“La idea de llevar una vida libre de gestación y parto siempre rondó en mi cabeza. Cuando era chica jugué a las muñecas, igual que todas, en parte porque me gustaba y en parte porque era lo que aprendí a querer, a falta de opción.

Porque digámoslo, ¿cuándo en la vida nos iban a regalar otra cosa? O incluso, darnos la posibilidad de elegir libremente, sin la intención de entrenar a la supuesta potencial madre que llevamos adentro. Eso era impensado. Pero mis recuerdos de esos momentos, cuidando a la muñeca ,no los puedo asociar únicamente a una emoción. Lo pasaba bien, quería peinarla, jugar con ella y asegurarme de que tuviese amigos, pero también sentía una gran sensación de agobio, desesperación e inquietud. Sabía que estaba haciendo lo que me correspondía, pero no estaba tranquila. Estaba entregada.

En la medida que fui creciendo, forjando mis primeras relaciones afectivas y adentrándome en un mundo profundamente desigual, supe identificar que mis intereses iban por otro lado y que tener hijos, algo que se asumía que iba a hacer (‘¿por qué no?’ me dirían más adelante), no era prioridad. No cuestioné nunca a las mujeres a mi alrededor que sí tuvieron o querían tener, pero algo me alejaba cada vez más de esa posibilidad. Traer hijos a este mundo no me parecía atractivo y no me daba, contrario a lo que escuchaba a mi alrededor, ni un mínimo de esperanza. Tampoco sentía que esos hijos vendrían a completarme o a llenar el vacío que probablemente sentiría siempre, con o sin hijos. Pero, ¿por qué me pasaba eso? ¿No se trataba acaso de un supuesto instinto maternal que todas tendríamos? Yo, por lo contrario, no lograba hacerlo aflorar.

Cuando comunicaba esta reflexión –que aun no había determinado por completo– me preguntaban si estaba segura, me decían que con el tiempo iba a cambiar de opinión y que probablemente se debía a que no había encontrado a la pareja ideal con quien tener y criar a esos hijos. Me cuestionaban e infantilizaban, apelando a que era demasiado joven para tomar ese tipo de decisión. ‘Ya vas a ver cuando conozcas a la persona indicada’, me decían. Como si se tratara de un impulso que aflora naturalmente, de una propiedad cuasi biológica y que además está determinada por la persona con la que nos emparejamos.

Yo aun no lo tenía del todo resuelto, pero sí me parecía curioso que otras y otros supieran –o eso mostraban al menos– más que yo lo que yo misma quería. ¿No era acaso mi cuerpo, mi útero y mi deseo? ¿Por qué se había vuelto un debate abierto a las opiniones y expectativas de los demás? Lo que sí me quedó claro, y desde muy temprano, es que las que dudaban de la maternidad impuesta eran raras. Aquellas, como yo, que no parecían estar cautivadas por la idea de criar, eran la otredad.

Pero, ¿por qué reinaba esa idea? ¿Por qué, de no tener hijos, seríamos incompletas? ¿Por qué tanta insistencia? ¿No valemos nada por sí solas? ¿Es un requisito acaso tener hijos?

A un año de la pandemia, y habiendo visto todo lo que vi, reforcé esta decisión y ahora sé que no quiero ser madre. Uno pensaría que a estas alturas de la vida la maternidad contaría con más apoyo y validación. Pero ahí están las madres, siguen siendo las últimas en el escalafón y las más invisibilizadas. Siguen criando solas y todo el trabajo de reproducción y crianza recae única y exclusivamente en ellas. No se distribuye como sí se distribuye la tarea de la producción. Porque a la crianza no se la considera como una tarea social en la que todas y todos debiesen ser parte. Y a esto se le suman muchos factores; en una sociedad neoliberal, competitiva y en la que nuestro valor está puesto en la capacidad productiva, las madres que se dedican a criar están puestas en último lugar. Pero son el sustento de la sociedad. No entiendo, entonces, cómo no se las valida más.

Porque he visto cómo cuando una mujer dice que se dedica a cuidar a sus hijos, no se la reconoce. Lo vi con mi mamá y lo he visto con amigas. Que se desdoblan y son capaces de estar en tres lugares distintos al mismo tiempo, no tienen privacidad y ni un momento a solas. Son las que más trabajan, pero aun así, cuando alguien pregunta ‘¿qué haces?’ no se atreven a decir ‘crío a mis hijos’, porque saben que van a ser estigmatizadas. Y las que sí lo dicen, no son tomadas en cuenta.

Por eso y mucho más, este año en el que quedó en evidencia que las madres están absolutamente desamparadas, decidí que no quiero ser madre biológica. Encontraré otras maneras de maternar si es que algún día lo decido así, pero no quiero criar sola ni enfrentarme a esa inmensa responsabilidad y tarea desde el sacrificio, la culpa y el estigma. Y somos cada vez más las que nos planteamos esta opción, pero aun así no hemos sido representadas. Es cosa de ver en las películas y series; las que no son madres o deciden no serlo, siempre son las villanas o las solteronas incompletas. Son raras y son rechazadas. Como si no estuvieran cumpliendo, tal cual, con el rol que toda mujer vino a cumplir. Hay que cambiar ese imaginario porque sino esa noción errada se va seguir perpetuando. Y el problema de eso es que reduce las posibilidades a una sola. Cuando en realidad la decisión de ser madre tiene que ser justamente eso; una elección.

Porque es una enorme responsabilidad. Es una decisión importante y un cambio de vida radical. También es pega. Muchísima pega. No hay que romantizarla ni verla desde la ingenuidad. Y todo eso es hermoso si es que una decide que así lo quiere, pero insisto; para ser madre, hay que quererlo, desearlo y elegirlo”.

Romina Gutiérrez (33) es socióloga.