A principios del 2016, una tarde de enero, dos amigos cercanos celebraron su unión civil en la terraza de un restorán del centro de Santiago. Era la primera vez que yo asistía a una ceremonia así, y estaba emocionado por ellos y también expectante de cómo iba a ser lo que ocurriría. Entre la multitud de los que llegamos como invitados, vi a Nicolás. Nos habíamos conocido años atrás justo después de que yo había recibido mi carta de aceptación a un programa de posgrado en el extranjero, y había empezado mi cuenta regresiva para irme a estudiar fuera. Lo nuestro empezó apenas nos vimos en el departamento de una amiga. Y terminó abruptamente la noche antes de que yo partí a Nueva York, cuando él no llegó a mi despedida y me cortó el teléfono diciéndome que no quería verme.

Desde que me había ido a vivir y estudiar literatura a Nueva York, habían pasado siete años. Había completado mi magíster, vuelto a vivir a Santiago, publicado un poemario y estaba por publicar mi primera novela. Sentía que había cumplido las metas que me había propuesto antes de partir: tenía un trabajo en un medio de comunicación en el que podía escribir y había empezado una carrera literaria. Pero tenía un asunto pendiente con ese muchacho que estaba al otro lado de la terraza.

Hay una teoría antroposófica que dice que cada siete años el cuerpo humano renueva sus células. Eso permite que, de alguna manera, cada siete años tengamos la oportunidad de "ser otros". Pero esa tarde de verano, entre los demás invitados a la ceremonia, vi a Nicolás vestido de traje y aunque estaba más viejo, seguía siendo el chico raro y hermoso con el que me había involucrado años atrás. Mientras la magistrada celebraba la unión civil de nuestros amigos, alcanzó a decir: "Los declaro casados… Es decir, convivientes civiles". Ese pequeño desliz de lenguaje nos dio a risa a todos. Recuerdo haber visto a lo lejos a Nicolás reírse, y después darse un beso con el hombre que lo abrazaba por la espalda.

Yo también me reí, pero después me incomodé e hice lo que mejor sabía hacer hasta entonces: darme vuelta y evitar sentir lo que estaba sintiendo. La fiesta se trasladó al primer piso del lugar, donde había una pista de baile y barra abierta. Comí, bailé, me reí y tomé. Con Nicolás nos habíamos conocido así, en fiestas, en las que principalmente jugábamos a evitarnos, pero de las que solíamos irnos juntos y escondidos. Nuestro espacio fue siempre el de la noche, escabulléndonos de los amigos o metiéndonos escondidos a su casa. Nos gustaba estar juntos y conversar. Pero sobre todo pelear y darnos besos.

Esa noche en que se casaron nuestros amigos, hacía calor. Recuerdo que salí a tomar aire a la escalera, y él se acercó. Me preguntó si podíamos conversar. Le dije de inmediato que sí, sin pensar en lo que podría venir después. Ahora me doy cuenta que esa dinámica era muy propia de nuestra relación en el pasado: él ponía las reglas y yo las seguía. Subimos en silencio las escaleras que llevaban a la terraza. Había oscurecido y elegimos dos sillones que estaban junto a la baranda y nos sentamos dándole la espalda al Parque Forestal. Al principio estábamos nerviosos, pero él se encargó de disolver esa tensión. Es rara la distancia que uno tiene que mantener en el presente con una persona con la que estuvo involucrada en el pasado, parecido a estar ante un abismo conocido, un vértigo que ya se ha experimentado.

Comenzó contándome que él, como nuestros amigos de esa noche, iba a celebrar su unión civil en algunos meses más. Me explicó que desde que nos habíamos dejado de ver había ido a terapia y había conocido a un arquitecto con el que ya llevaban varios años juntos. Lo felicité y le pregunté por qué lo hacía. Una de las cosas que más me gustaba de nuestra relación era que nunca éramos condescendientes con el otro. Podíamos discutir por horas, y sólo interrumpirnos para agarrar de lo calientes que quedábamos. Estar con él era un desafío constante. Nicolás era rápido, ingenioso, divertido. Brillante. Sin duda el hombre más inteligente con el que he estado. Pero a diferencia del pasado, en que también podía ser cruel, manipulador y a veces violento, ahora parecía centrado, amoroso, flexible. Sus respuestas eran sencillas y hacían sentido. Se casaba porque estaba enamorado.

