Justo antes que caiga el primer aguacero del año, mientras el cielo se va poniendo negro, el arquitecto del Museo de Bellas Artes, Fernando Gutiérrez Marín, sube al techo del edificoi, por el bien de la cultura nacional y ante el horror de los funcionarios presentes.

Tiene una pata mala. Una cojera sin explicación médica que atribuye a que nació justo un año antes de que inventaran la vacuna contra la polio. Pese a ella y a sus 57 años de vida sendentaria, Gutiérrez Marín se encarama mediante maniobras circenses al techo de cien años del museo.

Sube desde el entretecho por unos vericuetos y accede a una empinada escalera de mano. En el segundo entretecho debe estirar al máximo la pierna buena para girar y saltar a unas estrechas vereditas metálicas dispuestas en el enrevesado techo de tejas cuadradas y naves decimonónicas en las esquinas, a semejanza de la mansión de Los locos Adams, con feos rostros de dioses griegos y claraboyas como ojos.

Pese a su contextura frágil y su paso bamboleante, Gutiérrez Marín se mueve con agilidad por las planchas inclinadas, las botaguas, los cortagoteras, las canaletas, como un antiguo fraile escabulléndose de su propio monasterio.

–Me encanta esta parte de mi trabajo– dice haciendo equilibrio en una cornisa. –Subo cada vez que puedo. Al centro de las cuatro torres del techo del museo, la guinda de la torta, la razón de su existencia y el motivo de su escalada a casi 30 metros de altura, asoman los 2.442 vidrios belgas de la cúpula de cristal más grande, antigua, bella e importante de Chile.

Fernando verifica los arreglos de esta especie de invernadero y le sorprenden las soluciones que se les ocurren a Soza y Sagredo, el par de operarios que trabajan con él y que son como el gordo y el flaco. Identificar las goteras de este puzzle de rendijas y 8.000 uniones de fierro es una tarea titánica.

–Pones un balde en el hall del museo, pero anda a adivinar por qué vidrio se filtra el agua 30 metros más arriba– dice Soza. Es una proeza.

Sagredo y Soza son los artesanos hechos a la medida de la cúpula. Sagredo lleva más años en el museo, pero Soza es más viejo y curtido. Conocen los vericuetos y sueñan con inviernos sin goteras. Misión imposible.

Gutiérrez Marín comprueba las reparaciones. Una docena de vidrios cambiados, uniones de fierro reforzadas y selladas, algunos perfiles nuevos sobre las uniones más flojas. La mantención del tejado de vidrio se traga un millón y medio de pesos al mes. Diez metros cuadrados de vidrio. Una docena de galones de sellantes y tapagoteras. Todo esto suma al año casi 20 millones de pesos del exiguo presupuesto del museo que, en gran medida, se autofinancia con entradas y donaciones.

–Con poco, se hacen milagros– dice Gutiérrez Marín. De pronto mira al cielo y exclama con los brazos abiertos, como si desafiara a los dioses:

–¡Que se raje lloviendo, ya no me importa! Jajajá– su risa es una bomba de ruido que estalla a menudo. Abre tanto la boca que parece que se le va a salir la calavera.

Abajo, el tropel de estudiantes, gente y turistas que viene por José Miguel de la Barra en dirección al museo nada escucha y se ve indiferente y pequeño.

Guardián de palacios

Cuando tenía 16 años y cojeaba con su pata mala en busca del sentido que tendría su vida, Gutiérrez Marín no encontró nada mejor que consultar a una adivina en las afueras de su Rancagua natal. Ésta le dijo que lo veía viviendo en enormes palacios.

–No hay duda de que vivo en un palacio, pero en el subterráneo.

Jajajá.

En rigor, la oficina de Gutiérrez Marín está en el subsuelo, flanqueada de cajas llenas de cachureos que no caben en ninguna otra parte. Una luz lóbrega, pese a una especie de balconcillo que da al parque Forestal. Un espejo antiguo y señorial. Tubos con los planos de todo el museo. Un computador.

Aunque trabaja en el museo desde hace sólo cinco años, prácticamente inventó el cargo de arquitecto, después de pasar nueve años en el sonoro puesto de encargado de Proyectos de Inversión de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (Dibam). Desde allí hizo montones de intervenciones arquitectónicas en el museo y se mamó –como él dice– la parte final de la reconstrucción post terremoto de 1985.

Antes de la Dibam trabajó una década en el Museo Casa del Pilar, en Rancagua. Curiosamente, ahí cambió el chip con el que venía tras estudiar Arquitectura en la Universidad de Chile en los años 70, en pleno fervor constructivista.

–Todos queríamos intervenir la ciudad, dejar nuestro sello. Un amigo hizo las torres San Borja –que por suerte nunca terminó–, otro la Unctad. No importaba el entorno, conservar líneas. La arquitectura era para irse en la volada: mientras más notoria e invasiva, mejor. Un profesor de la Casa del Pilar, Hugo González, me enseñó lo contrario: conservar. Intervenir sin que se note. Requiere astucia como arquitecto y algo de humildad personal.

