Carolina Godoy, heladería El Toldo Azul

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"Siempre me han gustado los helados, y desde chica sólo comía de vainilla. Me acuerdo que una vez fui al Salto del Laja, donde, según mi recuerdo, probé el mejor helado de ese sabor. Veinte años después, mientras vivía en Australia, vi en una vitrina un helado de vainilla hecho con leche de soya. Me tincó, lo probé. Y sentí que era el mismo helado del Salto del Laja. Ese reencuentro fue tan delicioso que me llevó a que todo el resto del tiempo de mi estadía en Australia sólo comprara ese helado de vainilla. Es increíble cómo quedan los sabores, parecido a lo que pasa con los olores; activan la memoria.

Los helados tienen esa cosa nostálgica, son capaces de transportarte a otros lugares. Y al crear esta heladería lo que tratamos de hacer fue darle espacio a que pasara eso. El Toldo Azul es un negocio de barrio que funciona artesanalmente, es todo hecho a mano y aquí. Como sólo tenemos un local, es muy todavía un taller; tenemos dos maestros heladeros, Manolo y la Cami, que están con nosotros desde el principio y que son parte clave de nuestra identidad.

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En este local, que es de mi marido, antes funcionaban las oficinas de GPS, pero yo tenía claro que cuando se desocupara, quería hacer algo. Había trabajado siete años en ropa de guagua y cuando lo superé, me dediqué a cocinar. Llevaba cuatro meses en eso cuando Sebastián me avisó que el local se había liberado y me preguntó qué iba a hacer. ¡Yo estaba en mi año sabático, recién pensando hacia dónde iba!

Como estaba cocinando, pensé en hacerle almuerzos a la gente que trabaja en el barrio. Como me gustan los zapatos, pensé en tener una zapatería. También le estaba dando vueltas a hacer algo con productos naturales cuando, conversando una noche con amigos, alguien me preguntó que por qué no traía helados desde Argentina. ¡Y ahí me vino el recuerdo del de Laja! Dije: "¡Helados! Pero ¿por qué traerlos de Argentina? ¿Cómo no vamos a poder hacer súper buenos helados acá?".

No le tengo miedo a emprender, pero sí a los aviones. Así que cuando me dijeron que para aprender de helados tenía que irme a Italia, les respondí que no. Que iba a aprender acá, haciéndolos. Buscamos las mejores materias primas y fuimos probando. Manolo había trabajado en la heladería del Ópera y con él conectamos al tiro. Por ejemplo, si íbamos en el auto y veíamos a un vendedor de damascos en el semáforo, yo le preguntaba si le tincaría que hiciéramos un helado de damascos frescos con yogur y él lo hacía. Todavía seguimos funcionando así.

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En el Toldo es todo a escala humana. El que nos trae las verduras es el Leo, que es el verdulero de mi barrio. Y si hay tiempo va Sebastián, mi marido, con Manolo a La Vega. Todos estamos todos muy involucrados. ¿Falta pisco? Yo voy a comprar. ¿Falta una cajera? Yo reemplazo.  No me gusta el barquillero, prefiero estar en la caja. Desde el principio que he estado detrás de la parte gráfica de la heladería. Para la identidad trabajé con uno de mis mejores amigos, que es diseñador, y le pedí a él que viera el nombre. Le transmití la personalidad que quería que tuviera la heladería y él, junto a su marido, que es arquitecto, lo tradujeron. Al principio probábamos con nombres en inglés, súper monillentos, hasta que él dijo: "El Toldo Azul". En ese entonces no existía nada, sólo una intención, y el nombre fue lo primero que tuvimos.

Después de mucho tiempo, una vez que ya abrimos, nos enteramos que hubo un Toldo Azul en el pasado. Los proveedores nos felicitaban por haber reabierto y nosotros no entendíamos. Así que investigando descubrimos que el Toldo Azul fue una heladería en Providencia, lo entretenido es que era una heladería que abría 24/7 y en la que le podías poner hartos toppings a los barquillos, algo bien novedoso para la época. Tengo amigas de mi generación que se acuerdan de haber comido ahí.

Me acuerdo que todo el proceso fue bien largo, pensábamos que íbamos a abrir un día y siempre fallaba algo, decíamos que íbamos a abrir al otro y nos faltaba algo. Cuando finalmente abrimos, en marzo del 2015, la primera persona que entró fue mi mamá. Le dije que pasara y le podía hacer un café mientras teníamos todo listo. Entre que le hice el café y se lo pasé, el local se llenó. Teníamos sólo ocho sabores y eso pareció gustarle a la gente.

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Todavía hacía calor, pero muchos ya habían vuelto de vacaciones, así que engancharon con la idea de tomarse un helado en la mañana. Por este barrio camina mucha gente, trabaja mucha gente y detrás de los edificios de oficina, vive mucha gente. En El Golf no había heladería y la verdad es que  fue un éxito. Lo primero que nos dimos cuenta es que es muy lindo ver cómo las personas entran de una manera, prueban todos los sabores que quieren, eligen y salen felices.

Están los sabores tradicionales –porque siempre, como yo, hay quien pide el helado de vainilla– y otros que vamos inventando. Me gustan los helados de yogur, y de a poco me empecé a abrir del helado de vainilla al de sésamo tostado, arroz de chañar, caramelo salado y pistacho. Todos los aprendí a comer acá. Me levanto súper temprano en general, llevo a mis niñitas al colegio, salgo a trotar y llego a la heladería a mediodía, la hora en que abrimos. Vengo todos los días y acá veo caja, los depósitos, las planillas. Organizamos reuniones para probar nuevos sabores, qué es lo que podríamos probar y así vamos innovando. Como funcionamos en equipo, cada uno cumple su función y la verdad es que andamos como reloj: estamos yo y mi marido supervisando, la Eve que es la cajera y Manolo y la Cami que son los dos maestros heladeros, además de los chicos que atienen.

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A mí me encanta estar a cargo de las redes sociales de la heladería, donde podemos transmitir nuestra personalidad. También hago playlists por día, son listas de doce horas que suenan a diario en la heladería. Si uno se queda todo el día acá, observando, se da cuenta de la buena onda que se recibe. Hay personas que vienen y nos saludan a todos de abrazo, hay familias que vienen enteras y se sacan una selfie, hay perros a los que les sabemos sus nombres y a los que les tenemos agua. Hay personas que vienen todos los días como Hugo, que es nuestro "maestro espiritual", un arquitecto que trabaja un poco más allá en la misma calle, al que le contamos nuestros sueños.

Hay clientes regalones a los que les hacemos el sabor que quieren probar, si llega alguien y nos dice que quiere chocolate con sal le decimos que vuelva en dos días y se lo tenemos. A cada uno lo llamamos por su nombre y nunca respondemos que no. Este mes cumplimos cuatro años desde que abrimos, y me impresiona ver lo que hemos crecido. Todo fue pasando, nunca fue pensando. Nunca lo proyecté, nunca pensé que el primer día que abriéramos iba a ser un éxito, que a la gente le iba a gustar tanto. Creo que esto se ha convertido en lo que se ha convertido porque a todos nos gusta trabajar acá y tratamos de traspasar ese cariño".

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Carolina Godoy (40) es la dueña de la heladería El Toldo Azul, en El Golf.

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