Conversamos sobre nuestra historia. Me sorprendió que él guardara un recuerdo romántico de los pocos meses en que nos vimos. En mi memoria y en mi corazón la nuestra había sido una relación clandestina, oscura, de la que yo había salido muy herido por su culpa. Pero él la veía desde otro lugar. Encontraba tiernos los episodios que habíamos vivido juntos y valoraba nuestras conversaciones. Eso me desconcertó. Al principio creí que Nicolás estaba manipulando el pasado para entrar sin culpa a su nueva etapa de hombre casado, pero luego me di cuenta que esa no era su intención. Lo que estaba haciendo era reconocer delante mío que lo nuestro había sido importante. Y ese gesto podía ser una invitación a dejar atrás el pasado y seguir adelante, cosa que yo no había hecho.

Le agradecí por decirme eso, pero la verdad es que me costaba creer todo lo que había cambiado. Como una suerte de broma, le dije que felicitara a su sicóloga de mi parte. Él se rió y dijo que podía darme su teléfono. Yo me reí, pero lo cierto es que me mantuve intransigente, incrédulo y cerrado a lo que me decía. Me di cuenta que seguía herido. Y tenía miedo que pudiera herirme otra vez. Nos despedimos en buena onda, y él bajó al primer piso del local a abrazar a su pololo. Yo quedé desconcertado y removido. Traté de volver a bailar con mis amigos, pero no pude.

Al día siguiente, almorcé con una amiga. Me había quedado hasta tarde en la fiesta, había tomado y estaba agotado emocionalmente. Se dice que cuando estamos cansados nuestras emociones aprovechan para encontrar un camino a la superficie. En ese almuerzo terminé llorando, preguntándome si no había estado equivocado estos siete años. Quizás Nicolás no era el villano de la historia, sino que todo el sufrimiento me lo había provocado yo mismo. Ese mismo verano le escribí a su sicóloga y en marzo empecé con ella una terapia.

Creo que lo que más me costó de ese proceso fue asumir lo cómodo que estaba en mi rol de víctima: a mí me habían dejado la noche antes de partir, a mí me habían traicionado, a mí me habían hecho sufrir. Abandonar ese lugar fue doloroso, porque tuve que aceptar que durante años no quise avanzar, ni cambiar, ni perdonar ni hacerme responsable. Semanalmente, me senté en la consulta de mi sicóloga a trabajar en mi intransigencia. Me enojé, me frustré, me dio pena y me cansé. Pero aprendí a ceder.

En la etapa final de mi terapia, pasaron tres cosas que me llevaron a tener una segunda conversación con Nicolás: la primera es que empecé a escribir una novela que pasaba en un bosque del sur de Chile donde los viajeros se encontraban con los fantasmas de sus antiguos amantes para reparar sus historias pasadas. La segunda es que empecé a ver The Affair, una serie con capítulos que duran una hora y que están divididos en dos partes: durante la primera media hora vemos la versión de Noah y durante la segunda la versión de Allison, los dos amantes de la historia, y las diferencias entre los relatos de ambos son abismales.

Lo tercero fue que me enteré que después de casarse, Nicolás y su marido se irían a vivir fuera de Chile. Creí que sería buena idea invitarlo a narrar nuestro pasado a dos voces para que pudiéramos contraponer nuestras versiones antes de que él partiera. Una noche me lo encontré en una fiesta, le conté que estaba escribiendo esta novela que se llamaría Un proyecto fantasma, y le pregunté si quería ser uno de los fantasmas con los que mi protagonista se encontraba en el bosque. Él acepto. Y pocos días antes de su partida, nos juntamos en un café cerca del estudio donde él trabajaba.

Esta iba a ser la primera vez en mucho tiempo que nos veríamos de día, sobrios y no en una fiesta. Él apareció caminando detrás del ventanal, tenía puesto un abrigo largo. Era otoño, y decidimos hacer una de las cosas que hacíamos bien juntos: caminar. Así nos fuimos andando con nuestros cafés por la misma avenida por la que habíamos caminado a su casa una noche de invierno, años atrás. Nicolás estaba relajado y divertido. Respondió todas mis preguntas, me hizo algunas, se rió y se emocionó. Yo no podía creer que tuviéramos una conversación civilizada sin herirnos. Contrapusimos nuestras versiones. Ninguno de los dos recordaba exactamente cuántas veces nos habíamos visto ni dónde, pero compartíamos el vértigo de un pasado intenso.

