Luego de mi última ruptura amorosa, a mis 37 años, empecé a cuestionarme si iba o no a alcanzar a tener hijos. Fue inevitable preguntármelo en una etapa de la vida en la que veía a casi todas mis amigas con guagua, mientras yo estaba soltera y sin prospecto a la vista. La presión social era enorme.
Nunca he sido guaguatera. De hecho, cuando era chica prefería jugar con barbies. Las muñecas nunca fueron lo mío. Y hasta los 25 años nunca me planteé la idea de tener hijos. Todo esto hasta que me enamoré y por primera vez me quise casar. Sin embargo, él no quería lo mismo y me ofreció casarnos si yo quedaba embarazada. Le respondí que no. Mi amor propio era más grande que las ganas de tener un hijo o emparejarme con alguien que no me retribuyera de igual manera.
Terminamos y al tiempo me puse a pololear de nuevo. Él tenía muchas ganas de tener hijos y fui yo la que le hacía el quite al tema. Algo me decía que nuestra relación no iba a durar mucho. No era nada personal con él, de hecho es una excelente persona y hasta el día de hoy somos muy amigos, pero no quería tener un hijo que tarde o temprano tendría padres separados.
Así fue como a los 37 años, sola y un poco perdida en la vida, sentí ganas de tener un hijo, pero algo me decía que esperara. Para mí la pareja era importante, así que después de mucho pensarlo, decidí que si a los 40 seguía sola le pediría a un amigo que fuese mi donador de esperma. Lo conversé con él y me dijo que sí. Firmaríamos un papel donde lo desligaría de cualquier responsabilidad y asumiría todo yo. No quería amarrar a nadie en un proyecto que era solo mío.
En el intertanto, me convenció la idea de que congelar mis óvulos podría darme una ventana más de tiempo. Que quizá podría conocer a alguien sin sentir tanta presión. Me hice los exámenes y fue estando en ese proceso que conocí a mi actual marido. Casi al mismo tiempo en que nos pusimos a pololear le tuve que contar –rogando por que no se asustara y saliera arrancando- que estaba en tratamiento para congelar óvulos. Le expliqué que era algo mío, que lo estaba haciendo para mi propia tranquilidad y que cualquier decisión al respecto de tener o no hijos sería conversada.
Él me apoyó desde el primer minuto, sin cuestionarme. Se bancó mi subida de peso, mis cambios anímicos y para la aspiración de ovocitos estuvo conmigo todo el día en el hospital. Al terminar el proceso, y con el paso de los días, sentí un alivio indescriptible, como si me hubiese sacado un gran peso de encima. La presión que me había acompañado todo ese último tiempo se empezó a esfumar.
A los seis meses de pololeo conversamos sobre qué haríamos. Él ya tenía un hijo -que para mí es perfecto y nos llevamos increíblemente bien- y no sentía la motivación de tener un segundo. Me dijo que si yo quería hacerlo me apoyaría, pero que realmente no sentía el llamado, no tenía las ganas. Decidimos volver a evaluarlo seis meses después. Llegada esa fecha, lo hablamos otra vez y lo pospusimos un año y medio.
Después de mucho debatirlo y evaluar distintas opciones, decidimos ser una pareja sin hijos. A los dos nos encanta viajar, disfrutamos nuestros momentos de soledad, nos gusta mucho nuestro trabajo. Lo pasamos increíblemente bien. Por mi parte, hice la reflexión de por qué creía que quería ser mamá y lo único que se me ocurría como respuesta era porque quería ver si sería o no parecido a mí. Y honestamente hacerlo por eso me pareció, y me sigue pareciendo, una tremenda inmadurez. Desde ese momento, nunca más he vuelto a pensar en tener hijos.
Mi familia y casi todos mis amigos se lo tomaron muy bien y no nos cuestionaron nuestra decisión, salvo una amiga que se enojó y me hizo un comentario que me dejó reflexionando. Me dijo que le daba pena que yo no iba a sentir el amor más grande que se puede sentir, que cómo había cambiado de opinión e incluso deslizó que seguramente lo hacía porque era mi marido el que no quería. Otra amiga me preguntó quién me iba a cuidar cuando yo fuera mayor. Encontré terrible querer tener hijos para que te cuiden.
Actualmente, cuando lo analizo concluyo que el único periodo en el que realmente me planteé la idea de tener hijos fue cuando estaba sola y mi vida no tenía un rumbo fijo, porque cuando me sentí plena y feliz volví a ser la de siempre, la que no quería ser mamá.
Adoro a mis sobrinos y sé que en un futuro seremos partners. De hecho, con mi marido estamos planificando un fin de semana de juegos y actividades con ellos para cuando sean más grandes y así aliviarle la carga a mis hermanos y cuñados a quienes veo cansados, agotados. Espero también que mi hijastro nos dé nietos, niños que serán regaloneados y apapachados por abuelos jóvenes y joviales.
Estoy segura de que si hubiese querido tener un hijo lo habría tenido hace tiempo, sin importar las circunstancias porque situaciones para tenerlos no me han faltado. Y si no hubiese congelado mis óvulos, probablemente no estaría con mi marido, ya que la presión que sentía en ese momento tarde o temprano afectaría la relación. Se hubiese convertido en una especie de recordatorio constante de que hay que tomar una decisión. Haber tenido un hijo hubiese sido más por presión y circunstancias que por decisión propia, y por eso cada tanto me preguntaría: ¿y si hubiese congelado óvulos?
Cada día me convenzo más que mi decisión fue la correcta. Nunca me he arrepentido y siento que si hubiese tenido hijos estaría muy estresada y angustiada entre el trabajo y la crianza, sobre todo con miedo por todas las cosas a las que están expuestos los niños. Siempre hablo con mis amigas que sí quieren tener hijos y me doy cuenta de que a ellas realmente les nace y sé que serán buenas mamás. Por otro lado, también pienso que, si por algún motivo quedara embarazada, será un niño bienvenido y amado.
Loreto (41) es Ingeniera Comercial.