Paula 1196. Sábado 26 de marzo de 2016.

Un día de sol de octubre de 2010 Iván Grubessich creyó que estaba muerto. Después de varios días inconsciente, abrió los ojos y vio una ventana que no conocía. Por ahí entraba un rayo de luz que bañaba la pieza absolutamente blanca, que tampoco le era familiar, en que se encontraba recostado boca arriba sobre un catre. Miró con detención cada una de las paredes que lo rodeaban. Ni una mancha, ninguna grieta. "La perfección", pensó. Y concluyó que había muerto y que estaba en el paraíso. "Gracias Señor, llegué al cielo", pensó con "una calma feroz, que no conocía hasta ese día".

Grubessich obviamente, no estaba muerto. Estaba vivo y en el infierno.

A los 50 años, después de 20 de su retorno a Chile desde París, donde aprendió todo lo que sabe de alta costura, una pancreatitis fulminante lo tendría internado durante tres meses en una sala común del Hospital del Salvador. Una pieza recién pintada de blanco después del terremoto. Ahí llegó sin previsión de salud, en la quiebra, recién separado de la que fue su mujer durante 10 años (y madre de su única hija, Nolita, de 10). Pocas semanas antes había cerrado el taller donde confeccionaba piezas a pedido para mujeres de la clase alta chilena y esposas de ejecutivos extranjeros. Un prolijo trabajo marcado por el duro aprendizaje en los talleres parisinos de Azzedine Alaïa.

Sin el nombre que había soñado instalar en su país, sin ganas de coser un vestido más, sin familia y agobiado por las deudas, Grubessich decidió no pagar ninguna y volver a Francia. "Junté a mi madre, hermanos, sobrinos e hija –que tenía tres años– en un restorán de Isidora Goyenechea y les conté que con lo puesto me largaba. Les dije me había ido a la mierda, que había perdido todo, aunque lo había dado todo, y que tenía dos alternativas: seguir siendo el mismo tonto o convertirme en el más cara de raja. Elegí lo segundo. Decidí ser otra persona".

"Le hizo daño a toda una generación de diseñadores imponiéndose como el mejor de Chile. Impuso un único parámetro con su manera de diseñar que otros copiaron", dice de Campos.

Iván Grubessich, nacido en Valparaíso, criado en Viña del Mar, descendiente de croatas, escorpión, "de derecha", diseñador, modisto y "costurero a domicilio" de la generación intermedia de Rubén Campos y Octavio Pizarro, volvió a París para empezar de cero. En Chile dejó a su hija Nolita, a quien tiempo después le diagnosticaron un cáncer del que se recupera. Desde entonces, va y viene al menos cinco veces al año. Sagrados son el comienzo y el fin de clases de la niña y la Navidad. "Pero tenía que irme, tenía que sobrevivir", explica.

Con 57 kilos de peso tras la enfermedad, mil setecientos euros en efectivo y una maleta con un poco de ropa, el diseñador aterrizó en París hace seis años y se instaló en un pequeño departamento que le presta, hasta hoy, el marido de una amiga. Antes de golpear puertas, recorrió a pie cada una de las calles de la ciudad durante dos meses. Una tarde, sentado en el medio de ninguna parte, no aguantó el llanto. "Lloré como condenado. Fue una catarsis reencontrarme con el mismo París que había dejado y enfrentarme a esos 20 años en Chile en que había perdido todas las ilusiones, todas las ganas. Sentí la absoluta convicción de que nunca, repito nunca, debí haber vuelto a Chile. En Chile fueron 20 años de pegarme contra la pared".

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Vestido confeccionado en 2015 con seda y encaje francés. En su parte superior tiene plumas de marabú y perlas. "Su volumen tiene algo de Dior, Balenciaga y Nina Ricci", explica el diseñador, quien trabajó un mes y medio en esta pieza.

¿Por qué la frustración?

No hubo ningún solo día en todos esos años en que las cosas salieran bien. Todo en Chile cuesta una brutalidad. De eso te das cuenta viviendo fuera. La operaria dice que va a llegar a las 9 y llega a las 10. No hay modelos de alta costura. Organizas un desfile que pagas con tu plata y todo es dificultad. Le pides a la modelo que camine de cierta forma y hace todo lo contrario. Eran los tiempos de Luciano Bráncoli, José Cardoch y Rubén Campos. Muy de a poco me hice una buena clientela, pero nunca sentí el reconocimiento público por mi trabajo y lo que había aprendido cosiendo horas de horas. Si Luciano comentaba una gala en televisión, mencionaba los vestidos de todos los diseñadores, menos el mío. Y yo pensaba: "¡¿por qué?! Tal vez no me nombra para no perder clientas". Una revista me pedía vestidos para hacer una moda, los preparaba, los mandaba y finalmente lo único que no salía era lo mío. Yo tenía súper claro que mis vestidos eran dejados fuera a propósito.

