"Llevo casi un año sin tomar ni una gota de alcohol. Y ha sido, sin lugar a dudas, el peor año de mi vida. Me encantaría decir que me he sentido bien, pero cuando eres adicta a algo y decides suspenderlo, cada día se convierte en una odisea. Cote, eres más fuerte que esto, me repito diariamente para no caer en la tentación. Trato de mantenerme positiva porque sé que cuando llegue el momento en que lo supere, o al menos aprenda a vivir sin esta necesidad, seré mil veces más feliz que cuando era adicta.
Ser alcohólica es una de las adicciones más complicadas que existen. Y no lo digo solo yo, lo dice también mi terapeuta. Y es que se trata de algo que está tan normalizado, que es muy difícil de detectar. A veces pienso, sin ánimos de desmerecer a nadie, que todo esto hubiese sido menos complicado si mi adicción hubiese sido a una droga. Porque es diferente que alguien en un almuerzo saque un éxtasis a una botella de vino. Yo tengo que lidiar todo el tiempo con la tentación más grande a pasos de mi departamento. E incluso, a veces, en mi mismo refrigerador. Porque decidir tratarme implicó volver a vivir con mis papás, quienes nunca más compraron alcohol, sin embargo, cuando hacen alguna comida con amigos, más de alguno llega con una botella de regalo. Ahí me quedo yo, mirándola. Transpirando. Sintiendo que algo en mi cuerpo se desvanece lentamente y que el nudo que se me forma en la garganta se hace cada vez más grande. A eso, además, se le suma que debo lidiar con las incómodas miradas del resto.
No sé cuándo partió mi adicción. Empecé a tomar en mi adolescencia junto a mis amigas y lo hacía igual que el resto. Ni más, ni menos. Tampoco era la borracha del grupo ni la que armaba escándalos cuando tomaba. Pero con el paso del tiempo, eso fue cambiando. Ya de grande, teniendo mi propio sueldo, me fui a vivir sola y comencé a juntarme con gente que era muy buena para la fiesta. A quienes, en todo caso, no culpo. Asumo que fui yo la que perdió el control.
Si tuviese que elegir una sola cosa que gatilló todo esto, o al menos la más importante, fue una relación tóxica, que me dejó destrozada. Me costó darme cuenta de que estaba en una dinámica de violencia, incluso estuve a punto de casarme. Los dos nos hicimos mucho daño y cuando él decidió terminar conmigo y pedirme el anillo de matrimonio de vuelta, me fui a la cresta. Dejé de querer cada parte de mí y sobrepasé todos mis límites. Empecé a normalizar el llegar cada día del trabajo a tomar. Una copa terminaba convirtiéndose en la botella entera. Me sentía tan sola, que me dolía. Y lo único que calmaba ese dolor era el vino. El blanco, sobre todo.
Oculté este hábito por años, hasta que mis papás empezaron a notar que estaba distinta, que su Cote había cambiado. Los fines de semana me tomaba todo lo que tuviese al frente y en los almuerzos familiares también. No era escandalosa, pero sí subía mucho el tono de voz y me ponía repetitiva. La verdad es que era muy raro verme sin una copa de vino en mis manos.
Mi mamá fue la primera en preguntarme si estaba bien. Yo al principio le bajé el perfil. Le dije que como las mujeres de su generación no tomaban tanto, ella no estaba acostumbrada, pero que en realidad era normal lo que yo hacía. Honestamente, me aproveché de su ingenuidad. Y ella, con esa respuesta, quedó tranquila. Y es que mi familia es experta en esconder los problemas y yo sabía que una parte de ella no quería escuchar la verdad. Quizás por eso al final estuve cinco años metida en este hoyo. O tal vez, no es así. Hay veces en las que quiero culparlos a ellos, pero también sé que es injusto. Que fui yo la que cayó en esto.
Con el paso del tiempo, mi adicción empezó a ser más evidente. Seguía tomando igual que siempre, pero los efectos del alcohol se me notaban más. Era como que mi cuerpo asimilaba todo el doble. Después supe que eso era porque mi hígado estaba dañado. Recuerdo que se me enredaba mucho la lengua, lo que pasaba desapercibido en la noche, pero no en el día. Nunca llegué al nivel de tomar en horario laboral, pero reemplazaba esas ganas los fines de semana. Y si alguien llegaba a mostrar un poco de preocupación, lo alejaba. Así terminé alejando a gran parte de las personas que realmente me querían.
Yo sabía que la única manera de salir de esto era tocando fondo. Así que jugaba con eso de ponerme al límite. Y si sobrevivía, daba por hecho de que aún no era momento de dejarlo. Hasta que un día pasó. No llegué a intoxicarme, pero me desperté en la casa de alguien que no conocía. En su cama, sin ropa. Esta situación la viví un par de veces, pero al menos alcanzaba a recordar cómo había llegado hasta ahí. Esa vez, en cambio, no tenía ni la menor idea. Agarré mis cosas y me fui. Y cuando ya estaba de vuelta en mi departamento, me miré al espejo y me puse a llorar desconsoladamente. Como nunca antes. La persona de ese reflejo no era yo, y solo pensaba qué había hecho con ella.
Después de eso, partí a la casa de mis papás. No quise esperar a estar más compuesta porque sabía que si lo hacía, iba a volver todo a lo mismo. Aproveché esa angustia que tenía y apenas me abrieron la puerta los abracé y me desvanecí en sus brazos. Me acuerdo de que mi mamá lloraba conmigo y me repetía mil veces: perdón Cote, perdón.
Desde ese día nunca más he vuelto a tomar. Pero tampoco me he expuesto a situaciones que me tienten a hacerlo. Mi rutina se resume entre mi trabajo y la casa, porque aún no estoy preparada para volver a salir. Tengo miedo, no creo ser lo suficientemente fuerte. Porque lo echo de menos. Porque no dejo de pensar en su sabor y en lo que me hacía sentir.
Francamente no soy la persona más positiva en este momento, pero sí creo que esta experiencia me sirvió para sanar muchas heridas del pasado. Una vez escuché que las drogas y alcohol son como un parche curita. No calman el dolor, pero nos ayudan a no verlo todo el tiempo. Yo tuve que quitármelo y reencontrarme con esa herida. Sanarla correctamente. Y aquí estoy, viendo como cada día avanza su cicatrización".
María José tiene 33 años y es ingeniera comercial.