Mientras recorre el laberinto de tejados y lo veo cojear y aferrarse a las barandas de los pasillos flotantes observo a lo lejos las cimas de los edificios Telefónica y Titanium sobre Santiago.

–El Museo de Bellas Artes es un Monumento Nacional. No lo podemos intervenir ni ampliar ni un milímetro fuera de su fachada, así que mi trabajo como arquitecto se limita a modificar el espacio interior y mantener el exterior. Mi tarea es que se mantenga bien pese a sus cien años.

–Ponerle suero, verificar su pulso– le comento.

–¡Me toca hasta lavarle el poto. Jajaja!– dice aludiendo al problema de alcantarillas que tienen en el Museo de Arte Contemporáneo, a sus espaldas, que antes, cuando lo diseñó Emilio Jecquier, era la Escuela de Bellas Artes.

–Jecquier –el arquitecto chileno que diseñó el museo en 1910– hizo el edificio para la cúpula. Primero encontró la cúpula en Bélgica y luego diseñó el resto. La trajo en barco y la armó acá. Abarca el 70% de la superficie del edificio, así que, proporcionalmente, es el edificio con la cúpula más grande del mundo. Y comenta bajando la voz: "O la cúpula con menos edificio, jajajajá".

Probablemente Jecquier nunca imaginó los dolores de cabeza y el presupuesto que provocaría mantenerla cien años después. Para Gutiérrez Marín, es la preocupación fundamental. –El techo es la quinta fachada. Y, fuera del frontis, es la más importante del museo. Es precioso el panorama: el aire que da, el espacio arquitectónico que crea. Ya no es normal disponer de esta luz en las construcciones.

Reja invisible

–En mayo de 1993, cuando era ministro de Educación Ricardo Lagos y director del Museo, Nemesio Antúnez, en la inauguración de no sé qué exposición empezó a llover. La cúpula parecía un colador. Los funcionarios corrían por todo el hall colocando baldes de todos los colores entre las patas de la gente. El museo se llenó de pozas de agua, de gente con la espalda mojada, funcionarios sacando cuadros. Horroroso. Yo estaba ahí en mi calidad de

arquitecto de la Dibam. Fue un trauma.

Antes de 2005 no había arquitecto del museo como tal, todo se hacía desde la Dibam. Y cuando aterrizó como funcionario, Gutiérrez Marín preguntó por el techo, por los vidrios rotos y se sorprendió. Le dijeron que había un señor que disparaba un rifle a postones desde un edificio vecino y quebraba los vidrios. Gutiérrez Marín no se imaginaba que el techo era tan importante, no sólo para el museo, sino para el barrio.

–Los vecinos llamaban permanentemente quejándose del estado del techo: que estaba sucio, que tiraban basura, avisaban que había vidrios rotos. Porque, claro, el techo del museo es parte de su vista diaria.

Tuvo que hacer peripecias presupuestarias para limpiar el techo y el entorno, porque muy principal museo de Chile será pero todas las noches se convierte en la letrina más grande del parque Forestal.

–No podemos hacer una reja, porque el resto del terreno es municipal, así es que todas las mañanas limpiamos el perímetro del museo a manguerazos.

Piensa hacer un piso quiebrapies, un pequeño foso con agua, algún sistema de reja invisible que impida a la gente acercarse al museo a hacer sus necesidades no artísticas. Pero el techo se traga casi todo el presupuesto. Y ahora el terremoto…

–Después del terremoto de 1985 el museo estuvo cinco años cerrado, pero se pudo hacer una restauración como la gente. Para este terremoto, Milan Ivelic –el actual director– ordenó abrir al día siguiente.

Los daños actuales son menores. Balaustradas. Yesería. Cornisas trizadas. Las oficinas de museografía son las más dañadas. Se cayeron el cielo falso y el estuco de las paredes. Los costos de las reparaciones suman 150 millones, que no estaban en ningún presupuesto, pero que el director se consiguió de una corredora de Bolsa. –La cúpula de vidrio, por suerte, no sufrió.

Seguimos deambulando por las balaustradas, las claraboyas, los tejados empinados, los vierteaguas, los perfiles de fierro, los pernos belgas de 100 años con capas y capas de pintura verde. Pasamos por la baranda por donde justo hace cinco años se suicidó el pintor Carlos Reszka, lanzándose desde el techo. Hace un par de años otra persona se pegó un tiro en la sala Matta. –Los museos atraen a la gente como un imán. Todo tipo de gente– dice Gutiérrez Marín.

Las nubes siguen amenazantes sobre nuestras cabezas, pero todavía no sueltan una gota. Soza y Sagredo han hecho bien lo suyo. Miran el cielo, miran a Gutiérrez Marín, me miran a mí.

–¿Y si no llueve hoy, sino el fin de semana?– pregunto.

–Igual venimos todos.