Paula

El arquitecto de Matanzas

Ha proyectado 50 casas en los últimos 10 años y en ocho meses reconstruyó un hotel que botó el tsunami, transformándolo en un referente del turismo de calidad en Chile. Fanático de las olas y el viento, el arquitecto Felipe Wedeles se atrevió a apostar por Matanzas cuando era una localidad perdida en la costa de la VI Región que apenas hacía noticia por sus elevados índices de pobreza y le cambió la cara: hoy es uno de los destinos más apreciados por chilenos y extranjeros windsurfistas que llegan en busca de un nuevo estilo de vida.

Paula 1141. Sábado 15 de febrero de 2014.

Son más de las ocho de la noche, pero en la playa de Matanzas todavía brilla el sol con una luz amarillenta, añejada. A metros de la orilla, las olas rompen con fuerza y el viento aguerrido de la tarde levanta sobre ellas una fina bruma de agua, como si largaran humo.

Felipe Wedeles, enfundado en un traje de agua oscuro, acomoda su tabla de windsurf sobre la arena húmeda de la orilla, se sube y, con sus dos manos, agita la botavara que mueve la enorme vela, en un aleteo frenético para avanzar en el agua hasta llegar a la primera rompiente. La atraviesa, ileso, y luego pasa otra, y otra, hasta llegar más adentro en el mar, donde las olas ya no rompen. Ahora está tan lejos que se ve como un velero que se mece, columpiándose con el viento. Y entonces se empieza a erguir una ola inmensa, y Felipe con su tabla se trepa a esta como quien se monta en un caballo, avanza galopando hacia la costa desde lo alto, con la vela tensada por el viento, y cuando la cresta se va achicando él se abre para recorrerla de costado, en su cavidad, y vuelve a montarse arriba, y luego desaparece detrás de la espuma que explota cuando la ola se desarma.

Instalado hace 8 años en Matanzas con su mujer y sus dos hijos, el arquitecto y ex campeón nacional de windsurf Felipe Wedeles decidió armar su vida en Matanzas. Ha proyectado la mayoría de las casas y hoteles que le dieron una nueva impronta al balneario.

En el sector costero de la comuna de Navidad, entre los balnearios de La Boca y La Vega de Pupuya, se extiende una bahía curva de arena oscura, donde el mar levanta olas de hasta dos metros y el viento sopla sin clemencia, llegando hasta los 30 nudos: Matanzas. El nombre remite a varios siglos atrás, cuando en la zona funcionaban mataderos de animales que eran trasladados desde su pequeño puerto hacia otras ciudades. Pero Matanzas fue siempre, ante todo, una caleta de pescadores y hombres de mar, y aún hoy el aire huele a sal y a pescado.

El encanto del pueblo –de apenas un centenar de habitantes– se concentra en una sola calle principal de no más de tres cuadras, una playa alucinante con la cantidad justa de gente y quitasoles –ni desolada, ni atestada– y olas grandiosas para el surf y el windsurf. Hacia un lado de la carretera, la playa y el mar; hacia el otro, acantilados verdes con pinos frondosos y caminos de tierra entre los que se esconden cabañas y casas de madera, de diseño ultra moderno, la mayoría de las cuales solo se usa en vacaciones y fines de semana (entre ellas, las del inglés Robby Swift y el español Víctor Fernández, campeones mundiales de surf, y la del cineasta chileno Pablo Larraín). Por las tardes, surfers de pelo dorado por el sol se dejan ver en algunos de los pocos cafés que hay cerca de la playa. Por todos lados hay tablas de windsurf apoyadas aquí y allá, y una pasarela bordea la costa hasta terminar en la antigua caleta de pescadores, recién remodelada con locales que venden desde pescado fresco hasta quitasoles, empanadas fritas y poleras con la inscripción 'Yo amo Matanzas'.  Se trata, a fin de cuentas, de un pueblo pequeño de elegancia rústica, donde casi todos se mueven a pie, los restoranes sirven platos sofisticados y los hoteles tienen onda. Mucha onda. Y todo a solo dos horas y media de Santiago. Por eso, sobre todo para quienes llegan por primera vez, Matanzas parece el secreto mejor guardado de la costa chilena.

