En medio del murmurio se escucha un mini diálogo con claridad:

–¿Sabes de qué se trata la obra?

–No, ¿y tú?

–Tampoco.

Es domingo, pasado las 18:00, y el público entra en fila recta a la sala del Teatro La Memoria. “Las dos primeras filas son reservadas para los familiares de los actores”, avisan desde la producción. Y los asistentes seguimos avanzando.

Lo que sí se sabe: el título de la obra. “El pasado me condena”. Esa frase que hemos usado todos en alguna ocasión por haber sido juzgados -justa o injustamente- por nuestros actos. Esa frase que nos deja pensando la última vez que, quizás, hicimos algo mal. O pensamos mal de otra persona.

Pero no hay mucho más tiempo para reflexionar, porque ya estamos todos sentados y la obra va a empezar. Nos piden que pongamos en silencio nuestros celulares, que si sacamos fotos que sean sin flash para no molestar a los actores y luego resuelven varias de las dudas del público:

–Bienvenidos a “El pasado me condena”, de la Compañía de Teatro Corfapes. Esta es su decimotercera obra. Corfapes es una corporación que acompaña en su proceso de inclusión social a personas que viven con un diagnóstico de salud mental dentro del espectro de las psicosis…

“Dentro de las psicosis”, pienso. Como mi mamá.

Entre los asistentes se escucha un cuchicheo tras la entrega de la información. Recuerdo la conversación que escuché a la entrada. No sabían nada sobre lo que venían a asistir.

–Tanto la dirección de Andrés Ilabaca, como el elenco se conforman por personas usuarias (como se refieren en Corfapes a las personas diagnosticadas, en su mayoría, con esquizofrenia). En esta ocasión, sin embargo, dos de las usuarias no se sentían bien de salud y serán sustituídas por actrices de la Universidad de Chile. ¡Que disfruten la función!

El origen

En 2022, Alfredo Castro asistió a una obra de los usuarios en Quechereguas 210, justo en la entrada de Corfapes, en pleno barrio Yungay.

Quienes estuvieron ese día dicen que el espectáculo, titulado “Madre hay una sola”, no pasó inadvertido al director teatral. Tal vez fue por el talento de los usuarios. O por su modelo único de trabajar: no cuentan con profesionales que vayan guiando su puesta en escena, sino que entre todos gestan una obra sin texto. Sin guion, los usuarios improvisan e interpretan sus personajes según cuán cómodos se sienten con ello y desde ahí van -de una manera u otra- memorizando una secuencia de escenas que conforman el producto final.

Si a Alfredo Castro no le pasó desapercibida la obra, su presencia entre los usuarios tampoco. Lo habían visto innumerables veces en la tele. Una de las protagonistas se acercó a decirle que su sueño era trabajar en la televisión. A lo que él le contestó: “tú eres una actriz de tomo y lomo”.

Un año después, todos los usuarios estaban ahí, en uno de los espacios más emblemáticos del circuito teatral chileno. Estaban en la sala de Alfredo Castro.

Un teatro que nació en 1989 respondiendo a una nueva necesidad que el contexto social y político posibilitaron. Una forma de arte que, libre del deber de denunciar la dictadura, podía explorar nuevos estilos y temáticas.

¿Temáticas como la esquizofrenia? No necesariamente.

El pasado me condena

El público se ríe. Nos reímos. Más bien: damos carcajadas con la obra.

Debo confesar que estaba preocupada. Pensar en la esquizofrenia, para mí, es sinónimo de pensar en mi mamá, diagnosticada cuando yo recién nací. Es recordar sus brotes, sus altos y bajos, pero, sobretodo, es enojarme con una serie de prejuicios que todavía se mantienen en la sociedad hacia quienes la padecen (1% de la población mundial). Ideas equívocas de que la esquizofrenia es sinónimo de personas violentas, peligrosas, carencias, infantilidad. Ideas que me hacen llorar. Y no quiero llorar un domingo en la tarde.

Pero ahora no estamos llorando, nos estamos riendo muchísimo. Porque las actuaciones que se dan en el escenario son brillantes, y no tienen nada que ver con la psicosis. El pasado me condena retrata la historia de una casa de citas. Las trabajadoras cuentan su vida de forma autónoma, con clientes que tienen muchísimo dinero.

¡Y vaya que recalcan el dinero! ¡Y vaya que recalcan el sexo!

Respiro aliviada. Se habla de amor, se habla de sexo, se habla de dinero y de libertad. No de esquizofrenia. Miro a la primera fila. Y veo que tanto el director ejecutivo de Corfapes, Matías Galán, como la directora, Camila Echeverría también se ríen.

El proceso

Matías admite que sentía mucho nerviosismo de cara al estreno.

Esto implicó mucho trabajo de contención grupal, sostiene: “de recordar qué es lo importante desde lo terapéutico y también qué es lo central en el arte: hacer una propuesta sensata desde lo que somos, un grupo de personas que busca mostrar una realidad, expresarse a través de personajes y generar algo a quienes nos van a ver”.

