No me di cuenta del momento en que empecé a normalizar estar permanentemente en relaciones largas, pero la verdad es que desde que tengo 15 años, y hasta ahora que estoy por cumplir 30, no he estado más de dos meses sola entre un pololeo y otro. Y es que recién, luego de un largo proceso reflexivo, pude ver que se trataba de una manera de evitar enfrentarme a mí misma, lo que se manifestaba a través de un insistente rechazo a la soledad. Tenía un miedo profundo a crecer, a hacerme responsable y a construir mi propio relato. Pero, por sobre todo, tenía miedo a tener que trabajar en quién soy.

Mi primer pololo importante fue Óscar. Los dos teníamos 15 años y éramos compañeros del colegio. La relación duró dos años y medio. Él era muy posesivo y lo rodeaba una energía oscura, pero en su momento tomé la decisión de no considerar estos factores con tal de estar con él. Entré así en una dinámica en la que yo hacía todo por mantener la relación, pese a que él no era fiel. No quería dejarlo ir simplemente porque quería estar con alguien. Éramos chicos y no teníamos mucha experiencia, pero el sufrimiento me marcó. Creo, incluso, que fue decisivo al momento de hacerle frente a la siguiente relación, porque ya se había gestado en mí un patrón difícil de erradicar. Terminé buscando la intensidad en todas las relaciones que vinieron después; todas largas y tormentosas, perpetuando así una creciente evasión de mi propio desarrollo personal.

Luego de eso, estuve con Felipe y después con Daniel. Nuevamente ambas relaciones fueron duraderas y turbulentas, pero me acomodaban porque seguía estando acompañada. Tanto así que, pese al sufrimiento, solo me atrevía a terminar cuando ya estaba segura de que iba a empezar otro pololeo. Mirando hacia atrás me doy cuenta de que siempre funcioné así; no me daba el tiempo de procesar la relación que había terminado –ni hablar de sacar aprendizajes– con tal de no prolongar la soledad. Y así pasaba de uno a otro, sin siquiera cuestionármelo. Una vez, incluso, mantuve una relación paralela. No me bastaba con una persona, y buscaba anular toda posibilidad, por más ínfima que fuera, de estar sola con mis pensamientos, porque temía que eso abriría un portal sin retorno. En esa época, ya con 18 años, mis amigas trataron de hacerme ver que nunca había estado sola, pero preferí obviar los comentarios, bloquear cualquier tipo de reflexión y seguir fomentando una lógica que ya conocía bien. Porque a esas alturas, además, había adquirido una 'personalidad' de polola y sabía exactamente qué hacer para entablar una relación larga con un hombre. Busqué entonces, luego de terminar con Daniel, a mi próxima distracción.

Sin estar del todo consciente de que no podría seguir postergando mi maduración, conocí a mi último pololo, Mato, con el que estuve durante cuatro años. Nos conocimos en un momento en el que se vislumbraban ciertos destellos de un posible cambio personal, y le planteé mi necesidad de viajar. Él me habló de Alemania como destino, porque ya había vivido ahí, y yo, al no tener nada claro, le seguí la corriente. Decidimos irnos juntos y nuevamente dejé pasar la oportunidad de enfocarme en mí. Incurrí de nuevo en una dinámica de a dos, en la que las necesidades e intereses personales pasan a segundo plano. Pero esta vez fue más evidente, porque ni él ni yo teníamos muy claro el rumbo de nuestras vidas ni quiénes éramos. Eso dio paso a que en poco tiempo nos empezáramos a mimetizar. Antes de conocerlo yo era una persona muy espiritual, o al menos intentaba serlo, y él era racional, nihilista y ateo. Y al cabo de pocos meses adopté esa manera de pensar. No era la primera vez que me pasaba, ya que en las relaciones anteriores también se me había hecho más fácil, en vez de definir ciertas posturas, asimilar la personalidad de mis compañeros. A los tres años de relación con Mato se hizo notorio que existía una nebulosa confusa y que ninguno de los dos contaba con claridades respecto a lo personal. Amor de pareja no faltaba, en lo más mínimo, pero escaseaba el amor propio por parte de los dos. Yo sentía que él creía más en mí que yo misma y él, a su vez, era lo que era por lo que yo le hacía ver de sí.

Finalmente, por una inquietud personal, decidí irme a Argentina. En un principio la idea era mantener la relación a distancia. Mato había decidido que quería empezar a estudiar nuevamente y estaba definiendo su camino. Yo por mi lado me empecé a frustrar porque seguía sin el mío identificado. Creo que eso fue decisivo al momento de darnos cuenta de que ya no podíamos seguir haciendo lo que el otro quería o seguir poniendo de lado nuestras necesidades personales, fuesen cuales fueran. Hasta entonces siempre había preferido armar un camino en conjunto porque me sentía totalmente incapaz de hacerlo sola, y por eso mi primer impulso no fue el de terminar. Sin embargo, los primeros meses estando en Buenos Aires sentí que parte de mí seguía en Chile, pendiente del Mato, y se me estaba haciendo difícil conocerme. Me pregunté si la relación solo había funcionado porque llevábamos tres años viajando juntos y por qué había tanta carencia cuando nos separábamos por un tiempo. Es curioso cómo funciona la cabeza, porque una vez que se germina una idea, se vuelve difícil de rechazar. Y claramente con Mato ya no estábamos en la misma sintonía; los dos teníamos que trabajar en nuestra identidad y eso solo iba a ser posible estando separados. Si me había ido para empezar un proceso, solo podía lograrlo dándome la posibilidad real de conectar conmigo misma. Y hacerlo, por primera vez, sin distracciones.

Al terminar con él no sentí la necesidad, como veces anteriores, de buscar a otra persona, más bien una profunda necesidad de estar sola, de quedarme en casa viendo películas, de echar raíces –después de meses viajando– y de pensar en mí. Esta vez ya no me quedaba otra; era aterrador pero me aliviaba pensar que hacerme cargo de mi vida sería un nuevo gran desafío. Y empecé, por primera vez -y por recomendación de mis amigos en Buenos Aires-, un proceso de terapia. En la primera sesión dije: "me está costando la soledad" y eso se volvió el tópico central de todas las sesiones siguientes.

Lo que más he aprendido en estos tres meses es que todo el tiempo me pertenece, y no existen presiones externas. Ha sido muy difícil confiar en mis procesos -me di cuenta que siempre había pensado en función de otro- y encontrar con qué llenar los vacíos que siempre estuvieron ahí, que nunca sané y que siguen estando. Creo que lo más doloroso fue darme cuenta de que nadie, excepto yo, va poder llenar esos vacíos, y que solo yo puedo romper con ciertos patrones que recién ahora estoy pudiendo, o queriendo, desestabilizar. Agradezco todo lo que viví con mi último pololo porque fue mi mejor amigo, pero en este minuto creo que yo soy la única mejor amiga que puedo tener.

Moraima Sánchez (29) es fotógrafa y periodista y se dedica a los proyectos de fotografía documental y a la fotografía de matrimonios.