Pero veinte años atrás el paisaje de Matanzas era bastante distinto: las pocas viviendas que había –sencillas, de ladrillo y cemento– eran de los pobladores de siempre, casi no había casas de veraneo con ventanales inmensos; la oferta hotelera se remitía a unas cabañas básicas y un par de sitios de camping para surfistas, no había hoteles con muebles de diseño y hot tubs con vista al mar; en los pocos restoranes que existían era impensado pedir un plato gourmet o un trago de autor, como los que se sirven hoy en Marvento o en Surazo. Solo estaba La Violeta, un clásico, donde se servían platos caseros y pan caliente recién amasado por doña Violeta Berríos. La pasarela no existía y la playa lucía descuidada. ¿Qué traería a un santiaguino a este sitio remoto?

A Felipe Wedeles lo trajo el viento.

Un apasionado del windsurf desde adolescente –fue campeón nacional y también tuvo una revista para aficionados–, en cuanto tuvo su carné de manejar Wedeles dedicó casi todos sus fines de semana a recorrer la costa chilena, persiguiendo las olas y ese viento fuerte del sur –el surazo, le dicen algunos– que infla las velas como ningún otro y permite windsurfear en las mejores condiciones. "Lo que me enamora y me raya de los deportes es que te permiten conocer  no solo lugares increíbles, sino también la cultura chilena. Al principio el deporte era la razón para salir a recorrer, pero al final se volvió como una adicción. Con los deportes me conecté con la vida, me eduqué", dice Wedeles, con la expresión seria de quien llega a una conclusión de cierto peso. El mes pasado cumplió 37 años pero, a pesar de la piel curtida por el sol, tiene el temple y el entusiasmo de un veinteañero. El rostro jovial de quien cambió para siempre la cara de Matanzas.

Cuando llegó por primera vez –en 1995, dateado por un amigo– la zona ya estaba catalogada como un lugar supremo para practicar surf, windsurf y kitesurf. Algunos serios aficionados a estos deportes, incluso, ya se estaban construyendo sus casas. Pero el lugar era casi completamente desconocido fuera del círculo de iniciados, y llegar desde Santiago llevaba unas cinco horas por caminos en mal estado. Él se sintió a gusto desde el primer momento, tanto, que regresó al año siguiente, y luego cada vez más seguido, con la fantasía de instalarse ahí de una vez por todas, en esa playa tan plácida con las mejores olas que podía pedir un windsurfista. En el año 2001, recién recibido de arquitecto en la Universidad Finis Terrae, se compró un terreno empinado en una ladera con una vista imponente a la bahía de Matanzas, donde en 2002 –con 25 años– construyó su propia casa. Dos años más tarde hizo su primer trabajo allí –las cabañas Olas de Matanzas, de un amigo– y ese mismo año se casó con su polola, Bárbara Gómez, en la antigua capilla del pueblo. Ahora están instalados en esa misma casa que con los años se fue agrandando para acoger a sus dos hijos. Una casa moderna pero sin pretensiones, de líneas simples y materiales rústicos –madera, cemento pintado, vidrio–, que hoy son su marca arquitectónica: la misma que le dio a las casi 50 casas que ha construido junto a sus socios del Estudio WMR, Jorge Manieu y Macarena Rabat. El mismo sello que le dio también a uno de sus proyectos más preciados, aquel que nunca estuvo en sus planes hasta que se hizo evidente, casi necesario: el hotel Surazo.

EL HOTEL QUE SE LLEVÓ EL TSUNAMI

"En ese sitio sobre la playa funcionaba un camping, bastante mal administrado. Yo tenía una visión para ese lugar, tenía la convicción de que podía ser algo potente. Finalmente en 2007 lo compré, en una época en que nadie se animaba a invertir acá. Era una época de mucho descontrol en la playa, no había aseo, ni limpieza, ni seguridad. Había pandillas, hasta tenía la fama de ser el lugar donde veraneaban todos los delincuentes de Santiago…", dice Wedeles. A pesar de eso no le costó mucho convencer a un par de amigos fanáticos del windsurf –Andrés Tobar, chef a cargo del restorán del Surazo, y Luis Irribarra,  traumatólogo– para que fueran sus socios. Junto a su padre, Manuel Wedeles, y el padre de Andrés, Luis Tobar, entre los cinco reunieron los fondos para construirlo y, a fines de 2008, inauguraron el Surazo. "Desde que surgió el hotel, todo giró en torno al windsurf. Acá lo que une a todos es esta locura, ¡somos como un grupo de delincuentes pero adictos al deporte!", dice Wedeles y se ríe. "Y ese es el sustento, lo que yo siempre quise para este hotel, una arquitectura sencilla que no pretende los estándares más altos en hotelería sino que permite apreciar el lugar."

