El escritor que saca los trapitos al sol
Óscar Contardo publicó su primer libro, La era ochentera, y desde entonces no se ha detenido, construyendo con Siútico (2008) y Raro, una historia gay de Chile (2010), una obra concentrada en los temas que le competen y que sacan a la luz lo más sucio, violento, triste y ridículo de la identidad nacional. Mientras, con la misma intención que escribe su columna de los domingos en La Tercera, por estos días comienza a trabajar en un nuevo título, esta vez sobre el rol de la religión en Chile.
Paula 1164. Sábado 3 de enero de 2015.
Es el columnista imprescindible, el columnista del momento. El que en 2014 vino a refrescar el panorama de la opinión impresa. En los 2.500 caracteres que publica todos los domingos en La Tercera desde fines de mayo, el periodista Óscar Contardo (40) no escribe ni de política ni de actualidad dura –para eso están otros–, sino que agarra aspectos, a veces detalles, de diversos ámbitos del Chile de hoy para pasarlos por el cedazo de su agudeza e independencia y, con pluma notable, mandarse unas verdades que a veces causan risa, otras, espanto. Contardo escribe sobre la figura del retén, "como faro custodio que tranquiliza nuestra angustia frente al caos que supone su ausencia"; se ríe del video "Yo me rebelo", de la UDI y del "talk show" en que derivó la interpelación al ministro Eyzaguirre. Y en un tono más dramático, se queja de que para el sistema privado de salud no solo se existe, sino que se preexiste, motivo por el cual hechos tan naturales como enfermar y envejecer no tienen cobertura en una red de servicios supuestamente creados para garantizar la salud.
El autor de estas columnas-espejo también comenta televisión en revista Caras y fue reclutado por la nueva revista SML como entrevistador. Óscar Contardo vive de su firma.
Nació en Curicó como el menor de tres hermanos de una familia de empleados públicos con simpatías demócrata-cristianas. Su padre llevaba a casa las revistas Análisis, Apsi y Cauce y surtía de libros a sus hijos. Su madre, aunque exigente, no se complicaba si Óscar elegía quedarse un día en casa en vez de padecer el colegio. Él (¿qué niño no?) aprovechaba ese exquisito tiempo lejos del pizarrón para pegarse maratones de TV: un viaje que lo llevaba desde el Festival de la una hasta la teleserie brasileña; desde La Hechizada hasta Los ángeles de Charlie; desde el trasero de Maripepa Nieto en Sabor latino, hasta Dallas y Dinastía, estas últimas sus escuelas, dice, "para aprender sobre el poder y cómo ejercerlo". Contardo no tenía aún conciencia de que la televisión, basura para tantos, estaba constituyéndose en un contenido fundamental desde donde observar la realidad e, incluso, la materia prima de su primer libro.
"Hace poco estaba en un evento cultural, con un grupo esperando la van que nos trasladaría a una charla, y llega una de las organizadoras que comienza a buscar algo con la mirada hasta que da conmigo y me dice: "¿usted es el chofer?". Es probable que por mi apariencia haya concluido que yo era el chofer.
En la sala de clase era un raro. No jugaba fútbol, escuchaba a Pet Shop Boys, a Alaska y a Erasure, música nada masculina según el cliché, entonces no faltó quien lo trató de "mariquita". Por eso, y muchas otras razones, salir de cuarto medio fue pura dicha. Tanta felicidad como cuando en 1992 agarró maletas y dejó "ese frasco cerrado al vacío", como califica a la provincia, para ingresar a Periodismo en la Universidad de Chile, donde por primera vez encontró a algunos pares y se sumó a la institución que hasta ahora considera lejos la más respetable del país dada "la larga lista de artistas, escritores, pensadores y científicos que desde allí han realizado una producción fundamental".
Contardo volvió a ser raro en 1996, cuando llegó a trabajar al Artes y Letras, de El Mercurio, donde permaneció hasta 2010. Esa estadía fue "otra escuela sobre el poder", pero sin JR ni Joan Collins (los villanos de Dallas y Dinastía) como maestros, sino con la lógica de un diario de elite, donde "Pinochet no era lo malo que yo estaba seguro que era, donde aprendí que todo giraba en torno a ciertos colegios y me extrañó que tanta gente se conociera, tuviera vínculos familiares o sociales, a pesar de ser un medio de alcance nacional". Eso no impidió que destacara como una pluma pop y de peso, y gozara de "la libertad y apoyo del equipo liderado por Pedro Gandolfo".
