“En Venezuela diciembre es especial. Prácticamente nos preparábamos todo el mes para Navidad y Año Nuevo.
Antes de la crisis, hacíamos hallacas en el patio de la casa de mi abuela materna Edith y cuando teníamos tiempo, preparábamos nosotros mismos el tradicional pan de jamón: comprábamos una pieza de pernil que se aliñaba, se condimentaba y muchas veces se horneaba en panaderías fundadas por familias portuguesas. A menos que tuvieras un buen horno en la casa, pero como era un trabajo de muchas horas, las panaderías ofrecían sus hornos para cocinar estos perniles.
Lo culinario era una pieza clave de diciembre. En mi casa hacían quesillo -que aquí en Chile sería lo equivalente a la leche cortada-, dulce de lechosa (papaya en almíbar), duraznos en almíbar, nueces.
Cuando nos reuníamos en familia, también escuchábamos gaita zuliana, Billos Caracas Boys, Los Melódicos. Mucha música, mucha comida, mucha gente. Eso es lo que recuerdo de fin de año. Y, por supuesto, las uvas.
La primera vez que escuché “Las uvas del tiempo”, de Andrés Eloy Blanco, fue el 31 de diciembre de 1993. Mi madre tenía ocho meses de embarazo y yo le acariciaba el vientre en busca de mi hermanito.
Recuerdo que estaba en el patio de la casa jugando con mis primos y mi abuela le pedía a mi abuelo que sintonizara la radio en la emisora 890 AM: “Falta poco para las doce”, le decía. Después, le ordenaba a Neno, la menor de mis tías, a sacar las uvas de la nevera (del refri, como le dicen en Chile). Ella las colocaba en unos vasitos o nos entregaba sencillamente un racimo que tuviera 12 uvas, ni más, ni menos.
Al superar la estática del viejo radio se escuchaba al locutor venezolano José Joaquín Jiménez González diciendo “la onda de la alegría les desea felicidades”. Y a continuación Carlos Tovar Ochoa, otro locutor que tradicionalmente narraba juegos de béisbol, leía las palabras que Eloy Blanco había escrito, décadas antes, en Madrid.
Versan así: “Madre: esta noche se nos muere un año. En esta ciudad grande, todos están de fiesta” y luego dicen “Aquí es de la tradición que en esta noche, cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega, todos los hombres coman, al compás de las horas, las doce uvas de la Noche Vieja”.
Eso unía particularmente en Venezuela: consumir uvas durante los doce cañonazos, es decir, durante las doce campanadas antes de que terminara el año. Tratábamos de comerlas y pedir un deseo por cada una de estas uvas. 12 uvas, 12 deseos para el nuevo año.
Todos nos reíamos, comíamos las uvas aceleradamente antes de que terminara el año, pedíamos los 12 deseos. Recuerdo a mucha gente de mi familia ahogándose, mucha gente que no terminaba de comerse las uvas… Y luego los abrazos de fin de año, los buenos deseos. Me gustaba mucho porque mi abuela Edith y mi abuelo Néstor fueron criados de una forma en la que demostraban muy poco cariño. Eran de pocos abrazos y besos, entonces ese momento, posterior a las uvas, era nuestro momento de abrazarlos, de besarlos y que nos dijeran cosas lindas.
La migración
Migré a Chile en mayo de 2018. Llegué sin mis hijas, ellas se vinieron en 2019. Por eso, pasé mi primer año nuevo acá sin mi familia.
Recuerdo ese proceso como algo muy difuso, de una adaptación importante, donde algunas tradiciones se mantenían, pero no con mucha claridad. La claridad para quienes migran empieza recién después de tener estabilidad para poder comprar un árbol navideño, regalos, poder hacer nuestras propias hallacas, pan de jamón, lo que sea. De cierta forma, cuando migras, empiezas a acoplarte y trasladas las tradiciones más importantes para ti a este nuevo hogar que construyes en este nuevo país.
Por eso, aunque en mis primeros años acá celebré, para mí era todo muy difuso y se ha vuelto mucho más importante la celebración de diciembre en los últimos años, una vez que ya estoy más adaptada y estable en Chile.
He intentado replicar algunas tradiciones de Venezuela acá. Esa es la palabra: réplica, porque no se puede tenerlo todo. Lo he intentado para lograr extender un lazo con esas tradiciones familiares más allá de la nación, de la patria, de la nacionalidad. Creo que éstas van mucho más allá: son vínculos familiares, identitarios. Tratar de que mis hijas vean y vivan algunas de las cosas que nosotros hacíamos allá. La comida, la música y, por supuesto, las 12 uvas, porque eso les ayuda a sentirse parte, a no sentirse tan solos en este nuevo territorio donde también van a asumir -y han asumido- nuevas tradiciones. De cierta forma, es una oportunidad para darnos cariño y amor y convertir esa distancia, esa ausencia y esas pérdidas, en algo bonito que se puede hacer estemos donde estemos.
Esos intentos han sido maravillosos. Y, como la vida misma, han tenido sus tropiezos.
Hay una anécdota muy llamativa. En aquel momento no me causó tanta risa como ahora, pero igual les voy a contar…
Un año, no sé por qué, quizás porque no ha sido fácil la adaptación, quizás porque no teníamos tiempo, quizás porque teníamos otras cosas en mente y no éramos tan rigurosos con el mes de diciembre como sí lo éramos en Venezuela, en lugar de comprar uvas para los 12 deseos, terminamos comprando cerezas.
En lugar de 12 uvas, 12 deseos, dijimos ok, este año serán 12 cerezas, 12 deseos. Las empezamos a comer. Pero lo gracioso es que si uno ya se atragantaba con algunas semillitas de las uvas, imagínate cómo será con las cerezas.
Era súper gracioso y terrible a la vez, porque la cereza tiene una semilla mucho más grande. Entonces estábamos todos, como familia, intentando comer eso al ritmo de las 12 campanadas. Fue una misión realmente imposible. Lo recuerdo con un poco de gracia, porque recién ahí entendimos por qué el ritual es con uvas y no cerezas. Es muy, muy difícil hacerlo, te puedes asfixiar. Así que nunca más con cerezas.
Hoy, entendemos que no todas las tradiciones van a ser iguales y que las réplicas no serán exactas a las de Venezuela. Incorporamos el nombre de “Viejito Pascuero” en lugar de San Nicolás, también las papas mayo, la cola de mono. Eso hace que, a pesar de los fallos técnicos, todos nuestros intentos por mantener y rehacer tradiciones sean exitosos, porque lo más importante es que estamos unidos y hemos ampliado nuestra familia con las amistades que hemos construido en Chile.
Lo que nunca dejaré de lado será leer y escuchar junto a mis hijas este poema de Andrés Eloy. Como dice él, “¡Venid compadre, que las horas pasan; pero aprendamos a pasar con ellas!”. La palabra y la poesía son importantes para mí. Y espero que para mi familia también”.