Me casé en 2003 y los primeros años de matrimonio no pensé en tener hijos. Quería viajar, conocer el mundo con mi marido, tener vacaciones entretenidas, descansar, caminar por las calles de las ciudades de Europa. Y eso hicimos. Pero en algún momento nos empezó a hacer falta algo y nos dimos cuenta que queríamos ser padres. Justo en ese momento apareció un obstáculo en el camino: me enfermé de la tiroides y tuve que hacer un tratamiento con medicamentos que no eran compatibles con el embarazo. Después de un año y medio, la enfermedad volvió con más fuerza; el tratamiento no había funcionado. Entonces vino el yodo radiactivo y por ende seis meses más de espera antes de pensar en quedar embarazada.
Cuando eso terminó, viví un año de infructuosos intentos, hasta que el médico me dijo que era posible que nunca pudiera quedar embarazada, pero no sabía bien por qué. Fui a otro médico, especialista en fertilidad, y él me dio un poco de esperanza. Después de varios intentos, finalmente en octubre de 2011 quedé embarazada.
Recuerdo que estábamos dichosos porque era un hijo muy esperado. A las 11 semanas supimos que era una niña a la que después de bastantes discusiones decidimos llamar Florencia. Tuve un embarazo muy tranquilo hasta la mañana del día de su nacimiento. Amanecí con fuertes náuseas y vómitos, llamé a mi obstetra y me mandó a la urgencia mientras él llegaba. Fue ahí que se dieron cuenta de que yo tenía preeclampsia severa con síndrome de HELPP, lo que significó que debía tener una cesárea inmediata.
Mi marido y yo estábamos solos, nerviosos y angustiados pero todo salió bien, nació una preciosa niña de casi 4 kilos, sana como un roble. Los siguientes años fueron muy tranquilos y felices, ella crecía y se desarrollaba de manera perfectamente normal, salvo por un retraso en el lenguaje. Como en mi familia y en la de mi marido había personas que demoraron mucho en hablar, no nos preocupamos. A los dos años y medio empezó la terapia con la fonoaudióloga, y si bien avanzó un poco, seguía atrasada para su edad.
En marzo del año siguiente comenzamos a buscar colegio para la Florencia. Y eso resultó ser una odisea. Ella no toleró bien los exámenes de admisión, se frustraba mucho, no entendía las instrucciones que le daban, no quería jugar con los demás niños. En uno de esos colegios nos dijeron que creían que podía tener Trastorno Específico del Lenguaje Expresivo-Comprensivo (TEL mixto), y nos recomendaron llevarla a una escuela de lenguaje o buscar un colegio con inclusión. Eso fue una sorpresa para nosotros, pues ni la fonoaudióloga ni en el jardín infantil nos habían comentado nada al respecto. Unos meses más tarde tuvimos el diagnóstico definitivo: Florencia tenía Trastorno Generalizado del Desarrollo (TGD), que es otra forma de llamar al Trastorno del Espectro Autista (TEA).
No recuerdo bien muchas cosas que pasaron en esas semanas, todo está un poco nublado en mi memoria. Lo que sí recuerdo fue que en un par de meses nuestra vida cambió por completo. Nuestro horario se llenó de sesiones de terapia, fonoaudióloga, terapia ocupacional, terapia de juego con la psicóloga y educadora diferencial. Compré un montón de libros y empecé a leer todo lo que pude acerca del autismo, acerca de cómo ayudar a mi hija a lograr su máximo potencial. Mientras tanto, seguimos buscando colegio, cosa que resultó mucho más difícil ahora que teníamos el diagnóstico. Ahí nos dimos cuenta que nuestra sociedad odia todo lo que se salga de la norma, todo lo que no quepa en el molde de "normalidad", lo diferente. Buscamos más de 40 colegios en siete comunas y solo uno la aceptó. Creo que esa es una de las experiencias más traumáticas que he vivido en mi vida y que es el fiel reflejo de lo "rota" que está nuestra sociedad.
Mi hija, mi perfecta y preciosa hija fue rechazada una y otra vez en todos los colegios en los que la postulamos, la mayoría de ellos usaron como excusa su propia falta de capacidades para darle a Florencia la atención que ella necesitaba. Desde mi punto de vista eran solo palabras de buena crianza para que el rechazo fuera menos doloroso, cosa que no lograron. Cada vez que un colegio la rechazaba yo me hundía un poco más, miraba la larga lista que se iba llenando de rayas negras sobre los nombres de los que no la habían aceptado y me daba cuenta que cada vez teníamos menos opciones. Gracias a Dios al final de ese año encontramos un colegio que no nos cerró la puerta en la cara. Pero no solo la búsqueda de colegios fue un desafío, casi todo lo que hacíamos significaba mucho más trabajo del que imaginábamos, desde comprar ropa y zapatos, hasta planificar las comidas de la semana. Todo se había vuelto un desafío para nosotros.
Además del autismo, Florencia tiene trastorno de integración sensorial, un trastorno del que no habíamos oído hablar nunca y que afecta todo lo que ella siente. Ahí aprendí que no tenemos 5 sentidos, sino que 10 (o 7 u 8, según cómo lo veamos) y que se pueden ver afectados de distintas formas, unos más y unos menos, y afectar la vida diaria de quien presenta este trastorno, y de quienes lo rodean. La parte más difícil del autismo no es cómo afecta a mi hija, eso lo sabemos llevar bien los cuatro (mi marido, mis dos hijas y yo), lo difícil es el resto. Lo difícil es la ignorancia y prejuicios que abundan en torno al autismo, las miradas feas cuando tiene una crisis en un lugar público, los cuchicheos de las madres cuando la escuchan gritar en un cumpleaños.
Cuando ella estaba en el jardín, antes de su diagnóstico, me enteré que no la habían invitado a varios cumpleaños, y en el de su mejor amiga fui testigo de cómo una mamá se refería a ella como "esa pendeja malcriada". En ese momento no dije nada porque no quería hacer una escena en el día especial de su amiga, pero me duele hasta hoy. Siento que debí haberla defendido de esa espantosa mujer, que debí haber hecho algo, pero estaba en shock, no podía creer lo que estaba escuchando. Han pasado 4 años desde ese día y aún me duele.
Esto me llevó a querer generar conciencia acerca del autismo y a que la gente entienda lo que es. Que aprendan que no es maña, mala crianza o que somos malos padres que permitimos que nosotros hijos hagan lo que quieran sin respetar al resto. A través de un blog y de las redes sociales intento hacer que la gente vea el autismo como algo que ocurre más a menudo de lo que creemos y que debemos instruirnos para no juzgar injustamente a las familias que lo tienen en sus vidas.
Caty tiene 44 años y se farmacéutico.