A diferencia de cuando se presentaban en Corfapes, la presentación de “El pasado me condena” implicó salir de Yungay, un espacio de confort para los usuarios, y trasladarse hasta Providencia semanalmente. Implicó dos meses de ensayo. Pensar, por primera vez en hacer más de una presentación (el 9 y el 16 de julio). Diseñar un flyer, hacer difusión, tener entradas a la venta en un portal web.

A eso se sumaron otras preocupaciones. Camila, psicóloga, cree que uno de los mayores desafíos se dio en la etapa final, cuando dos de las actrices usuarias, por problemas de salud, no pudieron participar del estreno. “Eso fue muy importante, pero a la vez terapéutico para todos y todas las involucradas, porque pudieron lidiar con la contingencia, pudieron también apoyar a las compañeras que por temas de salud no pudieron presentarse y restructurar el trabajo”, plantea. “Eso da cuenta de esa organización colectiva que tiene la compañía y que, a pesar de que suceden cosas, se pueden resolver”, añade.

Estaba además, cómo el público iba a reaccionar con la obra. “Si bien hay confianza en el proceso y en el profesionalismo del elenco, la incertidumbre de la recepción del público se mantuvo viva hasta el final”, comenta Matías, también psicólogo.

De eso, nada que decir. Los aplaudimos de pie. Y los aplaudimos como artistas.

Es justamente ese elemento, que me tenía tan preocupada, que Matías más valora: “aquí no se visibiliza a la esquizofrenia, se muestra a personas, que son diversas y que hacen arte, que pueden entonces ser reconocidas como artistas, tener esa capacidad de transmitir algo y ser parte de la sociedad”.

Abrir espacios así es fundamental. “Solo es posible pensar en inclusión si ocupamos los mismos lugares, nos encontramos, compartimos algo, habitamos en conjunto, siendo diferentes pero no por ello apartándonos unos de otros”, dice el psicólogo.

La conversa

–¡Bravo! –gritamos varios de los asistentes.

La obra se termina, pero nadie quiere irse. Desde producción dicen que darán espacio a una conversación con la Compañía de Teatro Corfapes. Un diálogo con -¡pongámosle nombres!- Andrés Ilabaca Muñoz, Daniela, Vásquez Khas, Marcela Cantillana Rosales, Teresita Díaz Castro, Helios Rodolfo Moyano Núñez, Francisca Castro Canales, Igor Zuleta Díaz, Ítalo Zuleta Díaz, Fabio Castillo Moreno, Daniel Martínez Tomsich y Nicole Almendra Ruff Montt.

Los actores se sientan en el escenario. Algunos, antes mismo de las preguntas, comentan por cuenta propia:

–¡Mi sueño es ser actriz chilena!

–Sin ustedes no somos nada.

–El teatro para mí es vida.

Aplausos.

Otros comentarios surgen desde las primeras filas: “Quiero felicitar a mi hermano, no conocía su faceta de actor”. “¡Estoy tan orgullosa de ti, hija!”. “Yo encontré que es una obra muy fuerte, no pensé que mis hijos iban a actuar algo así…”.

Son los familiares. Pienso en añadir un comentario. Una reflexión. Un recordatorio sobre mi mamá. Pero no puedo. Me lleno de dudas. ¿Cuál fue la última vez que mi madre hizo algo artístico? ¿Le hubiese gustado la obra? ¿Se hubiese reído? De repente me dan ganas de abrazarla. “Qué hermoso, no hablaron de esquizofrenia”, se me cruza por la cabeza.

Y de repente una persona del público les lanza la palabra:

–¿Cómo es, para ustedes, actuar teniendo esquizofrenia? –pregunta.

–Lo que tenemos -responde una de las actrices, la que sueña con aparecer en la tele- es una discapacidad, no un impedimento.

Matías observa todo y asiente con la cabeza. Más tarde me dirá que con la obra Corfapes está abriendo una nueva posibilidad, la del arte no solo como modalidad de expresión, sino como motor de inclusión. No ser el o la enferma, sino un o una artista. “Poder validarse desde allí, mostrarse, ser reconocidos y reconocidas, aplaudidos y aplaudidas por la sociedad. Dar lugar al mundo -que había quedado bajo los estigmas de un diagnóstico psiquiátrico como la esquizofrenia-, y que ese mundo salga e interpele, que invite al reconocimiento y al diálogo”, añadirá por teléfono. También hablaremos del rol del Estado y de la sociedad que siguen al debe con los usuarios.

Pero eso será después, porque ahora todos somos interrumpidos por una frase que sentencia uno de los actores:

–¡El Teatro de Corfapes no se va a morir aquí!

“Ojalá que no”, pienso.

Y finalmente me permito llorar un domingo. En el teatro. De la más pura alegría brindada por esos actorazos.