Hay pocas películas en la vida que me emocionan tanto como E.T. el extraterreste. Esta confesión podría parecer graciosa e incluso noña, considerando que tengo casi 40 años, pero es así. Recuerdo que la primera vez que la vi tenía nueve y estaba en el videoclub que administraba mi padre y atendía mi madre en La Reina. En ese entonces mi mejor amiga se había ido del barrio y estaba tan triste que lo único que me animaba era pasar la tarde viendo películas. Ahí sentada, en la única silla que había, disfruté de Los Goonies, Los Cazafantasmas, Greemlins, Beetlejuice y tantas otras clásicas de los ochenta. Sin embargo, E.T. fue algo especial. Y lo fue desde que vi el afiche de la película pegado en una de las paredes del local. Mi madre la sacó de la estantería y la puso en el VHS que estaba en la parte superior de una de las murallas, junto a un pequeño televisor. La historia me emocionó tanto que no pude contener mis lágrimas. Y aunque traté de disimularlo, no fui capaz de hacerlo, menos cuando Elliot y E.T. se despedían. En esa separación que enfrentan el amigo extraterrestre y el humano había algo de mi historia; una tristeza que como niña no lograba expresar del todo. Hace unos meses viajé a comprar juguetes antiguos a una ciudad gringa llamada Snohomish. En una casona de tres pisos repleta de objetos decorativos, revistas, libros, juguetes y chucherías varias encontré unas chapitas promocionales de E.T. de 1982. Verlas me recordó ese momento de mi vida, cuando vi la película por primera vez, y me di cuenta de que aunque ya no están físicamente ni mi madre ni el videoclub, la emoción que sentí me sigue haciendo llorar.