había pasado le facilitó leer los síntomas de Ana y darse cuenta de la gravedad de la situación. Recién entonces, y no sin dificultad, Ana comenzó a aceptar que tenía un problema. Y que debía tratarse.

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El nido vacío

"A los 40 años también se puede padecer anorexia. Esta no es una enfermedad solo de adolescentes", dice la sicóloga Roxana Brodsky, del Instituto Schilkrut, especializado en trastornos alimenticios. Lo que ocurre, explica, es que en la adultez el diagnóstico puede resultar complejo ya que las mujeres se demoran más en consultar y también porque hay mujeres que tienen los llamados "comportamientos anoréxicos"; es decir, que se comportan como anoréxicas sin que necesariamente caigan en esa categoría diagnóstica. "Son aquellas extremadamente delgadas, que comen muy poco y están excesivamente pendientes de los kilos, pero que ante una evaluación médica no han llegado a niveles de pérdida de peso o de autoimagen distorsionada como para ser declaradas anoréxicas". Y puntualiza: "Para diagnosticar anorexia hay que estar 15% bajo el peso normal y considerar una evaluación sicológica que detecte si la imagen de la mujer está centrada exclusivamente en su peso. Una anoréxica no es solo una mujer que está bajo su peso. También tiene otros síntomas: se pone irritable, está deprimida y es capaz de no salir de su casa si la balanza acusa un alza de algunos gramos". El tema preocupa a los especialistas.

Dice la sicóloga que en el instituto en que trabaja se ha percibido, en el último tiempo, un aumento de las consultas de mujeres adultas. "Llegan señoras en torno a los 40, pero también mujeres de 50 y hasta 60 años con este trastorno, porque cualquier crisis vital puede gatillar la aparición de un cuadro anoréxico: los primeros signos del envejecimiento, una separación, una infidelidad y el síndrome del nido vacío, que es particularmente peligroso en las mujeres que dedicaron toda su vida a los hijos y no desarrollaron otros intereses".

Si bien en nuestro país aún no hay cifras sobre anorexia en mujeres adultas, Roxana Brodsky señala que de cada diez consultas por anorexia, dos corresponden a mujeres de esta edad. En su experiencia hay rasgos comunes en estas pacientes, así como factores predisponentes de índole biológico y sociocultural. "En un nivel sicológico se pueden encontrar personalidades específicas, como profesionales autoexigentes, autocríticas, con baja autoestima, que creen que nunca alcanzan los niveles que se han propuesto para sí mismas. Esas características son un terreno fértil porque sienten que la ingesta de alimentos y su peso son las únicas cosas que realmente pueden controlar'', afirma.

Las mujeres adultas que consultan pueden dividirse, en general, en tres tipos. Están las pacientes crónicas, que han tenido anorexia desde jovencitas, que nunca fueron tratadas y que arrastran la enfermedad con altibajos desde la adolescencia. También hay reincidentes: aquellas diagnosticadas y tratadas en su juventud que luego, tras una crisis o evento angustiante, tienen una recaída. En un tercer grupo, como en el caso de Ana, el trastorno aparece por primera vez en la edad adulta.

Un mal duelo

"Todo comenzó con la muerte de mi mamá. Teníamos una relación muy estrecha y me afectó demasiado. No estaba particularmente gorda, pero me sentía fea, me miraba las piernas con celulitis y me cargaba lo que veía. Así es que poco a poco empecé a dejar de comer", dice Mónica, arquitecta de 41 años que pidió cambiar su nombre en este reportaje. Tomaba agua todo el día y era raro si ingería algo. A veces, una ensalada pequeña. "Quería ser más y más delgada. Pero seguía encontrándome gorda", revela. Entonces, sobrevino la bulimia.

Muerta de hambre abría el refrigerador y se pegaba unos atracones enormes que luego vomitaba. "Después del desayuno me metía a la ducha y expulsaba todo. Si salía a comer afuera, me iba al baño. A veces vi sangre entre los restos de alimentos, pero igual seguía. Llegué a expulsar todas las comidas del día", revela. Una tarde se sorprendió a sí misma tomando sopa con la mano. "Una imagen atroz: acelerada, apurada, intentando tragar todo en el menor tiempo posible, sinquenadiemeviera".Quedóen shock. Entonces se dio cuenta de que había llegado el momento de pedir ayuda". Pesaba 48 kilos, con 1.70m de estatura.

Fuera del cuerpo

Andrés Ilabaca, siquiatra de adultos de la Unidad deTrastornos Alimentarios de la Universidad Católica, indica que el comportamiento de Mónica es parte del cuadro patológico: "una mujer anoréxica no solo se restringe en la ingesta de comida, sino que recurre a cualquier sistema que le impida asimilar los alimentos: purgantes, laxantes, ejercicio excesivo, vómitos y abuso de fármacos. En el fondo, bajo estos distintos síntomas alimentarios, existe siempre un sustrato común: se usa la alimentación como regulador emocional".

Para clasificar las fases en que se desarrollan estos trastornos, recurre al modelo de la doctora Patricia Cordella, siquiatra y jefa de la Unidad de Trastornos Alimentarios de la UC. Según esta clasificación, en la primera fase las mujeres buscan bajar de peso como parte de la construcción de identidad, con la convicción de que siendo más flacas serán más queridas, exitosas o aceptadas. La segunda fase se produce cuando, tras adelgazar los primeros kilos y recibir retribución del entorno, la paciente comienza a activar mecanismos de alerta físicos ante todo lo que sea percibido como "engordador". En la tercera fase ya se puede percibir una total desconexión de la mujer con sus necesidades físicas, al punto de dejar de percibir que se siente hambre.

