La primera vez que me dieron plata para comprar en el kiosco del colegio fue cuando pasé a séptimo básico, que en mi colegio era también el paso a ser parte del grupo de los grandes. En 1994 aún no existía la jornada escolar completa, entonces nos dividían. De primero a sexto básico íbamos en la jornada de la tarde y de séptimo a cuarto medio, en la mañana. Ese salto implicaba muchas cosas más que un cambio de jornada, desde ese momento nos empezamos a preocupar del largo del jumper, ya no queríamos que nos vieran jugando al pillarse o esas “cosas de niñas” y, al menos en mi caso, tenía permiso para comprar en el kiosco. Para mi mamá ya era lo “suficientemente grande” para manejar una mesada.
Recuerdo perfectamente ese primer recreo con plata. Creo que las primeras dos horas de clases no tuve idea de lo que habló la profesora porque yo solo pensaba en qué iba a comprar. Sonó el timbre y partí corriendo. Y no sé qué cara de felicidad debo haber tenido, pero me atendieron al tiro, cuestión que no era común porque en un colegio grande, con sólo dos kioscos, siempre había que esperar.
¿Qué me alcanza con $100?, le pregunté a la señora que atendía. Las opciones no se podían contar con los dedos de una mano. Y es que en ese tiempo con $100 uno hacía maravillas. Había unos chocolates a $10 pesos, eran blancos o cafés y uno notaba que de chocolate no tenían mucho porque después de comerlos quedaba el paladar grasiento; o esas bolsitas de manjar que se chupaban, que no recuerdo muy bien cuánto costaban pero con esa plata comprábamos muchas; o los dulces de $5, me acuerdo mucho de los Mediahora, que incluso un tiempo costaron $1.
Ese día al final elegí un paquete de papas fritas y me gasté casi toda la plata en eso, porque costaba $80. Pero fui muy feliz. Porque además en esos años la costumbre del snack envasado no era tan común como ahora, al menos en mi entorno. En toda la básica –fines de los ’80 y comienzos de los ’90– mi colación y la de la mayoría de mis compañeros era mucho más casera que la que hoy llevan mis hijos de 5 y 7 años al colegio. Me mandaban manzana, un sándwich, queques hechos en casa o yogur. Cuando tenía un paseo o algún evento especial, un Super Ocho y un Kapo, pero era una excepción.
Y también fui feliz por el rito de sentirme grande eligiendo mi colación. Porque ese día partió mi “relación” con el kiosco del colegio. Un espacio de encuentro. El lugar donde en los recreos se instalaban los más taquilla del colegio a tocar guitarra y conversar sentados en las sillas que estaban al lado. El mismo lugar por donde con mis amigas nos paseamos tantas veces jurando que algunos de ellos nos miraba; o donde nos escondimos cuando no queríamos entrar a la clase de educación física.
Años después fue también en el kiosco donde comenzó el coqueteo con mi primer pololo, mientras él pedía un sandwich y yo me hacía la “light” pidiendo solo una bebida. Quizás por eso recuerdo con tanto cariño el kiosco del colegio, porque era el único lugar que no tenía nada que ver con estudiar. Una suerte de escape, como una embajada dentro de un país. Allí hacíamos amigos, nos olvidábamos por un rato de los estudios y nos entregamos al placer de las golosinas y, al menos en mi caso, también del amor.