Distintas comunidades médicas y de nutricionistas han advertido sobre el peligroso aumento de los desórdenes en la conducta alimentaria a raíz del confinamiento del último año. Un aumento en el uso de las redes sociales, la falta de comidas con otras personas y el aumento de la ansiedad y el estrés son algunos de los factores que estarían relacionados a este fenómeno.
Para la psicóloga especialista en trastornos alimentarios, Ángela Cruzat, otro factor que ha incidido es la cultura de la dieta que circula, especialmente en redes sociales como Instagram y TikTok. Porque aunque han sido una herramienta de distracción y entretenimiento durante largos meses de encierro, también han significado un factor de riesgo en cuanto en ellas se mantienen y promueven estereotipos de belleza irreales y muchas veces inalcanzables, donde se alaba la delgadez y se la asocia al éxito, a la belleza y a la salud. “Busca la palabra plancha y automáticamente te aparecen veinte cuentas relacionadas a fitness, vida saludable, figuras ideales y dietas. Estar expuestos a cierto tipo de imágenes en redes sociales afecta a nuestra propia imagen corporal y a nuestra conducta alimentaria. En adolescentes, además genera mucha presión respecto a cómo se expondrán en las redes, lo que genera inseguridad y un sentido de competencia”, dice la especialista.
En el caso de los y las adolescentes, o de adultos jóvenes que sigan viviendo con sus padres, Ángela propone una serie de conductas a las que los cuidadores deberían estar atentos, tales como un cambio significativo en el peso, conductas restrictivas como reducción de porciones, ayunos, eliminación de algún macronutriente, rituales en relación a la preparación, tipos de comida, compras de alimento, entre otras. También habría que poner atención a la falta de apetito, dolor o inflamación estomacal; a que siempre se sientan satisfechos o satisfechas, o que manifiesten asco hacia ciertos alimentos como excusa para no comerlos.
“Ocurre que los padres llegan a consultar con una carga emocional muy alta, ya que existía la idea que las familias de pacientes anoréxicas tenían una dinámica particular, y se culpaba mucho a los padres por tener una responsabilidad en el origen de la enfermedad”, explica Ángela y añade: “Y la verdad es que no es así. Son enfermedades psiquiátricas multideterminadas, en las que interactúan de manera compleja factores biológicos, psicológicos, conductuales y socioambientales, y donde podemos identificar claramente un gatillante, que por lo general es una dieta severa o altamente restrictiva. Entonces, los padres llegan a la consulta con un sufrimiento muy grande, sin saber qué hacer y, muchas veces, cuando los síntomas ya están bastante avanzados”.
El problema aparece cuando el paciente no cree tener ningún problema, y siente que sus conductas alimenticias están perfectamente controladas por ellos mismos, y no al revés. “Ahí es cuando hay que buscar una aproximación distinta, desde la comunicación y la empatía. Se les puede preguntar si están sufriendo, si lo están pasando mal o cómo está la relación con los amigos. Hay que instalar una comunicación distinta, tratar de empatizar, de descubrir en qué puede estar requiriendo ayuda y ofrecer apoyo desde ahí”.
Cuando la enfermedad ya está instalada, el escenario cambia. Se recomienda consultar con un equipo multidisciplinario especializado y con experiencia en trastornos de la conducta alimentaria, donde al menos esté la triada psicólogo, nutriólogo o nutricionista, y psiquiatra. Este último es necesario para tratar comorbilidades que acompañan la anorexia.
La psicóloga explica que, en una primera etapa, hay que restaurar la salud física y sacar al paciente del riesgo vital si es que lo hay, monitoreando las complicaciones médicas de la mano de un neurólogo. De forma paralela se van estableciendo monitoreos de peso, consejería nutricional y psicoeducación tanto para el paciente como para su familia.
Para no llegar a estas situaciones, que son tan dolorosas y complejas para todos los involucrados, la especialista asegura que es fundamental que los niños no sean puestos a dieta, y que los padres y madres enseñen siempre con el ejemplo. Y esto último es lo más difícil, porque los adultos también somos sometidos a presiones respecto al cuerpo, al ideal de la figura, a las dietas y a las restricciones.
“Es difícil no hablar del propio cuerpo o no referirse al de los demás. Cuesta eliminar este fat talk de nuestras vidas y de los grupos de WhatsApp. Tratar de referirse a la gente con otras características, para que los hijos también empiecen a valorar a los demás más allá de su corporalidad, y se relacionen con ellos mismos desde una autoestima y autoconcepto más acabados. Porque cuando uno entiende o es testigo de que en la anorexia los factores de riesgo socioambientales son los comentarios críticos sobre la apariencia, y la alimentación que los niños y adolescentes reciben de sus familiares y seres queridos, así como haber sido objeto de burlas por su peso y la presión que perciben por ser delgados, ahí recién uno deja de hablar del cuerpo”.