Criar sola por opción

maternidad



“Siempre me gustaron los niños y siempre creí que tendría los míos, pero los años y mi inestabilidad amorosa me fueron alejando de esa posibilidad. La primera revelación vino tras un doloroso quiebre, dejé a un buen hombre de la noche a la mañana. Fue la primera vez que sentí que era factible la posibilidad de tener un hijo, pero sabía que no estaba en el mejor escenario para concretarlo. Quería el hijo, pero no a su padre. Me vi pensando cosas como tener la guagua y terminar la relación, hasta que algo en mi interior surgió, una suerte de desdoblamiento, me vi desde arriba y sentí que esa no era yo. La maternidad no es a toda costa, pensé.

Luego vinieron amores pasajeros y dudas existenciales que camuflaron el instinto materno. Planeaba buscar otro trabajo y otra vida, incluso irme del país. Necesitaba un cambio, pero no sabía qué, hasta que un lunes de febrero una amiga me pidió acompañarla a comprar libros. Le dije que bueno, pero con la condición de que después fuéramos por un trago. En el bar le hablé puras latas, básicamente penurias laborales y el sinsentido de mi vida y ella, sin decir agua va, me lanza un ¿por qué no te dejas de leseras y tienes un hijo? Ante mi cara de incredulidad me comentó acerca de la inseminación artificial. A medida que desarrollaba el tema sentía cómo se apoderaba de mí una sensación de estremecimiento, una suerte de epifanía, el ‘rompimiento de gloria’ del arte religioso, un haz de luz entre las nubes caía sobre mí. Fue la segunda revelación.

Desde ahí todo comenzó a fluir como si algo se hubiera destrabado. El trabajo ya no era tema, mi familia y amigos estaban felices y orgullosos ante mi decisión, los trámites médicos se sucedían sin contratiempos, todo se cumplía como parte de un plan maestro bien orquestado.

El proceso en sí fue un poco surrealista. Para elegir al donante me metí a averiguar en un famoso banco de espermios estadounidense. Completé un par de formularios en coordinación con la clínica de fertilización con la que me contacté. Y en forma paralela al papeleo médico veía fotos de niños, las de los donantes, de chicos. Un verdadero tinder de guaguas, con filtros de apariencia, profesiones, hobbies, etnia y religión, la búsqueda del match unilateral. Yo me fui por lo más práctico, lo físico. Si voy a hacer madre soltera, evitemos preguntas innecesarias, que se parezca a mí y listo. Al poner mis rasgos se acotó la búsqueda y entre las fotos de estudio de gringuitos posando con humitas y gomina, apareció uno sin ninguna pretensión. De hecho, la foto era pésima, medio borrosa, de un niño sonriente en el agua. Éste es, pensé, apenas lo vi. Se parecía además a uno de mis hermanos. Podría pasar perfectamente como hijo mío. Me metí a ver su perfil, era actor, y en la descripción que subió de sí mismo, indicó que su carácter era ‘easy going’, lo que terminó por convencerme. Como la donación es anónima, no salen datos personales ni fotos actuales, pero sí una foto de un ‘looks like’, en este caso un guapo autor gringo en su juventud. Lo otro que me gustó es que sólo le quedaban tres muestras y que después de éstas ya no donaría más. Bueno, es un donante que le ha ido bien y cerró el boliche, otro check.

Hice todos los trámites de importación de las muestras a través de una empresa especializada que me recomendaron en la clínica. En julio ya estaba lista para el procedimiento. Previamente ya me había hecho los exámenes de rigor para saber cómo estaba mi reserva ovárica y el doctor me dijo que mi aparato reproductor era más joven que yo. Le pregunté si me convenía entonces congelar óvulos y me dijo que por mi edad, 38 en ese entonces, era mejor inseminarme de una vez, que yo eligiera el momento pero que no lo dilatara mucho. Aquí y ahora, la máxima budista, que viniendo de él no me extrañó para nada porque era onda zen total, con pulseras de pelotitas, amuleto ad-hoc colgando del cuello, y mucha tranquilidad.

En vista de que el universo estaba alineado, para coronar mi decisión, me regalé un viaje a México a modo de despedida de la libertad. Mientras leía bajo una palmera se me venía a la mente el futuro, pero en ese contexto se vislumbraba tan fuera de lugar que preferí, consciente, no pensar. Me di cuenta que la felicidad que me invadía caminando por Santiago era incomodidad en el paraíso tropical. Ya de vuelta se lo comenté a mi psicóloga, quien me invitó a discutirlo con el diván. Mirando el techo emanó la disyuntiva y la solución: si esto no lo hago me va a pesar el resto de mi vida, pero si lo hago, es muy raro que me arrepienta, he ahí la tercera revelación. Pospuse todo para el año siguiente. Ese sería mi último verano en libertad.

Todo el proceso marchó sobre ruedas y con muy buenos augurios. Por ejemplo, ese día de marzo que me iba a inseminar apareció en la ventana, piso 14, un picaflor. Una vez escuché o leí que los picaflores transportaban a las almas nuevas que venían a la tierra. Con esa imagen bellísima me fui a la clínica en metro con las muestras previamente descongeladas en una bolsita. Allá me esperaba mi mejor amiga, hermana, prima y luego, madrina de mi hija. El proceso en sí, era parecido a un PAP. De vuelta a mi casa en micro, sentí algo especial y pensé en ese pajarito revelador que se asomó por el balcón. Y no estaba equivocada, había quedado embarazada en el primer intento.