No tenía ni dos años de inaugurado el Surazo cuando el tsunami de 2010 arrasó con gran parte de la costa de Matanzas. Lograron evacuar a toda la gente a tiempo, pero el Surazo quedó en ruinas: los ventanales quebrados en mil pedazos, árboles caídos, colchones desparramados en la arena. Sin dudar jamás del proyecto ni del potencial del lugar, Wedeles y sus socios emprendieron la reconstrucción en seguida y reabrieron a los ocho meses, en un Matanzas que, lejos de haberse debilitado con la tragedia, renació con más fuerzas, sabiéndose posicionado a nivel mundial como un destino privilegiado para deportes de agua, donde entrenan los mejores surfers del mundo y se celebran torneos internacionales como el Kitesurf Tour.

En la misma línea que el anterior, el Surazo de ahora tiene un diseño vanguardista, con muebles cuidadosamente elegidos, pero pensado en función del lugar que lo rodea. A pesar de estar incluido en el libro Destinos de lujo. Los mejores hoteles de Chile, el Surazo tiene un estilo discreto, que no busca deslumbrar sino sacar a relucir el paisaje, perderse en la belleza del entorno. Como una lagartija cuya piel se mimetiza con la roca, las paredes de madera del Surazo se confunden con las ramas de los árboles que le dan sombra, los tablones rústicos del piso se funden con la arena de la playa, y los inmensos ventanales que dan al mar protegen del viento pero dejan llegar el rumor –apacible e inquietante– de las olas rompiendo contra las rocas. Por los pasillos del hotel circula gente de todas las edades y nacionalidades, arrastrando tablas y trajes de agua, mientras algunos huéspedes almuerzan al sol en las mesas de la playa, junto a la barra donde en las noches de verano se sirven pizzas a la piedra y pisco sour con un toque de mango.

Con el Surazo comenzaron a llegar cada vez más extranjeros a Matanzas, atraídos por sus aguas y sus vientos, y por el ritmo tranquilo y descontracturado del pueblo, así como gente de Santiago y alrededores, fascinados por el particular encanto del lugar. El año pasado, la Municipalidad de Navidad inauguró la pasarela de cemento en la playa, con espacio para estacionamiento de autos, y se terminó de remodelar la antigua caleta de pescadores. En el último semestre abrieron los hoteles Roca Cuadrada y Alba, el primero, un hostal de aire joven y el segundo, un hotel boutique, ambos pensados para los amantes de los deportes acuáticos. Mientras tanto, el estudio WMR tiene en construcción varias casas –hacen unas cinco por año– y siguen recibiendo nuevos pedidos, a pesar de que el precio de la tierra se ha multiplicado exponencialmente. "Un terreno que hace diez años valía unos $10.000.000 de pesos hoy puede costar hasta $ 250.000.000, unos 20 dólares el metro", dice Wedeles.

"Cada vez hay más gente buscando terreno, queriéndose venir para acá, cambiar de vida. Y yo miro este lugar y pienso: ¿cómo no van a querer venir acá?," dice Bárbara Gómez, la mujer de Felipe Wedeles, y se acomoda el sombrero justo antes de que se vuele con el viento. Unos años atrás, cuando su hijo mayor cumplió 4, decidieron que querían educarlo en la pedagogía Waldorf. Como no existía la opción en la escuela local, Bárbara, se reunió con otros padres para armar un pequeño colegio en  Los Mayos, entre Matanzas y Puertecillo. Al segundo año empezaron a aplicar el sistema Waldorf, para lo cual se formaron en el Seminario Arche, en Santiago, con un programa para regiones con una asistencia mensual y el resto a distancia. Hoy son seis profesores los que dan clases. Para 2014 esperan unos 22 niños. "Se unirán probablemente tres familias nuevas que llegan a vivir acá. Incluso hay una familia que se mudó de una localidad vecina para llevar a sus niños al colegio", dice Bárbara.