Hasta la fecha Óscar Contardo ha publicado cinco libros como autor (el más reciente es Luis Oyarzún, un paseo con los dioses, 2014, UDP), además de varias colaboraciones.
En 2005 lanzaste tu primer libro, La era ochentera. ¿Qué te movió a dar ese salto?
Fundamental fue conocer a Macarena García, la coautora, con quien trabajaba en el Artes y Letras. Tengo, y tenía especialmente en esa época, un carácter conservador que me hacía ver como imposible sacar un libro adelante.
¿Conservador?
Crecer en provincia te enseña precozmente que existen límites y que no basta con el esfuerzo para traspasar las dificultades. Significa saber que eres satelital, que lo que se gestiona está muy lejos, es la verificación de tu propia pequeñez, de lo imposible. Y crecí en el Chile del miedo, donde era mejor hablar bajito, pasar desapercibido. Fui testigo de que, a pesar de lo que publicara Análisis, Cauce y Apsi, Pinochet seguía ahí. La norma era la inmovilidad. Hay una escena en Downton Abbey que refleja muy bien la sensación que yo tenía: un sirviente le dice al señor "usted fue educado para hacer lo que puede. Yo fui educado conociendo lo que no puedo".
Después de no ser tomada en cuenta en un par de editoriales, La era ochentera fue recepcionada, aceptada y editada por la entonces editora de Ediciones B Andrea Palet, publicada por primera vez en diciembre de 2005 y reeditada en una versión de bolsillo en 2009, registrando seis mil ejemplares vendidos. La primera crítica fue de revista El Sábado, firmada por Rodrigo Pinto, que la catalogó como "una crónica magnífica", recuerda Contardo. Aunque descatalogado, es un documento único en su tipo para entender la tensa atmósfera nacional de los 80, marcada por la apertura económica, un tipo de televisión controlada por la dictadura y el difícil desarrollo de una industria cultural amenazada por la censura. Un libro repleto de sabrosa trivia que sacó a la luz gracias a un año de investigación y entrevistas a los protagonistas de esa era, como Don Francisco y el emblemático director de televisión Sergio Reisenberg.
¿Qué te significó ver el libro publicado?
Muchas cosas: La Carmela había conquistado la ciudad. Clavar una pequeña bandera, flameante y fosforescente bajo una bola de espejos. Darles sentido a los años en que me tocó crecer, las horas de televisión, las lecturas que consumí, la música que escuché. Fue validar mi posición de periodista de cultura, un ser de tercera categoría para muchos.
¿De tercera categoría?
Claro, mientras en los 90 yo trabajaba en Artes y Letras, y salía a carretear de martes a domingo, mis compañeros de Periodismo escribían artículos de portada, de política y economía. Publicar un libro, en este país snob, me dio otra categoría. En Chile se ningunea mucho al periodista. "Ah, es que es periodista", he escuchado decir muchas veces.
EL CLASISMO EN CARNE PROPIA
En 2008 lanzó Siútico (Vergara), también editado por Andrea Palet, que durante un año estuvo entre los más vendidos de la categoría no ficción y alcanzó nueve ediciones (una décima con editorial Planeta). El texto, recomendado por el Ministerio de Educación como lectura en los colegios, revela las crueles y también absurdas formas en que se ha vivido y vive el clasismo en Chile y llevó a Contardo al estatus de best seller con agente literario incluido. Desde entonces trabaja junto al reconocido editor argentino Guillermo Schavelzon, encargado de negociar sus contratos y cuya agencia, con sede en Barcelona, representa a Mario Benedetti, Pablo Simonetti, Marcela Serrano y Ricardo Piglia, entre otros.
