La casa en que crecí fueron en realidad muchas casas. Siete desde que nací hasta que cumplí 14 años. Todas en Santiago pero todas muy diferentes. Soy la mayor de cuatro hermanos y cuando nací vivíamos en un departamento en Ñuñoa del que no me acuerdo casi nada. Cuando tenía más o menos dos años nos fuimos a vivir a una casa en la comuna de Las Condes en un pasaje cerrado. Creo que de todos los lugares en los que he vivido, ese es el que recuerdo con más cariño. Desde entonces hemos pasado por casas que probablemente han tenido más comodidades y han sido incluso más lindas, pero aún cuando esa casa no tenía nada extraordinario ni lujoso, cada vez que pienso en ella me acuerdo de lo feliz que fui en esa etapa de mi vida: jugaba con mi hermano menor con el que además compartía la pieza o con nuestros vecinos afuera. Éramos capaces de armar un panorama a partir de cualquier cosa porque viví allí a una edad en la que todo podía ser entretenido o especial en los ojos de una niña. 
Cuando nos fuimos de ese lugar, vivimos casi seis meses en otra casa un poco más chica que fue una solución transitoria porque luego de eso nos quedamos un mes en el departamento de mi abuela. A mí como niña me pareció muchísimo más larga nuestra estadía con ella porque el transcurso del tiempo se percibe diferente cuando uno es niño. Me acuerdo que en esa época no me complicaba estar en un departamento pequeño compartiendo el espacio con varias personas en un lugar que no era realmente nuestro hogar. Sabía que era una situación provisoria y además lo pasé muy bien viviendo con mi abuela aún cuando teníamos que mantener nuestros juguetes guardados en una bolsa para no ocupar espacio que se hacía escaso entre tres adultos y varios niños.
Después de eso vivimos varios años en una nueva casa y volvimos a cambiarnos. En alguno de esos hogares un poco transitorios que tuvimos, me acuerdo que me tocó de compañero de dormitorio a mi papá. Mi hermana menor recién había nacido así que mi mamá tenía una pieza para ella, la guagua y mi otra hermana. Mi hermano tenía una habitación chiquitita para él solo y mi papá y yo compartíamos un dormitorio con una cama a cada lado. Era un arreglo poco convencional pero yo lo disfruté un montón. Me acuerdo que veíamos tele en nuestra pieza y conversábamos hasta tarde en las noches. Fue un periodo en el que pude compartir mucho más con él. 
Si bien cambiarse de casa muchas veces cuando uno es chico puede ser complicado e inestable para un niño yo siempre viví esos cambios como algo positivo. No siento que me haya afectado de manera negativa sino que por el contrario, me gustaba mucho llegar a un nuevo lugar y poder armar mi propio espacio desde cero, decorar mi pieza e instalarme con mis cosas. Como éramos niños, ni a mis hermanos ni a mí nos tocaba vivir la parte más estresante de una mudanza que requiere de organización y paciencia, mis papás se encargaban de todo eso. Además siempre trataron de transmitirnos la sensación de que el cambio era algo positivo, que todo era para mejor. Quizás por eso nunca me angustié ni tampoco sentí que mi entorno cambiaba de manera abrupta o demasiado brusca.
Ahora como adulto y psicóloga infantil trabajo mucho con niños a los que, a diferencia de lo que me pasó a mí, sí les han afectado mucho más los cambios de casa. No solo es el espacio físico lo que se altera sino que además las rutinas y las dinámicas de la familia dejan de ser las mismas y eso repercute de manera diferente en cada persona. Sobre todo cuando hay un distanciamiento de figuras importantes que es lo que pasa muchas veces cuando uno se va a vivir a un nuevo lugar. Creo que en ese sentido fui bastante afortunada porque si bien nos movimos harto durante mi infancia, tuve la suerte de que mi familia siempre se mantuvo unida y de que mis papás nos hacían sentir parte de lo que estaba pasando.

Francisca Serrano (30) vive en Santiago y es psicóloga infantil.