Claudia González: “La política migratoria está al debe con todos, pero principalmente con las mujeres”.

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Si hay una experiencia que Claudia González, economista de la Universidad Católica Andrés Bello de Venezuela y máster en Ciencias Políticas de la Universidad Católica, conoce de cerca, es la migración. Sus padres son chilenos, pero se fueron a vivir a Venezuela, país donde nació, lo que la hizo sentir siempre migrante, y por supuesto empatizar de una manera distinta con quienes por diversas razones deciden cambiar de país. Así fue como hace un par de años llegó a trabajar al ministerio de la Mujer, en donde lo primero que hizo fue un diagnóstico sobre cómo este organismo estaba atendiendo específicamente a las mujeres migrantes.

Su objetivo era visibilizar la dura realidad de las mujeres migrantes en nuestro país y la necesidad de políticas públicas que abarquen la diversidad de casos de violencia que existen. Un tema del que poco se habla pese a que el 20% de las atenciones de las casas de acogida de Sernameg entre 2018 y 2020 fue a mujeres migrantes, y que 2 de cada 5 mujeres en las casas para mujeres víctimas de trata de personas extranjeras.

Claudia se encontraba en ese proceso de investigación cuando le aprobaron fondos como becaria del programa IVLP: Mujeres líderes en Política y Sociedad Civil, del Departamento de Estado de Estados Unidos de América. Ese dinero le permitió impartir el taller Empoderando a Mujeres Migrantes con la Violencia de Género, en diversas ciudades de Chile como Calama, Iquique, Puerto Montt y Santiago. Fue en ese proyecto donde confirmó su necesidad de visibilizar esta realidad, pues en esos talleres se encontró con historias impactantes de mujeres que no tienen redes ni contactos en Chile, y que desconocen los sistemas de ayuda nacionales, por lo que están atrapadas con sus victimarios.

¿Con qué te encontraste en este recorrido?

El objetivo principal era recorrer distintas ciudades del país, capacitando a mujeres migrantes sobre los recursos e instituciones a los que pueden acceder en caso de ser víctimas de violencia. También para saber qué es lo que ellas entienden por violencia y cómo la viven. Esto porque las estadísticas de violencia intrafamiliar, cuando se segrega solo por mujeres migrantes, es casi el mismo porcentaje que las mujeres chilenas (42 versus 41% respectivamente). No cambia mucho, pero al conversar con ellas uno se da cuenta de que hay una parte de la violencia que no se declara porque muchas de ellas no conocen la institucionalidad y también porque tienen muy pocas redes de apoyo; mujeres que llegan con sus maridos o parejas, piden una visa como ‘dependiente económicamente’ del marido y quedan atadas, porque una vez que pediste esa visa es muy difícil cambiar a una definitiva. Para hacerlo les piden cotizaciones de AFP, pero para eso tienen que trabajar y con visa de dependiente no lo pueden hacer. Eso complejiza su posibilidad de salir de un círculo de violencia porque para eso necesitan tener plata.

El proyecto proponía viajar a las regiones de Antofagasta, Tarapacá, Metropolitana y Los Lagos. ¿La experiencia fue similar en todas partes?

Todos los lugares tienen sus particularidades. El norte fue el que más me impactó. En Calama tuve una conversación con unas mujeres colombianas muy empoderadas que llevan muchos años viviendo en Chile, que ya cuentan con su regularización y están bien, pero todas habían sido víctimas de violencia por parte de sus parejas. Violencia económica, física y/o sexual. Lo que más expresaron en el taller –al que llegaron solo colombianas y dos peruanas– es que están preocupadas por la situación que están viviendo las mujeres venezolanas en esa región. Decían que esas mujeres, por haber entrado de manera irregular, por pasos inhabilitados, estaban expuestas a mayores situaciones de vulnerabilidad.

¿Como cuales?

