Mi madre me enseñó que no hay que confiar en los hombres. Siempre me decía que “buscan una sola cosa”, refiriéndose a lo sexual. Cuando podía, me aconsejaba que no fuera ingenua y así, de manera inconsciente, fui tomando cada una de sus palabras para armar un escudo invisible. Enfrenté la vida incapaz de amar profundamente, siempre esperando la decepción.
Antes de que me hirieran, hería; a la primera muestra de intimidad, escapaba. Apego evitativo, le llaman ahora. Un amigo me solía decir que yo solo daba pinceladas de amor, pero siempre tenía un pie afuera, apuntando al norte, lista para escapar.
Pasé de flor en flor, siempre sintiendo insatisfacción. Entonces, decreté que el amor no era lo mío y pocas veces logré sentirlo de verdad. Muchas veces me gustó más la idea de ser amada y me aferré a vínculos que no me ataron realmente. Muchas veces seguí porque no sabía cómo salir de ahí. Tuve la suerte de que fueron buenos, que no buscaban “una sola cosa”, pero yo no sabía ni quería entregar mucho más. Me sentía cómoda actuando como amiga en la relación, pero no con la idea de ser pareja.
Frecuentemente buscaba validación externa. Me encantaba gustar (aún cohabito con esa parte mía, pero hoy en día la observo y no logra poseerme). Me da vergüenza particularmente cuando escribo esta parte; va más allá de la mera validación. A veces mi mamá era dura y sus palabras dolían, y no la juzgo por eso, porque sé que fue la forma en que le enseñaron a ella. Pero afuera había mucha aprobación, entonces mi mundo fluctuaba entre la oscilación del blanco y negro, sin saber cuál era mi verdadera identidad.
Un día –después de una larga terapia– me miré honestamente al espejo y decidí que no más: no más citas vacías, no más búsquedas de algo. Si mi sentir no era real, la soledad iba a ser mi opción. Aprendí que estar a gusto conmigo misma sin esperar retribución externa tenía que ser mi prioridad. Solo así podría aprender a amar.
Me di cuenta de que me costaba identificar mis emociones; era experta en conocer las de otros, pero nunca me detenía a pensar en mi mundo emocional. Todo comenzó con un match, una salida en bicicleta, unas risas como siempre. Entonces pensé que sería más de lo mismo y que no tendría sentido. Pero cuando nos estábamos despidiendo, me preguntó: ¿Quién es Marce? Casi por inercia respondí con mi género, edad, nombre, cosas que me gustaban. Desgranó una por una, diciéndome que eso solo eran datos, que le interesaba saber quién era yo de verdad y qué significaba ser yo.
Caló profundo en mí. Me obsesioné con una pregunta que al día de hoy aún no puedo responder, pero que me la cuestiono, ya no sola, sino con él. Abro la ventana, respiro el aire frío y este mismo hiela mi cara. Miro las montañas y sonrío. Doy un beso en sus labios y siento el calor de sus manos entrelazándose con las mías, la sonrisa que me regala y la calidez en sus ojos al mirarme. Agradezco.
¿Habré aprendido a amar? No lo sé, pero me siento feliz. El ser humano invariablemente navega entre el éxtasis de la felicidad y el arrebato del sufrimiento. Hoy me encuentro plena. Si bien siempre hay un rastro de miedo soplando en mi oído, he bajado mis barreras, he aprendido de la vulnerabilidad. Al parecer, la respuesta es sí. Aprendí a amar.