Tu explicación parece una teoría conspirativa en tu contra.

Sí, con nombre y apellido: Rubén Campos.

El "divino" y "el zar de la moda". Así se refiere Grubessich a Rubén Campos, como puede leerse en su Facebook, especialmente en los comentarios sobre su participación en la última alfombra roja del Festival de la Canción de Viña del Mar 2016. La antipatía de Grubessich hacia su colega no es un misterio para nadie. Es más, Grubessich lo acusa de ser el gran responsable del estancamiento de la moda nacional desde los 90 hasta principios de 2000. "Le hizo daño a toda una generación de diseñadores imponiéndose como el mejor de Chile. Eliminó y vetó a todos los demás. Impuso un único parámetro con su manera de diseñar que otros copiaron. Incluso en esa generación hay diseñadores que hablan igual que él. Esa sequía recién terminó a principios de 2000 con la aparición de nuevos nombres, como el de Paulo Méndez. Rubén Campos tiene o tuvo talento y buena manufactura. Lo que repruebo es su actitud siniestra con muchos diseñadores, incluido yo".

Tú tampoco eres un santo. Se cuenta que fuiste durísimo con tus practicantes. Que a más de alguno, cuyo nombre hoy destaca, le tiraste una tijera por la cabeza.

Tiré dos o tres, pero contra la pared. En mi taller estaban marcadas en el muro. Cuando me enojaba con algún operario o asistente le decía "mira, ¿ves esas marcas? Y tomaba la tijera. Fui muy duro, a veces se me pasó la mano.

¿Otro mea culpa para explicar que Chile te haya resultado imposible?

No me relacioné socialmente. Me hubiese encantado generar amistades y pertenecer a un círculo, pero siempre estuve encerrado, trabajando. Tampoco hice alianzas con gente de la televisión que usara mis vestidos, como lo hacían otros y lo hacen muchos hoy. Para mí, con mi formación con Azzedine Alaïa, algo así era impensable.

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Vestido hecho para una clienta de los Emiratos Árabes. Tres meses y medio le tomó al diseñador terminar su bordado con pequeños rubíes de Birmania, amatistas, topacios y lentejuelas bañadas en oro.

DE SAINT LAURENT A ALAÏA

Iván Grubessich tenía 20 años cuando partió a París por primera vez. Durante buena parte de su niñez y adolescencia había viajado por el mundo gracias al trabajo de su padre, ingeniero naval. Con el dólar a 32 pesos, y el apoyo de su madre, se fue a conocer. En la billetera llevaba el contacto del destacado maquillador chileno José Luis, amigo del peluquero de su mamá y cercano a Yves Saint Laurent. Juntos, de hecho, realizaron la primera campaña de belleza de YSL, La Vie en Rouge, en 1978. Cinco días antes de regresar a Santiago, Grubessich marcó el teléfono y José Luis lo invitó a comer. En el restorán lo esperaba sentado junto a Paloma Picasso. "Yo llevaba, sin ninguna pretensión, una carpeta con algunos dibujos de lo que entonces pensaba era un diseño de moda", rubro que había despertado su interés gracias al exquisito guardarropa de su abuela materna, Paula.

Al día siguiente, José Luis lo citó en el Arco del Triunfo. Partieron en auto a buscar a Picasso, para luego dirigirse a los talleres de Saint Laurent. Grubessich, sin entender nada, tuvo que esperar tres horas sentado fuera, hasta que el maquillador lo hizo pasar por la puerta de servicio. Ese día comenzaba a trabajar como junior del diseñador francés. Allí, donde estuvo casi dos años, trasladó vestidos de un lugar a otro, sacó hilachas, cosió a mano hombreras, miró, escuchó, aprendió y presenció el primer desfile de alta costura de su vida. "Ese momento, en el hotel Intercontinental, cambió mi existencia para siempre. Vi el lujo máximo del planeta, a las mujeres más ricas, famosas y elegantes del mundo. Vi sus gestos, su actitud, cómo movían las manos, cómo estaban vestidas y entendí que eran unos seres que no tenían nada que ver con lo que yo conocía. Decidí que quería trabajar como costurero para ellas. Con Saint Laurent supe qué era el lujo".

