Compasión
Muchas veces, a lo largo de mi vida, he escuchado la palabra compasión. Primero, la oí desde una mirada cristiana y la entendía como una forma de compadecer, de sentir lástima por algo malo que le pasaba a otra persona. En ese contexto, sentir compasión se traducía en ser una buena samaritana. Luego, desde el estudio del budismo, entendí que la compasión es el deseo de que el otro esté libre de sufrimiento.
En mi época de estudiante de psicología no se hacía referencia directa a ese concepto, a pesar de ser, a mis ojos, un eje clave de la experiencia humana. Fue más adelante, estudiando ideas del reconocido biólogo y neurocientífico -además de eximio meditador- Francisco Varela, quien integró la neurociencia, la fenomenología y el budismo en particular, que entendí la importancia de la compasión.
En medio del ajetreo diario con sus constantes demandas y desafíos, la compasión parece ser el último pelo de la cola. Sin embargo, creo que es precisamente en esos momentos de dificultad y estrés, que la compasión muestra su poder transformador.
Pero, ¿qué es la compasión? No sólo se trata de un ideal filosófico o espiritual, sino que es una cualidad profundamente humana que implica reconocer el sufrimiento de otros y sentir, a su vez, el deseo de aliviarlo. Esta cualidad es fundamental para nuestras relaciones interpersonales que son el corazón de nuestra existencia y el bienestar emocional.
Durante las últimas décadas la neurociencia ha ido investigando la compasión, pues se ha ido demostrado que mejora significativamente nuestras vidas cotidianas, y es que reconocer y responder al dolor de otros puede ser muy sanador, tanto para quien la recibe como para quien la ofrece.
Según Kristin Neff, una de las principales investigadoras en el campo de la compasión, ésta se compone de tres elementos clave: la amabilidad hacia uno mismo, un sentido de humanidad compartida y la atención plena. La compasión no solo mejora nuestras relaciones con los demás, también nos ayuda a ser más amables con nosotros mismos reduciendo la autocrítica y el estrés, además de fomentar la autoaceptación.
Imagina que cometes un error en tu trabajo ¿Qué piensas inmediatamente? Sin conocerte, es probable que te castigues y lo pases muy mal por esa equivocación. ¿Qué pasaría si en lugar de autoflagelarte, te dieras la oportunidad de reconocer ese error sin juicio, aprendieras de esa experiencia y te recordaras que todos cometemos errores? Ese pensamiento no sólo aliviaría tu carga emocional, sino que tu estrés se reduciría, mejoraría tu bienestar y tu capacidad para aprender y crecer.
Piensa en una mamá agotada en la fila del supermercado mientras su hijo está muy inquieto. Ofrecerle una sonrisa o una palabra amable puede aliviar la tensión de ese momento y recordarle a los que están en el entorno, que no están solos en momentos complejos de la vida cotidiana.
Otro ejemplo: en el colegio, un profesor reconoce y aborda las dificultades personales de un estudiante y le ofrece apoyo y comprensión. Ese gesto puede ayudar a ese niño a superar sus obstáculos académicos y emocionales, pero también puede contribuir a un ambiente de aprendizaje más positivo y colaborativo. Mejora la experiencia escolar y fortalece el sentido de pertenencia.
¿Interesante, no?
En los últimos años se ha ido demostrando que la compasión está asociada a ciertas áreas del cerebro involucradas tanto en la regulación emocional como en la empatía. En una situación en la que ves a una persona llorar en público, el primer impulso será acercarte y ofrecerle consuelo. Sin embargo, esta elección no es pura voluntad, sino que en tu cerebro se activan circuitos que te motivan a ayudar y que te hacen sentir bien y refuerzan, por tanto, tu capacidad para conectar con los demás.
Los hallazgos encontrados es que esta forma no sólo beneficia a la persona que lo ha pasado mal, sino que también fortalece el propio bienestar.
Para practicar la compasión no se necesitan gestos grandiosos. A veces, pequeños actos marcan la diferencia, como un gesto amable, una palabra de aliento o sólo detenerse a escuchar a alguien con atención puede tener un impacto profundo en otra persona.
Suena bonito, pero ¿cómo se hace esto si corro todo el día de allá para acá y más encima tengo que ser compasiva? ¿Es otra tarea más?
Los beneficios de la compasión son enormes tanto para uno como para quienes nos rodean. De manera individual, la práctica de la compasión se ha relacionado con menores niveles de ansiedad y tristeza. A nivel social, la compasión fomenta la cooperación y la cohesión, propiciando comunidades más solidarias.
La compasión se puede cultivar desde meditaciones centradas en la compasión, esto es meditar en el deseo de bienestar para ti mismo y los demás, el mindfulness o entrenarse en desarrollar habilidades sociales. Todas estas prácticas pueden aumentar nuestra capacidad para sentirla y expresarla.
La compasión no sólo es una “virtud”, sino que es una función esencial de nuestro ser. En un mundo marcado por la indiferencia y por estar apurados, detenernos y tomarnos un par de minutos para ser compasivos es un acto que enriquece nuestras vidas como las de quienes nos rodean.
Te invito a que cada acto de compasión que ofrezcamos y recibamos sea un pequeño recordatorio de nuestra humanidad compartida y de la capacidad que tenemos de conectar, sanar y ser sanados a través de un profundo gesto de preocuparnos por los demás.
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