Cómo el acné afectó mi amor propio, especialmente en la adultez
Tengo cuarenta y siete años y desde mi adolescencia he vivido con acné. En ese tiempo tenía un desorden hormonal y ovario poliquístico. La solución fue simple y efectiva: hormonas orales, antibióticos, peelings y cremas. Tratamientos me permitieron transitar de la adolescencia a la juventud segura de mí misma. Seguían apareciendo algunas erupciones, pero entre los productos que aprendí a usar y el maquillaje, salí airosa.
El verdadero problema ocurrió siendo adulta, cuando con mi esposo quisimos tener hijos. Dejé las pastillas anticonceptivas con toda la ilusión de que mi cuerpo maduro ya hubiera aprendido a regular los niveles hormonales. No fue así.
A los dos meses de haber dejado las pastillas mi cara estaba atestada de pápulas y pústulas. Mirarme al espejo cada mañana era una batalla. Ya era una mujer hecha y derecha, trabajando en el área de comunicaciones y eventos corporativos, pero con la cara de una adolescente. Recuerdo que un día tuve que hacerme una chasquilla improvisada mientras me arreglaba en la mañana pues tenía tres enormes espinillas amarillas en la frente. Las drené con las habilidades que años de práctica me habían dado: aguja esterilizada, alcohol, una crema antibiótica y un corrector con ácido salicílico que me salvaba la vida. Como casi cada semana, ese día tenía evento, lo que implicaba recibir en un hotel cinco estrellas a un buen grupo de gerentes y autoridades. En estas situaciones yo me concentraba en los detalles de mi trabajo y evitaba a toda costa el contacto con las personas. Eso afectó mis posibilidades profesionales, pues quería demostrar mis capacidades sólo con el trabajo, pero sin que me vieran. Un desafío imposible.
¿Por qué no volvía a los tratamientos que me habían sanado años atrás? Porque todos los tratamientos fuertes para el acné eran incompatibles con el embarazo. Tardé dos años en tener un test positivo. Todo ese tiempo tuve que lidiar con un acné severo con muy escasas herramientas, no quería arriesgarme a tomar ni usar nada que pudiera afectar mi fertilidad.
Mis dos embarazos y las respectivas lactancias me dieron algo de respiro, pero el acné nunca se fue del todo. Sólo aprendí a manejarlo entre peelings, nieve carbónica y largos periodos con antibióticos. Lo único a lo que me resistí fue a la isotretinoína, por los efectos adversos que conlleva y que no estaba dispuesta a asumir. Así como tampoco estaba dispuesta a volver a las hormonas orales. Me había dado cuenta de cómo afectaban otras esferas de mi salud física y anímica. Además, cuando me chequeaban los niveles hormonales salían todos perfectos. ¿Por qué persistía el acné? “Tú cuerpo se acostumbró a reaccionar así a las hormonas”, concluyó un dermatólogo. “Hay una inseguridad que tienes que trabajar”, me aseguró otro.
Así es que, decidí buscar razones más profundas que explicaran mi afección. Me hice regresiones, imanes, coaching, de todo. Nada fue concluyente y nada dio un giro radical en la salud de mi piel. Entre mis amigas, las conversaciones daban un vuelco hacia disminuir los signos de envejecimiento, bótox, hialurónico, mesoterapia. Hubiera deseado que esa fuera mi preocupación; sin embargo, seguía estancada en una “conversación” de adolescentes: las espinillas.
Entre mis amigas, las conversaciones daban un vuelco hacia disminuir los signos de envejecimiento, bótox, hialurónico, mesoterapia. Hubiera deseado que esa fuera mi preocupación; sin embargo, seguía estancada en una “conversación” de adolescentes: las espinillas.
Aún así, ya había aprendido a lidiar con él. Reinventándome después de la maternidad, estudié asesoría de imagen y maquillaje profesional, hice cursos, talleres y leí libros de skincare. Todo iba bien, mi cara estaba mejor que nunca y daba talleres sobre el tema, hasta que un nuevo brote vino a desmoronar el frágil equilibrio que había logrado en la relación que tengo con mi cutis.
Pasaron los meses y nada de lo que siempre había funcionado parecía darme algo de mejoría. Todo fallaba o agravaba el cuadro. Llegó un punto en el que el brote estaba tan desatado que, a mis cuarenta y cinco años hubo un cumpleaños al que decidí no ir únicamente por el estado en el que estaba mi cara. Dejé mi carrera de imagen personal de lado porque ¿cómo podría enseñar algo una persona que no era capaz con su propia imagen? Algo tan sencillo como bajarme del auto a buscar a mis hijas al colegio era todo un reto: me retocaba el maquillaje y me repetía a mí misma: ‘esta es mi piel, me tengo que aceptar, yo soy más que esta afección’. Aunque nada de eso sirve cuando estás hablando con alguien y ves cómo sus ojos se van a tus granos y en tu cabeza piensas que esa persona cree que no te cuidas, que no te has esforzado en resolver el problema y que cómo fuiste capaz de salir a la calle con semejante rostro.
La explicación llegó cuando logré hora con una nueva dermatóloga. “Esto no es acné, esto es rosácea-acné. Es un tipo de rosácea, que parece acné pero que es rosácea, por eso lo que solías usar, ya no te sirve”, me dijo. ¿Es broma? ¿Eso existe de verdad?, pensé yo. Y sí, existe y es mi diagnóstico hoy en día. Tuve que partir de cero, nuevos tratamientos, nuevas rutinas de cuidado y aprender a querer una nueva piel que pide otras cosas de mí.
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