En 2010 vino Raro, una historia gay de Chile (Planeta). Con ambos Contardo comenzó a construir una obra cuyo hilo conductor son los aspectos más vergonzosos, miserables y duros de la identidad nacional, y cuya tercera entrega, que por estos días comienza a investigar, abordará un contenido tan o más peliagudo que los anteriores: el rol de la religión en Chile.
¿Cuál es tu criterio para elegir los temas de tus libros?
Todo lo que escribo se trata de mí. Escribo los libros que me hubiese gustado leer cuando joven y que les harán sentido a mis amigos. En el caso de La era ochentera, escribí sobre mi infancia, sobre mi generación dañada por la dictadura. Eso lo retomé, como editor, en Volver a los 17, recuerdos de una generación en dictadura (2013, Planeta).
"Pituca sin Lucas da cuenta de un cambio relevante en la manera de abordar en las teleseries la dificultosa convivencia entre las clases privilegiadas y trabajadoras gracias a la incorporación de la política. Aunque en un tono cómico, está la reivindicación del derecho a la salud y a la educación, y los derechos laborales. Es curioso que sea una producción de un canal privado".
En el prólogo de ese libro, donde relatas tus orígenes, escribes que más que imaginar, lo tuyo es recordar.
Tengo un rollo con la nostalgia y con la memoria. Hay una frase del escritor uruguayo Mario Levrero que me identifica: "Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que a mí me interesa es recordar". Tengo muy buena memoria y soy rencoroso.
Siútico, ¿puede leerse como tu venganza contra el clasismo nacional?
Sí. Siútico es un libro rabioso y triste sobre esa sutil violencia diaria, persistente, que es el clasismo en Chile y de la cual nadie puede escapar. Se habla con desprecio de la gente que estudia en el "liceo con número" y se escuchan frases como "él tiene pinta de gerente". Tenemos desde muy niños una construcción mental que te hace establecer qué apariencia tiene un gerente y qué apariencia tiene un chofer. Eso es fuerte.
¿Has sufrido el clasismo?
De este año tengo dos buenas anécdotas. La primera: estaba en un evento cultural, con un grupo esperando la van que nos trasladaría a una charla, y llega una de las organizadoras que comienza a buscar algo con la mirada hasta que da conmigo y me dice: "¿usted es el chofer?". Es probable que por mi apariencia haya concluido que yo era el chofer y bajo esa premisa, y a pesar de tener edades similares, me haya tratado de "usted", para poner la distancia que se establece en un país clasista con alguien que no es de tu mismo grupo o clase. Al día siguiente me encontré con ella y cobré venganza: cuando me la presentaron le dije "pero si ayer nos conocimos, pensaste que era el chofer". La segunda: hace unos meses fui a un cóctel y, como soy muy neurótico con la puntualidad, llegué antes que todos. Fui recibido por los anfitriones y esperé sentado solo un rato. De repente uno de los guardias se me acercó a pedirme la invitación. Después averigüé que fui el único al que se le pidió y concluí, nuevamente, que fue producto de mi apariencia. A un tipo rubio, en mi misma situación, no le pasa algo así.
Hablas de Siútico como un libro rabioso. ¿Esa rabia es resentimiento?
Las palabras "resentimiento" o "resentido" son muy castigadas. Es un insulto. No hace mucho el insulto completo era "roto y resentido". Eso ha cambiado un poco, al menos públicamente, y si alguien te dice "roto resentido" le puedes pedir que te lo repita, lo grabas con el celular y lo mandas a Chilevisión noticias para que hagan una nota. Contestando tu pregunta, el resentimiento no tiene que ver conmigo, sino con lo que veo, con cómo funcionan las cosas.
¿Es legítimo el resentimiento?
Es una consecuencia esperable en un sistema como el nuestro que por un lado pregona modernidad y por otro funciona como si viviéramos en estamentos coloniales. Eso es esquizofrénico.
"Es una vergüenza para el progresismo chileno que el AVP haya surgido de un programa de la derecha, del gobierno de Piñera. Durante su segunda campaña, Bachelet contó que había comenzado a pensar en el matrimonio del mismo sexo después de que en España conociera a una pareja homosexual. Otra vergüenza".
¿Qué rol juega la televisión en la perpetuación del clasismo?
