Hace unos años, cuando ni siquiera pensaba en la posibilidad de embarazarme, estaba con un grupo de amigas en un restorán y se acercó una conocida a saludarnos. Había tenido guagua hace poco, su guata todavía estaba abultada y presente, y ella la lucía con orgullo. Se veía radiante. Cuando se despidió de nosotras, el comentario general y entre risas de las mujeres de mi mesa fue: ¿por qué todavía tiene esa guata si ya no está embarazada? Me costó entender que nadie más notara lo poderosa y feliz que se veía, y guardé silencio, en una complicidad de la que hoy me arrepiento. Si tuviera la facultad de volver a esa escena, en un mundo imaginario donde actuamos con valentía y a tiempo con lo que creemos, les diría unas cuantas cosas a esas mujeres. Pero esa escena ya pasó, no puedo dar vuelta atrás. Y aunque ya no tengo a esas amigas cerca, sus palabras y risas siguen en mi mente. Será porque ahora soy yo esa conocida que se acerca a una mesa a saludar, una mujer cuyo cuerpo se transforma fuera de la norma. Un cuerpo que se expande contradiciendo los límites de esa silueta que nos enseñaron como correcta. Un cuerpo que debe pasearse por el mundo dando explicaciones del por qué muta y se desborda de manera tan desordenada y sin control.
Cuando estás embarazada o fuiste madre hace poco, tu cuerpo se vuelve algo público. La gente se siente con la libertad de opinar sobre él, a todo momento y en cualquier contexto. Te encuentras con conocidos -y no tan conocidos- en la calle y lo primero que hacen es observarte de arriba abajo, en un escaneo rápido que dura la brevedad de un saludo. Hacen un chequeo de tu estado; quieren saber si se te nota o no la guata, si esa guata es puntuda o redonda, si está muy chica o demasiado grande. Acompañando esa mirada vienen los diagnósticos y consejos de rigor, parecido a cuando vas al doctor, pero de parte de gente experta en nada. Para las que fueron madres esto es peor: las observan para saber si bajaron de peso, si ya volvieron a ser la de antes. Lo hacen con cariño, te dicen. Pero cuando estás en un proceso de gestación o puerperio, recibir ese cariño cinco, seis veces al día es agotador. Las mujeres estamos acostumbradas a ese trato, a que todos opinen constantemente sobre nuestros cuerpos. Pero específicamente frente a la maternidad, la gente se libera de un filtro mínimo, como si tuvieran una licencia que les permitiera descargar sobre ti las cosas más insólitas e impertinentes. Siempre, te dicen, desde la preocupación y el amor.
Me niego a aceptar esto como una realidad normalizada a la que debo acostumbrarme. Quiero saber si es solo mi percepción o la gente se obsesiona con el cuerpo de las madres, así que converso con amigas, abro el debate en redes donde me comentan embarazadas, puérperas y algunas psicólogas. Todas se quejan de lo mismo. Las molestan porque están muy flacas o porque subieron demasiado. Las asustan porque su guata es muy baja y el bebé puede nacer prematuro, o porque la guata es muy puntuda y se pueden caer de frente. También por la temperatura de sus manos (muy frías para tocar niños), o por el tamaño de sus caderas (no aptas para el parto). Incluso les predicen- cual chamanes adivinos- el sexo del bebé según la forma de sus vientres. La cosa después del parto no mejora; a las que ya fueron madres las felicitan porque "no se les nota" y a las que se les nota las hacen bolsa por detrás, como esas simpáticas mujeres de mi mesa.
Me gustaría entender por qué un proceso fisiológico y espiritual tan sagrado como la maternidad es reducido y constantemente interrumpido por estos comentarios físicos. A la larga, escuchar las opiniones diarias de la gente sitúa a las madres no solo en un stress y ansiedad ante los cambios de su cuerpo, sino que las saca de su poder, las infantiliza. Nos ponen en la esfera de lo frágil, lo raro o lo enfermo como si fuéramos niñas a las que deben ayudar.
Pienso que, más que por "preocupación", la gente comenta nuestro físico porque el estado de la maternidad les atemoriza. Miran nuestro proceso con recelo porque saben que algo allí es indomable y desconocido. Una mujer embarazada remite a esa naturaleza que no se controla, a un cuerpo que crece y se amplía siguiendo sus propias formas naturales; puntudas, redondas, gruesas, disímiles, insubordinadas, libres, felices. Un cuerpo al que no le interesan las pautas corporales, tampoco la moda ni la neurosis sobre el peso, sino simplemente dar vida. La maternidad es un proceso físico intenso, profundo, inentendible muchas veces, que por más que se intente, no puede reducirse a dos o tres mitos sobre el tamaño de la guata y mucho menos presionarse al estrés de volver a su estado "original" después del parto. La vida en esta etapa nos da a las mujeres quizás la lección más importante, y una que produce aprensión al resto: el cuerpo es un territorio libre, no puede ni debe nunca tratar de homogeneizarse a otros. Cada uno en sus formas disímiles es único y perfecto para la vida.
Catalina Infante Beovic es escritora, editora y una de las dueñas de Librería Catalonia. En la literatura ha incursionado en la mitología de pueblos originarios, en los libros ilustrados, en la narrativa y la poesía musicalizada. Su último libro Todas somos una misma sombra es un conjunto de ocho cuentos protagonizados por mujeres y acaba de ser publicado por Neón Ediciones.