Tras ese periodo, de costura, la más ortodoxa, la de hacer y deshacer hasta la perfección, hasta las lágrimas, aprendió como parte del equipo de otro grande, Alaïa, quien lo llamó Ciseaux (tijeras en francés). Más atrás en jerarquía que los dos asistentes de confianza del tunecino, Grubessich estuvo cuatro años y medio cosiendo de sol a sol hasta que se vio metido hasta el cuello en la cocaína y el alcohol. "Trabajaba de 8 de la mañana a 10 de la noche todos los días y comencé a tener miedo de equivocarme donde no puedes equivocarte jamás. Sentí la exigencia de ser prolijo, ingenioso, rápido, informado, de anticiparme a lo que Alaïa quisiera. Si él necesitaba una seda amarilla, antes de que me la pidiera tenía que dársela. Tenía que entender e interpretar su cabeza para no quedar atrás. Esa presión pasa la cuenta. O me hundía en la cocaína o regresaba a Chile", recuerda.

De vuelta, era un extranjero. Desconocía lo que sucedía en el rubro y no entendía los códigos estéticos. Haciendo clases se enamoró de una alumna con quien luego se casó y tuvieron una hija. Juntos construyeron una casa en Calera de Tango y mantenían un departamento en El Golf. Con esfuerzo sacaba adelante su taller, hasta que comenzó a pensar en dedicarse a otra cosa. "Vender paltas, hacer pan y empanadas, lo que fuera". En esa crisis estaba cuando su mujer le comunicó que quería separarse. Grubessich estaba a meses de cumplir 50.

En 2011, dos décadas después de dejar el taller de Alaïa, en París volvió a pedirle trabajo, pero ya no había un espacio para él. Shingo Sato, en tanto, su compañero japonés, con el que había competido día a día por la atención del maestro, ya tenía un nombre a nivel mundial debido al famoso sistema de patronaje Reconstrucción Transformacional, de su autoría. Una vez más, Iván Grubessich lamentó el día en que decidió volver a Chile. Hoy, gracias a su trabajo con Alaïa y los contactos generados en esa época, el chileno tiene una clientela fiel en París, una en los Emiratos Árabes y, cada cierto tiempo, oficia de costurero "fantasma" de los diseños de alta costura de algunas casas de moda (práctica bien relatada en Gomorra, libro del italiano Roberto Saviano, en el capítulo Angelina Jolie). Con diez vestidos al año, dice, vive y bien. "Con más me volvería loco", agrega.

Te defines como un "costurero a domicilio".

Soy diseñador, de todas maneras, pero hoy, a los 55 años, me convertí al final en el costurero a domicilio de una clientela muy acotada que vive en mansiones o en departamentos espectaculares en distintas latitudes. Mujeres empresarias, ejecutivas, independientes que funcionan exactamente igual a sus pares chilenas, pero a otra escala. Mujeres que si tienen una comida se compran un vestido de 20 mil dólares sin ninguna culpa.

En París está también Octavio Pizarro. ¿Qué te parece su trabajo y la forma en que ha desarrollado su carrera?

Lo primero que debo decir es que ni yo ni él tenemos un nombre en París, donde hay miles de tipos como nosotros. Lo digo siempre: en París no hay ningún chileno triunfando. Decir lo contrario es una gran mentira. No lo conozco en persona, sí he seguido su trabajo y tenemos en común nuestro amor por la misma ciudad. Nos diferencia que yo metí las manos al barro, soy un costurero, y él está en la vereda del diseñador. Y desde ahí, creo, hace unos dos años se ve una verdadera influencia parisina en sus diseños.

Con todo ese escepticismo, ¿qué te atrapa de la moda?

Su lujo, su erotismo. Saint Laurent siempre lo dijo: su mayor éxtasis con la moda era justamente ver cuando en una mujer generaba casi un orgasmo cuando la ropa entraba en contacto con su piel.

¿Te ves regresando a Chile?

Creo que finalmente, en algún momento, voy a volver a mi país, porque aquí está mi hija. Si ella me necesita no dudaré en hacerlo. Pero no es una determinación fácil. Chile es un país tremendamente caro, temeroso, la gente tiene miedo a decir lo que piensa, a perder su trabajo, entonces prefiere soportar al jefe déspota y ganar un mal sueldo. En pocos años la gente ha conseguido un montón de bienes materiales, pero está ahogada en deudas, y nadie quiere perder nada.