Juega y ha jugado un rol importante. En publicidad, pareciera que estuviésemos en Suecia. En los noticieros, CNN parece ser el único canal que ha hecho un esfuerzo por poner en pantalla a tipos de aspecto chileno o mestizo. Si hablamos de Los 80, hubo toda una discusión porque a los ejecutivos de Canal 13 les parecía que había mucho moreno en el casting.
En las teleseries los "pobres" siempre hablan como "pobres", medios flaites, medios chistosos.
Hablan folclórico. Con Moya Grau eso era más fuerte aún: el pobre siempre era el personaje gracioso, como un Cantinflas, que desactivaba cualquier lectura crítica. El pobre era, y casi siempre es, un tipo inofensivo, feliz, noble por el solo hecho de ser pobre. Lo opuesto es lo que ha hecho Andrés Wood con sus películas, como Machuca y Violeta, que sin renunciar a su origen, sin falsearse, ha construido una obra que explora la convivencia social en Chile y cómo esa violencia siempre está escondida en las relaciones entre las personas. Es una mirada que puede tener Wood desde su posición y cuyo riesgo siempre es ser tildado de traidor a su propia clase.
¿Qué te parece la forma de abordar el clasismo de Pituca sin lucas?
Hay un cambio relevante respecto de la dificultosa convivencia entre las clases privilegiadas y trabajadoras gracias a la incorporación de la política. Aunque en un tono cómico, está la reivindicación de los derechos a la salud, a la educación, y los derechos laborales. Es curioso que sea una producción de un canal privado.
OTRA VENGANZA (Y MÁS RADICAL)
Si Siútico es tu venganza contra el clasismo enraizado, Raro puede ser leído como tu venganza contra el rol de la UP y la Concertación en los derechos de las minorías sexuales.
Sí, y es un libro aún más radical. Me interesaba situar los rastros del prejuicio y del control social desde la religión, la ley y la medicina, y luego acercarme al periodo histórico que me ha tocado vivir a mí, buscar y describir responsabilidades. Ahí el progresismo chileno ha tenido y sigue teniendo un rol penoso, y una deuda gigante que no quiere saldar. Un rasgo de la UP fue su feroz homofobia registrada en la prensa partidaria de la época y la famosa frase de Allende: "En mi gobierno no hay ni ladrones ni maricones".
El AVP, aprobado en el gobierno de Bachelet, ¿te parece una reparación pobre?
Es una vergüenza para el progresismo chileno que el AVP haya surgido de un programa de la derecha, del gobierno de Piñera. Recuerdo la primera campaña de Bachelet, en 2004, cuando en las discotecas y bares gays tiraban flyers con mensajes básicos del estilo "vota por Bachelet o va a salir la UDI". No proponían nada para las minorías sexuales. "Chile no estaba preparado", decían, frase tan típica para no hacerse cargo de los temas. Y, en la segunda campaña, Bachelet contó que había comenzado a pensar en el matrimonio del mismo sexo después de que en España conociera a una pareja homosexual. Otra vergüenza.
¿Qué opinión te merece el AVP?
La convivencia debe ser regulada, pero no solo para las personas del mismo sexo, sino para todos en un país que tiene una tradición de convivencia más masiva y transversal de lo que se quiere reconocer. Con el AVP también está de fondo la crisis de la institución del matrimonio. Sí me parece valioso que hoy los homosexuales dejen de ser los sujetos aislados que eran hasta hace solo diez años, sin voz propia y de quienes hablaban el cura y el siquiatra, y sean parte de una conversación formal.
En 2007, el mismo año en que murió su madre, a quien le dedicó su libro Siútico ("por su sentido del humor, en lo dulce y en lo amargo"), la perra Molly (nombre en honor a la icónica actriz norteamericana de los 80 Molly Ringwald) llegó a la vida de Contardo para llenarlo de amor, rutinas y caminatas inamovibles, sueños –"siempre sueño con ella", dice– y miedos. El máximo terror de Contardo es que algo le ocurra a su Westy. Un tema que lo descompone es el inexorable paso del tiempo: que Molly algún día ya no esté.