Pasaron las semanas y esa sensación grácil y etérea empezó a compartir escena con otra en las antípodas. Empecé a experimentar cambios bruscos de ánimo, mi paciencia era algo muy escaso y por cualquier cosa emergía la ira. Estás posesa por la hormona, me dijo una amiga psiquiatra, quien por fortuna se encontraba en el grupo de amigas del colegio que invité a comer un día a mi casa. La buena noticia era que no estaba condenada durante 9 meses a este mal. La solución era una pastillita milagrosa, bendita sertralina. Jamás había tomado un antidepresivo, me cambió la vida a mí y a todos los que me rodeaban, por su puesto.

Mi parto no fue nada especial, terminé en una cesárea de emergencia con un doctor que no era el mío. Iba todo bien hasta que la chica se desesperó porque no podía salir, se hizo caca y le bajaron los latidos. La matrona con toda la calma del mundo y sin mediar consulta, me informó que debían hacer cesárea. La verdad es que nunca había fantaseado con mi parto, claro me hubiera gustado hacerlo en forma normal, pero salió como salió y tanto mi hija y yo zafamos sin inconvenientes, que era lo único que importaba. Quizás lo más simbólico de este procedimiento poco emotivo fue cuando sacaron a mi hija y me la pusieron en el pecho llorando. Yo que ya figuraba con la epidural y después la anestesia de la cesárea, no quería más guerra. De hecho, después de sentirla ensangrentada, tiritando y chillando debajo de mi nariz, le pedí a mi mamá que se la llevara. Quería estar sola y dormir. Una sensación aún vigente, una nueva revelación.

Estuve hasta los 4 meses de mi hija en la casa de mis papás, fuera de Santiago, y luego me vine a mi departamento. En dos meses más tenía que volver al trabajo. Ese intertanto era un periodo de adaptación, que implicaba a estar sola por primera vez con mi hija y ver cómo funcionaba como cuidadora la señora que iba una vez a la semana a hacer el aseo. Se transformó en mi mejor aliada.

Volví el mismo día que me correspondía a la oficina, estaba feliz de hacerlo. Nunca se me pasó por la cabeza meter algún chamullo para mantener el apego, estaba feliz de volver a la vida antigua. Fue su primer invierno, sanita y feliz.

Cuando cumplió dos años comenzó con las preguntas sobre el papá que no tiene, le dije que todas las familias eran distintas y que, si bien ella no tenía papá, tenía abuelos, tíos y muchos primos que la querían mucho. Me asesoré con una psicóloga especialistas en estas maternidades, maternidad singular le llamaba, y me reafirmó mi postura, es decir, hablarle desde la abundancia y no a partir de la carencia. Me sugirió comprarle un libro. Encontré uno sobre un gato que pasaba el día con distintos tipos de familias. Lo del libro y el papá pasó, ahora anda con la onda de los hermanos, ahora no soy tan pedagógica, sólo le digo que la mamá está viejita.

La verdad es que la cosa no ha sido tan ‘easy going’ como rezaba la descripción del donante. Nadie nunca ha dicho que la maternidad es fácil. Es sabido lo de los sacrificios y todo lo que las mujeres tienen que posponerse en favor de la crianza, pero hacerlo sin compartir las tareas puede transformar en verdaderos tormentos cosas comunes como cargar el auto, bañar, dar comida o enfrentar una pataleta. Te ves envidiando a todas las que pueden compartir las tareas. Tanto a las emparejadas y sobre todo a las separadas, las que gozan de ese bendito fin de semana por medio de libertad. Incluso ves el trabajo como el gran escape.

En cosa de minutos la superwoman se esfuma y aparece la precariedad, la impotencia y el hastío. No hay madre o padre que no haya experimentado el agotamiento en la crianza. Te hablan del amor, pero nunca del hastío, ni menos del odio, el cual, si bien es pasajero, pero profundo, ancestral y, por ende, conectado con la culpa. Dudas de tus capacidades e integridad como madre. Te estremece pensar que ese ser depende cien por ciento de ti y que sólo en tus manos está su vida presente y futura.

Y vuelves a la tribu. Te conectas con otras mujeres, sean madres o no, buscando apoyo, consejo y distracción. Como parte de esta cadena de favores, te sumas dando consejos a otras mujeres que quieren emprender el mismo camino. Pero a medida que pasa el tiempo la experiencia te va dando nuevos ‘tips’ para entregar. Junto al amor y la intuición, la importancia capital de la red de apoyo, la postergación total, sumas la resiliencia a todo evento. La foto idílica no es más que eso, un instante, una brisa de alegría que pasa, lo mismo con los huracanes. Todo de nuevo y todo nuevo también.

Miras hacia atrás añorando tu vida, todo lo que has dejado de hacer y lo que difícilmente nunca podrás (debieras) hacer. Y respiras hondo, cierras los ojos y te decides por el aquí y ahora. Reafirmas tu decisión, con miles de culpas, pero sin arrepentimiento. A pesar de todo, el amor que sientes al estrechar ese cuerpo chiquitito, al reírte de las mismas cosas y ver tu propio reflejo en los ojos de ese ser que salió de tus entrañas, no son otra cosa que fragmentos de la revelación primordial”.

Magdalena tiene 45 años.

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