Desde que me considero una mujer adulta sé que quiero ser mamá. Aunque de chica nunca jugué con guaguas ni me acerqué más de lo necesario a los niños, hace varios años que más que un deseo es una especie de sensación animal presente en todo tipo de momentos: desde cuando estoy con una guagua, hasta cuando me encuentro junto a mi marido mientras regaloneamos al gato. Lo lindo es que cuando ese deseo llega, lo hace con una fuerza profunda de nunca haber querido tanto algo en mi vida.

Mis planes de maternidad terminaron de hacer sentido cuando me reencontré con mi actual pareja y comenzamos a estar juntos con una proyección inmediata. Nos fuimos a vivir juntos, hablamos de cómo anhelábamos eventualmente tener niños y, hace un año, nos casamos. Imaginarlo siendo papá me ilusiona, porque tengo la certeza de que el gran hombre que es crecerá aún más cuando deba cuidar de otro. Y que ese otro tendrá la fortuna de crecer en la tribu que son nuestras familias; rodeado de amor, rica comida y buenas historias en todo tipo de formato.

Hace hace tres años me diagnosticaron enfermedad de Chron, y esas postales se frenaron con un golpe para el cual no estaba preparada. El Chron es una enfermedad crónica que está activa o entra en remisión, y dado a que en mi caso el escenario es el primero, se debe tratar con el objetivo de alcanzar el segundo. En eso estamos actualmente; atravesando ya la tercera parte de un tratamiento de la mano de un doctor y un equipo en el que confío. Pero sí, duele. Duele como si necesitara gritar y no me saliera voz, porque no es que se me hayan dicho que no podré ser mamá -o al menos no por culpa de esta enfermedad-, solo que no lo puedo ser por el momento. Cuando lo hablo con mi círculo más cercano disminuyo mi frustración, porque, claro, no es "tan terrible". No me veo ni siento enferma y todavía soy joven y quedan muchos años por delante para ser mamá.

Pero no puedo negar ese sabor amargo, que aún no encuentra la manera de irse. Porque en vez de mi boca, está arraigado en la profundidad de mis entrañas junto con ese amor incontable y estancado por entregar. Me confunde no poder concretar este sueño por razones ajenas a mi voluntad. Para alguien que toda la vida se ha jactado de ser racional como yo, no es fácil que la vida se encargue de demostrarte lo difícil que es controlar lo que pasa, aun sabiendo las tantas cosas que están lejos de nuestro control.

Así que aquí estoy, partiendo un nuevo tratamiento esperanzada en que pronto podremos ser papás. Anhelando llantos en medio de la noche, llenando de besos a mis sobrinos y disfrutando cada momento con las guaguas de mis amigas. Porque ni mi cabeza testaruda ni mi corazón blanducho me quitarán el disfrutar esos momentos. Y es que, para mí, hay pocas cosas más lindas que el olor de la cabeza de una guagua o hacer reír a un niño.

Marité tiene 32 años y es periodista.