En la cuarta etapa se producen síntomas físicos: alteraciones hormonales, inmunológicas, digestivas y cardiovasculares. Se seca la piel, se atrofian los músculos y se descalcifican los huesos. En la quinta y última fase la persona ya es incapaz de relacionarse con otros. Todo gira en torno a la baja de peso. El ánimo se trastorna y se distorsiona completamente el juicio de realidad. Cuenta Daniela Carrasco, sicóloga de la Universidad Diego Portales: "Tuve una paciente de más de 35 años. Me decía que se olvidaba de comer y que tenía que poner una alarma para acordarse que debía alimentarse. ¿Cómo te olvidas de comer? ¡Hay que estar muy fuera de tu cuerpo! Ella empezó a anotar lo que comía en el día, porque la anorexia había llegado a tal punto que se había desconectado de las claves internas que alertan a una persona que tiene hambre, como la baja de glicemia".

Durante las sesiones terapéuticas la paciente recordó que cuando niña su madre la obligaba a comer y que cuando quedaba algún resto en el plato la acusaba de no haber comido "nada". Desde entonces desconfiaba de los indicadores de su cuerpo. El cuadro de anorexia se le presentó luego de su separación matrimonial, pero había antecedentes en el pasado. "La mayoría de las adultas anoréxicas que me ha tocado ver son mujeres que encubrieron trastornos alimentarios cuando jóvenes. Nunca tuvieron tratamiento, no lo tienen asumido, pero al revisar sus historias de vida, aparecen episodios previos, latentes", señala Carrasco. Y agrega: "El tratamiento es muy difícil. Estas mujeres tienen baja autoestima y han aprendido que ser mujer no es algo que viene de su interior. Están en un permanente 'como si', afirmando su identidad en apariencias. Basta una crisis para que se desestructuren y el cuadro se desate".

Volver a la vida

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Ana, la mujer que abre este reportaje, se ve delgada, pero ya llegó a su peso normal. Su recuperación estuvo en manos de una sicóloga, luego de que su hija mayor y su ex pareja la impulsaran a que pidiera ayuda. "Estuve dos años en tratamiento, una vez a la semana. Allí me di cuenta de que estaba enferma, que me estaba castigando. Que si bien no te atreves a tirarte del décimo piso, dejas de comer. Me costó un año llegar a pesar 45 kilos. Ella me enseñó que el amor no mata, pero la anorexia sí", relata. Junto al tratamiento comenzó a nutrirse. Tomaba un jugo de frutas en la mañana y al otro día agregaba un huevo, hasta llegar a comer todas las comidas diarias. "Me siento salvada. Sin el apoyo de mi familia y de la sicoterapeuta no sé en qué habría terminado. Estoy muy feliz y agradecida", resume. El doctor Ilabaca destaca que el manejo de una paciente de 40 años con un trastorno alimentario crónico es distinto al de una adolescente aquejada del mismo problema. "El tratamiento que ha demostrado mayor efectividad es el manejo por un equipo interdisciplinario con nutriólogos, sicólogos y siquiatras. La Sociedad Chilena para el Estudio de los Trastornos Alimentarios ha hecho un buen trabajo en agrupar a los distintos profesionales que se dedican a esta materia".

La red de apoyo con que cuente el paciente es fundamental, porque la evolución es lenta y una mujer en esta situación necesita de gente paciente pero firme a su lado. La evolución es variable, indica. Todo depende de la severidad del cuadro, incluso en casos extremos se puede requerir de hospitalización. En el caso de Mónica, uno de los mayores alicientes para recuperarse fue el enorme cariño que le tiene a su hermana menor, quien estaba horrorizada por sus huesos marcados: "No quise que me viera así, menos si estábamos recién empezando a superar la muerte de mi mamá", asume. En su caso, la terapia fue fundamental para no recaer en los atracones bulímicos. Le recetaron antidepresivos y, en conjunto, siguió una sicoterapia.

Al mismo tiempo, fue recuperando los hábitos alimentarios: comer a las horas, empezar a alimentarse de a poco. Ana observa la foto que le tomaron en Holanda, en su extrema delgadez. Le cuesta enfrentarse a esa imagen de sí misma, pero a veces reaparece, como hace algunos años, cuando le dio por hacer demasiado ejercicio, una manera solapada de recaer. No le gusta esa otra Ana, pero sabe que está ahí, como un fantasma que acecha, y que tiene que estar muy alerta para cerrarle el paso.

Cuándo preocuparse

Una mujer anoréxica, bulímica o que padezca sev

eros trastornos de alimentación necesita ayuda aunque no la pida o incluso la rechace. Aquí algunos síntomas frente a los cuales preocuparse:

-Baja de peso persistente y acelerada, más una dieta saludable.

- La comida se convierte en un campo de batalla: discusiones con la familia o las amistades por cuánto se come o se deja de comer.

- Vómitos frecuentes, uso de laxantes y/o diuréticos sin indicación médica.

- Actividad física excesiva.

- Dolor abdolminal, estreñimiento.

- Intolerancia al frío.

- Apatía, aislamiento e irritabilidad.

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