El hotel boutique Alba abrió en enero con toques coloridos y una terraza con hamacas. El imperdible del restorán es el sándwich de la pesca del día con mayonesa de cilantro, rúcula y tomate ($ 5.500). Habitaciones desde $ 60.000.(albahb.cl). También hace poco abrió el hostal Roca Cuadrada, que además de bar y taca- taca ofrece servicios turísticos como el tour de Kike Arredondo: un recorrido en stand-up paddle –se rema de pie sobre una tabla– por el río Rapel hasta su desem-bocadura, donde ofrece un picoteo y pisco sour. ($ 25.000, kike@rocacuadrada.com). Habitaciones privadas $ 50.000; compartidas $15.000.rocacuadrada.com

En el municipio de Navidad, –que estadísticamente es uno de los más pobres de Chile, con poco más de cinco mil habitantes– la secretaria municipal Patricia Arias confirma que el desarrollo turístico de Matanzas ha mejorado la oferta laboral para la gente local. Pero también se muestra preocupada por la velocidad con que está creciendo el pueblo, un verdadero desafío para la Municipalidad, que por estos días está reformulando el Plan Regulador –muy polémico ya que supone un nuevo esquema para la construcción que, para algunos, puede desvalorizar la zona–. Para Felipe Wedeles, el arquitecto que ha sido artífice de la nueva cara que hoy luce Matanzas, es un momento crítico donde se debe definir qué tipo de desarrollo quiere la mayoría. A su juicio será difícil porque conviven visiones contrapuestas y hay muchos intereses de por medio. Prefiere creer que se puede atraer inversores y a la vez resguardar el valor y el carácter único del pueblo: "Hay que demostrarles a los inversionistas que el aumento de valor que ha tenido este lugar es por algo: sus olas, sus vientos, su gente, su densidad campesina… eso es lo que hay que aprovechar y no desfigurar: mantener su espíritu, esa cosa sociológica intangible", dice Wedeles. "De toda la zona, esta comuna tiene la visión más transgresora y futurista, en el sentido de darse cuenta de que esto vale mucho, mientras otros se apegan a la idea de que acá solo hay pobreza. Ciertamente que es una comuna que necesita atención, sobre todo en salud y educación, pero que haya sido catalogada como una comuna pobre es también una mirada política. Esa gente que es vista como pobrísima tiene una riqueza cultural impresionante, con tradiciones antiguas muy bonitas. Pero, claro, si le ponemos el ojo contemporáneo son todos pobres, porque no tienen televisión…", dice Wedeles con un dejo de ironía, en el estar vidriado del Surazo. Afuera, el viento silba con fuerza en la noche de Matanzas.

Además de su propia casa, uno de los primeros trabajos de Felipe Wedeles (izq en la foto) en el sector fue el hotel y cabañas Olas de Matanzas. La oficina de arquitectura WMR, –que formó con Jorge Manieu y Macarena Rabat–, funciona a pocos metros de su casa y en ella se han diseñado la mayoría de las casas del balneario.

El Surazo tiene opciones de alojamiento para todos los bolsillos: suites con y sin vista al mar (desde $ 85.000), "lobera" o habitación compartida ($ 25.000), y camping con baño privado, fogón y estacionamiento ($ 40.000, 4 personas). camping@surazo.cl / surazo.cl

Hijo de un pescador local, Martín Rojas (izq en la foto) aprendió a surfear por su cuenta y consiguió ayuda directa de la presidenta Bachelet para montar su escuela ($ 20.000 la clase particular, con tabla y equipo). Además, junto a la fundación Give Surf, Martín brinda clases gratuitas para los chicos de la comuna en situación de riesgo. "Yo fui rescatado por el tema del deporte, y quería hacer lo mismo por otros chicos", explica. Cel 9625 9049, martinserf@hotmail.com

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