Como lo que ocurre con las shoperías. Yo me enteré de la existencia de estos lugares cuando fui a Calama. Son lugares de consumo de cerveza, pero también, espacios de esparcimiento masculino, sobre todo en las zonas geográficas donde se desarrollan actividades mineras-extractivas. Las shoperías no solo constituyen sitios de entretenimiento y diversión, sino que han sido representadas desde la ciudadanía y los medios de comunicación, como espacios asociados con el comercio sexual, uso de drogas y consumo abusivo de alcohol.

Ahí las mujeres reciben dinero en efectivo, sin contrato, lo que las ayuda de alguna forma a tener un ingreso. Pero es terrible porque algunas incluso son menores de edad, que están expuestas a un consumo excesivo de alcohol y también a todo lo que pueda pasar bajo esas circunstancias: trata de mujeres, sobre todo tráfico y comercio sexual.

Cuando en Santiago hablamos de la migración, nos concentramos en lo desbordada que está, pero no vemos lo que les ha tocado vivir a estas mujeres que salieron de su país con la esperanza de tener un nueva y mejor vida, y terminaron entregándose al comercio sexual porque no tienen otra posibilidad.

En el caso de las haitianas, ¿el idioma también es otra barrera?

Eso lo vi mucho en Puerto Montt. La barrera del idioma no nos permite entender las necesidades de estas mujeres y de verdad que las historias eran terribles. No es sólo la imposibilidad de comunicarse, sino que la barrera del idioma no permite entender la propia cultura de estas mujeres. Hay muchos casos de mujeres que dentro de su bagaje cultural, crían a sus niños de una forma muy distinta. Podemos tener una larga discusión sobre si está bien o no su manera, pero a algunas de esas mujeres les han quitado a sus hijos y han sido enviados al nuevo Sename, lo que es complejo porque estamos haciendo una adoctrinación cultural a la fuerza. No estoy diciendo que no se deban proteger los derechos de los niños y niñas, pero hay que buscar una forma, con perspectiva intercultural y de género, para entender por qué estas mujeres crían de manera distinta a nosotras, antes de quitarles a sus hijos.

Todo esto interfiere en el proceso de reparación…

Por supuesto. Yo le puedo decir a una mujer que llame al 1455 (fono de orientación y ayuda en casos de violencia contra la mujer) o que vaya a una casa de acogida, pero eso no sirve de nada si nadie en el Sernameg está capacitado profesionalmente en una perspectiva intercultural sobre la violencia para mujeres haitianas. Ese es uno de los mayores aprendizajes de este proyecto: cómo la violencia no es igual para las mujeres chilenas, haitianas, venezolanas o colombianas. Estas diferencias merecen una mirada particular sobre la violencia de género y no sé si lo estamos haciendo como Estado.

¿El miedo a ser deportadas es también una de las razones por las que no denuncian?

La nueva ley de migración dice que es deber del Estado protegerlas independiente de su condición migratoria, si son víctimas de violencia y que se tienen que tomar medidas para protegerlas. Pero ninguna de ellas lo sabe. No saben que si son víctimas de violencia tienen acceso a una visa, a regularizarse en Chile, para que les dé estabilidad. Como el caso de las mujeres que entran con visa de dependiente de una pareja que es su agresor, ella podría pedir un proceso de visa distinto para regularizarse y poder independizarse. Pero no manejan esta información y además tienen miedo.

¿Cómo se avanza en el apoyo a estas mujeres?

Las políticas migratorias siempre deberían crearse con perspectiva de género; saber qué necesidades diferenciadas tienen los hombres y mujeres que ingresan al país, porque evidentemente hay diferencias. Hay que saber si esa mujer que está ingresando ha sufrido violencia, si la está viviendo, si tiene red de apoyo para el cuidado de sus hijos; hacer alianzas público y privadas para apoyarles incluso en cuestiones más materiales, como los productos de higiene, sobre todo higiene menstrual. Son una serie de situaciones que están invisibilizadas y que tenemos que ver. La política migratoria está al debe con todos, pero principalmente con las mujeres.

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