Cuidar a quien me cuidó
“Cuidar a mis padres” es una frase que escucho cada vez con más frecuencia por parte de las mujeres en mi consulta como psicoterapeuta. Asociadas a esta frase aparecen conceptos como la gratitud o el devolver la mano a la vida; pero también emerge la culpa, la sensación de no poder abandonarlos pues eso se asocia con ser mal hijo o hija.
Pero ¿qué es cuidar? Etimológicamente cuidar remite a ‘cogitare-cogitatus’ que significa pensar, poner atención, mostrar interés, preocupación y desvelo; y también al latín ‘cura’, que da cuenta de preocuparse por alguien o algo. Sin embargo, en ninguna definición, vemos que cuidar sea labor casi exclusiva del género femenino, aunque en la práctica, somos las mujeres las que asumimos ese rol.
Cuidar es concreto, es acción, es hacer. Está relacionado con lo material, para poder sostener la vida del otro. Además, estas conductas de cuidado se relacionan con aspectos éticos, relacionales y afectivos. No es una acción por la acción.
Históricamente, las mujeres hemos cuidado. Lo hemos hecho por distintos motivos, ya sea porque las madres cuidan y son mujeres, porque el rol femenino desde lo patriarcal ha estado implicado en el mundo de lo privado; o porque nos han enseñado que es así, “natural”. El hombre provee, la mujer cuida y además de cuidar, lo hace sin aspavientos, callada.
La psicóloga Carol Gilligan planteó la idea de que existen diferencias morales y psicológicas entre hombres y mujeres, indicando que los hombres tienden a tener conductas gobernadas por las normas y la justicia. En cambio, las mujeres, nos inclinaríamos más por tener conductas que apuntan al cuidado.
Sin embargo, los feminismos han puesto sobre la mesa el tema del cuidado de las mujeres hacia otros y dejaron de dar por sentado, lo que durante siglos fue incuestionable. Instalaron un debate interesante, en el que se descentralizó la idea de cuidado sólo en la mujer.
Pero ¿qué pasa cuando esas mujeres deben cuidar a quienes las cuidaron? ¿Madres, padres, abuelos, tíos? ¿Es posible negarse, sin ser tachadas de, por lo bajo, malas personas? ¿Podemos argüir las mujeres que no tenemos tiempo porque trabajamos, o decir que estamos demasiado cansadas para cuidar? O incluso más ¿podríamos las mujeres dejar de sentir culpa si no cuidamos?
Pareciera que aún no. La condena social es brutal con las mujeres que no quieren hacerse cargo, no así, con los hombres, a los que sí se le conceden argumentos como estar demasiado cansados o simplemente no saber cómo cuidar.
Y este juicio se acrecienta cuando se trata de cuidar a los padres.
¿Qué nos pasa al cuidar a nuestros padres? ¿Verlos en su fragilidad, en su dependencia? ¿Cómo gestiono eso que me pasa, mientras cuido?
Es difícil ver envejecer a nuestros padres, que se transforman en personas vulnerables, dependientes y a la vez, vernos a nosotros mismos envejeciendo y darnos cuenta de que no estamos listos o listas para cuidar. Sin embargo, lo hacemos, porque amamos profundamente o porque lo sentimos como deber moral, eso de devolver la mano a quien me cuidó.
Pero es importante y necesario ser conscientes de que es un proceso difícil. No idealizarlo y buscar ayuda y contención emocional. Mal que mal, se trata de un duelo. Las imagen de esas personas que alguna vez te cuidaron ya no está, y ahora son ellas las que necesitan de tu cuidado.
¿Cómo vivimos ese duelo de ver que ya nada es lo mismo, que se desdibuja la percepción que tienes de tus padres y que ahora, por ejemplo, pueden llamarte en la noche para decirte que tienen miedo de que entre alguien en su casa, mismo miedo que sentiste a los cuatro años cuando veías monstruos bajo tu cama?
Una manera es pensando que cuidar no es sólo procurar condiciones mínimas para estar bien, sino que también es acompañar, escuchar y respetar los ritmos más lentos que la vejez obliga. Cuidar es estar en tiempo presente con otro, con todo lo que eso implica. Cuidar, al fin y al cabo, es un acto de amor.
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