Apego feroz

columna

El mundo espera demasiado de las madres. Cuando mi hija tenía 1, 2 y hasta 3 años, tuve la suerte de tener un trabajo freelance que me permitía estar con ella. Pero en realidad yo no podía estar. Soñaba con trabajar fuera de la casa a tiempo completo y respiraba una ansiedad tan opresiva que necesitaba salir a dar vueltas




Apegos feroces es el nombre de la primera novela de Vivian Gornick, un libro autobiográfico que la autora (Nueva York, 1935) lanzó hace más de 30 años, pero que a nuestras librerías hispanoparlantes llegó recién el 2017. En su momento supuso una revolución en la escritura autobiográfica de mujeres y se transformó en una de las voces más interesantes del feminismo. Yo lo terminé de leer hace pocos días y no puedo dejar de pensar en esa historia.

La lectura me llevó al corazón de la relación madre-hija, un vínculo tan poderoso como inescrutable. Esa influencia categórica que tienen todas las madres en las vidas de sus hijos no deja de asombrarme. Porque hay madres nutritivas, madres ausentes y madres devoradoras, como la de Vivian Gornick, una judía narcisista e histriónica, ama de casa y esposa perfecta, que protagoniza su propia tragedia griega con la muerte de su marido. Desde ese día la madre vive para llorar la pérdida del amor idílico al cual le rindió culto hasta el fin de sus días, y la hija sobrevive lo mejor que puede. Como siempre, la figura materna pesa no solo en cuestiones de afectividad sino también en la resolución con la que nos paramos en el mundo. Así, la autora madura como una criatura a medias, una niña no resuelta que no logra triunfar en su trabajo y que pasa por relaciones efímeras, que transcurren entre la felicidad y el abismo.

Es violento descubrir que buena parte de tus miserias tienen que ver con una sola persona. Y también es injusto. Leyendo esta historia volvió a mi cabeza la teoría de Laura Gutman, la escritora argentina, acerca de la incapacidad que tenemos tantas mujeres de ser madres y entregarnos a la contención de nuestros hijos, que es lo que piden todas las guaguas del mundo. Al parecer, quienes no fuimos contenidos en nuestra primera infancia no podremos hacerlo con los hijos, por más que nos esforcemos. "Somos niños insatisfechos en cuerpos de personas adultas. Lo único que importa es yo y mis propias necesidades", dice. "Sentimos en un lugar muy profundo que este hijo nos mata, nos expulsa de nuestra propia vida. En el fondo, no podemos tolerar estar a solas con nuestro hijo cuando este es pequeño".

Esto quiere decir que el mundo espera demasiado de las madres. Cuando mi hija tenía 1, 2 y hasta 3 años, tuve la suerte de tener un trabajo freelance que me permitía estar con ella. Pero en realidad yo no podía estar. Soñaba con trabajar fuera de la casa a tiempo completo y respiraba una ansiedad tan opresiva que necesitaba salir a dar vueltas. No podía estar. Con mi hija. No podía hacer uso de mi preciado tiempo planeado con esmero para ella. Y cuando entró al jardín, al fin, sentí que algo se liberaba en mi pecho. Es doloroso verlo y saber que buena parte de sus padecimientos presentes y futuros se deberán a ese tiempo de nuestras vidas. Duele, pero no hay que olvidarlo. Traer niños al mundo tiene que ver con hacerse responsable de todos los engranajes que van determinando a ese ser humano en formación. Es un peso monumental y no sorprende que cueste tanto hacerlo bien en un mundo en que el éxito está sobrevalorado y la maternidad, invisibilizada.

"Una sociedad en que las familias no quieren tener hijos es una sociedad enferma", dijo el Presidente en su cuenta pública, haciendo un claro llamado de atención a las mujeres. Fue un escándalo en redes sociales, y con razón. Las madres estamos más solas que nunca, no hay forma de hacerlas todas y el mundo quiere que seamos perfectas, lo que, se sabe, es imposible. No hay ni debe haber liviandad en la decisión de ser madres. Traer un niño al mundo es lejos lo más desafiante que puede tocarte en la vida. Así que no, no estamos enfermas; solamente hemos entendido de qué se trata.

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