Con mi marido estuvimos casados durante 21 años. En total, estuvimos 30 años juntos.
Nos conocimos en la universidad, él fue mi primer amor. Es que yo estudié en un colegio de mujeres, en los años 80, todo era muy tradicional. Cuando comenzamos a salir, yo no tenía ninguna experiencia previa, ni siquiera le había dado un beso a otra persona. Así comenzamos y así fue también buena parte de nuestra relación: un amor muy puro, donde había mucha ternura.
Como fue el primer hombre con el que estuve, para mí todo era normal. Escuchaba eso de que las parejas en la adolescencia y juventud son muy pasionales, yo jamás habría descrito mi relación así, pero como no tenía un punto de comparación, me parecía que estaba bien.
Lo que sí puedo decir es que él siempre fue muy amoroso conmigo, tenía muchos detalles; me escribía cartas, me hacía regalos con sus propias manos. Era lindo, precioso, un hombre muy tierno y preocupado. Además, nos llevábamos super bien. A los dos nos gustaba el diseño y el arte, entonces hablábamos mucho y compartíamos nuestros gustos. Éramos tremendos compañeros, nos entendíamos a la perfección y diría que jamás peleamos.
Cuando llevábamos ocho años de pololeo, decidimos casarnos. No hubo una pedida de matrimonio romántica ni nada por el estilo. Pero lo conversamos. Llevábamos tiempo juntos y queríamos formar una familia, tener hijos.
Para el matrimonio él se mandó a hacer su traje con un sastre y ese proceso fue tan importante como el de mi vestido. Tenía muchos detalles, lejos de ser el típico traje de novio. Fue una fiesta preciosa, nos decían que parecíamos novios de torta, recuerdo.
Nos fuimos a vivir a una casa preciosa que decoramos juntos. A los dos años, nació nuestra primera hija, y un año y medio después, la segunda. Desde el primer minuto él fue un padre increíble, super preocupado; peinaba a las niñitas, les hacía el moño de ballet, las vestía, las cuidaba, se encargaba de los disfraces, todo. Yo creo que él se sintió muy realizado siendo padre.
Así pasaron los primeros diez años de matrimonio, durante los cuales fuimos una familia preciosa, tanto que todo el mundo nos ponía de ejemplo.
Pero en el interior de nuestra habitación no éramos ejemplo para nadie. Ahora que miro hacia atrás me doy cuenta que nunca me sentí deseada. Para mí lo que teníamos era lindo, tierno. De hecho, nunca tuve un orgasmo con él. Y desde que nos transformamos en padres, fue peor. Las niñas pasaron a ser el tema central del matrimonio, nunca más salimos solos, nunca más hicimos vida de pareja. De hecho, para nuestros aniversarios, nos íbamos los cuatro a celebrar.
En ese tiempo yo intentaba que estuviéramos más cerca, pero él siempre buscaba excusas para no acostarse conmigo. La más común es que iba a hacer dormir a las niñas y se quedaba con ellas. Yo amanecía sola. Pensé que ya no le gustaba, así que bajé de peso y me compré pijamas más coquetos. Cuando entraba al baño yo me arreglaba y lo esperaba lista en la cama. Pero él salía y ni me miraba. Escenas como esa, las viví muchas veces. Muchas veces me rechazó.
Ese rechazo después se empezó a ver no solo en la cama; él comenzó a buscar excusas para no ir de vacaciones conmigo, para quedarse solo en la casa cuando teníamos un panorama familiar. Yo creo que él ya no aguantaba más esta vida que, finalmente, no era la que quería.
Un día estábamos en la cama. Yo me acerqué. Íbamos a tener sexo, pero él no pudo. Se puso a llorar. Yo lo abracé y lo consolé. Le dije que no se preocupara, que podíamos ir a un doctor. Pero a los pocos días me pidió que conversáramos. Me dijo: soy gay. Así, a secas. Sin rodeos.
Lo primero que sentí fue una especie de felicidad; al fin entendía todo. Pensé: no soy yo, no hice nada malo, no es que sea poco mujer. Me sentí liberada. Pero al mismo tiempo me angustié, lo abracé y le dije que seguiríamos siendo una familia, que no le podía contar a sus papás ni a las niñas, no quería que nadie sufriera con esto. Comencé a planear la manera de evitarle el sufrimiento a los otros, sin pensar en mí.
A los pocos días esa calma del comienzo se transformó en una tormenta, especialmente en mi cabeza. No paraba de pensar. Se me venían a la cabeza miles de momentos juntos, desconfié de todo lo que vivimos. Lo encaré. Le dije que si sabía que era gay, era porque algo había experimentado. Me confesó que sí. Incluso me contó que en un viaje había ido a una disco gay. Yo habría preferido no saber esos detalles.
Imaginarlo en esa situación fue terrible. Pensé ¿con quién estoy? Recién ahí comencé a vivir el duelo de perder a la persona con la que me había casado, o con quien creí que me había casado.
Luego salió del clóset para el resto de nuestro entorno. Me acuerdo el día que llegó contento a la casa porque les había contado a sus compañeros de oficina. Me dijo que todos lo aceptaron, incluso lo celebraron. Me lo contó así de feliz a mí, que era su esposa. Lo mismo pasó con su familia y nuestras hijas. Todos empatizaron con él mientras yo, lentamente, comenzaba recién a masticar la noticia.
Al poco tiempo decidimos que lo mejor era que se fuera de la casa.
Recuerdo que cuando le fui contando a mis conocidos, ninguno se sorprendió. Ni mis amigas, ni mis hermanos, incluso mi papá. Todos, en el fondo, sabían que era gay. Eso también fue fuerte. Pensé por qué nadie me advirtió. Me sentí tonta.
Han pasado cuatro años desde que nos separamos. Hoy casi no tenemos contacto. Él está viviendo todo lo que nunca pudo vivir y las veces que lo he visto, pienso cómo pude estar casada tantos años con él. Y me da pena porque yo igual echo de menos al hombre con el que me casé.
Hace poco comencé una nueva relación. No ha sido fácil porque yo salí de mi matrimonio muy dañada, muy insegura como mujer. Pero de a poco me he dado cuenta que la vida en pareja es otra cosa: la sexualidad, el sentirse deseada es tan importante. Hoy por primera vez, a mis cincuenta años, puedo decir que conozco el amor de pareja, la complicidad y la pasión. Y a pesar de todo, me siento feliz.