Aunque en general recordábamos los mismos hechos, la forma en que los experimentamos fue distinta. Y no sólo había sido distinta para mí y para él en el pasado. Su forma de pensar y de sentir ahora también había cambiado. Él se había transformado en un hombre emocionalmente sofisticado. Con emociones profundas y diversas que había aprendido a identificar y abordar. Mientras, yo seguía siendo un niño con pataleta al que habían abandonado. En un momento de la caminata, le pregunté por qué no había querido despedirse de mí cuando me fui a Nueva York. Él me explicó lo que le pasó esa noche. Lo escuché y le creí, pero tuve la impresión de que, en el fondo, los dos habíamos elegido no seguir juntos.

Cuando él no llegó a mi despedida, siete años atrás, yo lo interpreté como que no quería verme más. Me fui a Nueva York con el corazón roto, y nunca más respondí los correos que me mandó. Hay un término en inglés para denominar eso, se llama ghosting, y consiste en desaparecer ante otro sin dar explicación. Fantasmear. Y para él, eso era lo que le había hecho yo, dejándolo desconcertado y adolorido. Nicolás no quería despedirse porque creía que lo nuestro podía seguir a distancia, mientras yo había hecho un corte abrupto a esa posibilidad. Pero esa tarde, caminando uno al lado del otro, no estábamos preguntándonos "qué hubiera pasado si". Más bien, juntos observamos con distancia y cariño a los que éramos en el pasado.

Se dice que los fantasmas aparecen sólo en el lugar en el que murieron y, si lo hacen, es para aclarar algo que dejaron pendiente en vida. Se habla de ellos como formas imprecisas de sombra, destellos de luz, ráfagas de viento. Pero durante lo que duró esa caminata, yo vi desaparecer el fantasma que me había inventado de Nicolás para ver aparecer al tipo resuelto que era ahora. Caminamos por tres horas hasta que lo fui a dejar al departamento que compartía con su marido. Ya estaban embalando sus cosas y esa noche lo esperaba con una comida casera y una copa de vino. Miré con asombro esa vida que habían construido, los planes que tenían y el hombre que Nicolás era ahora. Creo que jamás habría podido ofrecerle eso. Esa seguridad. Esa vida. Nos despedimos y quedé de mandarle la novela cuando estuviera terminada.

Con el tiempo la idea de mi novela se fue diluyendo. Traté de trasladar nuestra caminata con Nicolás a un bosque del sur, pero la operación nunca terminó de funcionar. Ninguna ficción superaba la experiencia que habíamos tenido. El protagonista de mi novela era un ilustrador botánico y como parte de la investigación me empecé a internar en el mundo del dibujo científico. Entrevisté a ilustradores, tomé cursos, viajé para aprender las técnicas. Y eso llevó a que lentamente, y quizás sin buscarlo, me terminé especializando. Ahora es lo que más me gusta hacer: dibujar plantas. Hay algo reflexivo, silencioso y misterioso en la práctica de la ilustración botánica que me interesa y me desafía.

Cuando años atrás me fui a Nueva York a estudiar, quería convertirme en un escritor, tener una carrera literaria, publicar en el extranjero. Pero ya no estoy tan seguro de querer nada de eso. Esta columna es lo que queda de mi novela, y me gusta que sea así: las ruinas de un proyecto fantasma. Hace poco, en alguna red social, vi una foto de Nicolás y su marido, apoyados uno en el hombro del otro, en la estación de trenes de una ciudad europea, sonriéndole a la cámara, tranquilos y felices como nosotros nunca pudimos estar. No sé si hoy pienso que perdí la oportunidad de mi vida al dejar ir a alguien increíble como él. Más bien valoro la historia de fantasmas que tuvimos juntos. Sé que nos quisimos. Aunque cuando nos conocimos no éramos capaces de expresar verbalmente lo que sentíamos por el otro, ese cariño encontró su forma de manifestarse. De sortear su camino a la superficie. Más allá de la atracción, de la fascinación, de las ganas de estar con él, me sentí querido por él. Me sentí querido cuando estuvimos juntos y me sentí querido cuando, años después, se acercó y me preguntó si podíamos conversar honestamente desde el corazón. Quizás la única forma de atreverse a cambiar.