¿Qué significó a nivel personal hacer Raro?
Me afectó muchísimo anímicamente porque buena parte de las entrevistas que hice fueron a personas mayores que yo, homosexuales que tenían una forma común de defender su dolor, el dolor de haber vivido ocultos, de haber armado vidas a medias. Una fórmula que consistía en reírse de sí mismos, hacer una caricatura de su propia historia. Pero, cuando traspasabas ese umbral, llegabas a lo descarnado de un espacio sin salida ni descanso, sin posibilidad alguna de dignidad. Lo mismo me pasó con las historias de toda esa gente muerta de sida en los 80 y los 90, y el rol de las mujeres que cuidaron a esos amigos homosexuales enfermos y desterrados de sus familias. Recuerdo especialmente a una que tenía un álbum de fotos con las imágenes de sus amigos vivos, todos después muertos de sida. También estaban las historias de hombres mayores que se habían ido de Chile para poder tener una vida más llevadera. Fue muy doloroso enfrentarse a eso. En gran medida hice el libro con el propósito de dejarle un registro a un Óscar que nazca hoy y que pueda tener una mejor vida que la que yo tuve y de la que tuvieron los homosexuales más viejos, sin voz ni derecho a una identidad.
¿Qué te pasó con la carta publicada por el hijo de Rodrigo Hinzpeter, en la que revela a su comunidad que es homosexual?
Primero pensé en Rodrigo Hinzpeter y la especial atención que él tuvo como ministro del Interior con la familia de Zamudio, cuando la visitó mientras estaba internado y en coma en la Posta Central. Intuyo que había una sensibilidad particular con el tema y fue muy notable que un ministro del Interior se ocupara así de personalmente del asunto. También pensé en el cambio de mentalidad que hay en Chile, que hoy se puede hablar de homosexualidad. Ese es el gran cambio. Y un tercer aspecto que aparece es la diversidad: como judío, educado en un colegio religioso, y homosexual, Raimundo Hinzpeter es la minoría dentro de la minoría.
A pesar de ser el autor de Raro, no eres un activista pro derechos de los homosexuales.
No podría. Me gustan las personas, pero no la gente. Tiendo a cuestionar las opiniones grupales y colectivas. No sirvo para militar.
O sea, ¿no eres parte ni del Movilh ni de Iguales?
No.
Las minorías sexuales y el clasismo se unen en un punto: Pablo Simonetti y Luis Larraín, de Iguales, han sido escuchados por la elite de una manera distinta a Rolando Jiménez, del Movilh, probablemente debido a su origen social.
Así es y no podría ser de otra manera en un país como este, donde la importancia del origen incide en la repercusión que vas a tener. Pero eso es a pesar de Simonetti y a pesar de Larraín. Ellos nacieron donde nacieron en un país clasista, pero no se puede desconocer que el trabajo que han hecho ha sido consistente, inteligente y con un permanente discurso en torno a la discriminación social.
Ni en política, ni en la televisión se ven mujeres que hayan explicitado su homosexualidad, como sí ha ocurrido con los hombres. ¿Cómo se explica?
El lugar de la mujer en la sociedad chilena sigue siendo muy restringido, incluso dentro de los movimientos gays. Hasta hace muy poco era inaceptable pensar en la homosexualidad de Gabriela Mistral y el antecedente de la jueza Atala debe haber aterrado a muchas mujeres y madres homosexuales, y es completamente entendible. Para qué arriesgarse si es el propio Estado chileno el que le quitó los hijos a Atala. Se idealiza mucho la aceptación, pero a la hora de los quiubos sigue siendo muy difícil, más en el caso de las mujeres, porque existe una misoginia de base.
¿Misoginia de base?
Claro, el homosexual es tolerable públicamente en la medida de que no es afeminado. Si lo es, es una caricatura a no ser tomada en cuenta porque se parece a una mujer. O sea, la mujer es lo malo, lo reprobable, lo poco respetable.
Después de revisar la historia para hacer Siútico y Raro. ¿Chile, según tú, es un país mejor o peor que antes para vivir?
Hoy es indudablemente un mejor país comparado con aquel en que me tocó crecer. ·
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