Quienes han trabajo con Jaime Mañalich Muxi (57) no dudan en calificarlo como una buena persona, pero agregan otros adjetivos: trabajólico, estudioso, obsesionado con lograr sus metas, sin calculadora política, de carácter fuerte, polvorita, enojón.
Desde que asumió en 2010 como ministro de Salud ha protagonizado episodios que han revelado su carácter. Frente a las movilizaciones ciudadanas, dijo que había agitadores profesionales pagados y aseguró que la huelga de hambre que protagonizaron estudiantes del Liceo A-131 de Buin no fue efectiva más que en un solo caso. Abogó por la restricción de vehículos catalíticos, medida que tuvo que ser descartada desde La Moneda. Incomodó al gobierno cuando, en plena negociación para la reforma tributaria, acusó a la DC de estar detrás de irregularidades en el Servicio de Salud Occidente. En medio del conflicto de Aisén, causó una polémica al afirmar que una persona murió porque la ambulancia no pudo pasar debido al bloqueo de caminos, lo que fue desmentido por dirigentes sociales. Durante un paro de la salud, suscitó las iras de los trabajadores al visitar el consultorio Pablo Neruda de Lo Prado. "Creo que (ellos) me van a recordar como el huevón que nos cagó", dijo aludiendo al sentimiento presente luego del descuento salarial practicado a los funcionarios tras la paralización. Después admitió que la frase fue desafortunada y ofreció disculpas.
¿Siempre dice lo que piensa?
Tengo cierta libertad interior porque no estoy apostando a ningún futuro político. No quiero ser ministro ni senador ni estoy invirtiendo en ninguna agenda personal, sino que me interesa cumplir con el Presidente Piñera. Si vamos a lo comunicacional, le contesto directo a mis 90 mil seguidores en twitter. Digo las cosas que digo en todas las oportunidades. Algunas cosas son muy virtuosas y otras pueden ser muy desafortunadas. Si uno quisiera ser afortunado siempre, perdería muchos grados de libertad. Trato fundamentalmente de referirme solo a los temas de salud y no meterme en otras honduras, de las que también tengo opinión.
Sus opiniones en los temas de salud son siempre muy tajantes.
Soy muy vehemente en las cosas que creo correctas. Si se trata de un paro de la salud, los trabajadores pueden reclamar con entera legitimidad sus demandas, pero que a consecuencia de eso haya una señora que no recibió su tratamiento antidepresivo o un joven que no retira sus medicamentos del sida, son cosas muy graves. Y, por supuesto, mi posición a ese respecto va a ser muy dura siempre, porque lo que está en juego son derechos ciudadanos que uno no puede conculcar de ninguna manera.
"Las isapres van a chocar con la pared raspando de la olla el último gramo de utilidad y van a suicidarse si es que no cambian su conducta. Se los dice todo el mundo, los usuarios, las encuestas, pero insisten en resistirse al cambio".
¿Cómo es con la gente que no trabaja a su ritmo, con el retraso de los proyectos de ley en el Congreso, por ejemplo?
Me enojo mucho. Y me enojo fácil. Es un problema mío porque el enojo, la ira, no produce resultados. Y, en ese sentido, lo que más rinde es la absoluta perseverancia: ir de nuevo, volver a hablar, repetir, insistir. Eso rinde más que la ira, que es mi peor pecado, por supuesto. Soy una persona tozuda, pero no mal genio. No ando de mal genio todo el día, ni con mucho. Tengo mal lejos, pero buen cerca (ríe).
¿Se le pasa rápido la rabia?
No. El enojo no se me pasa rápido. Y entonces tengo que pedir perdón cuando corresponde, que debería ser más veces de las que lo hago, en realidad. Pero la frustración esencial detrás de mis enojos es no lograr el objetivo. En la discusión en el Congreso muchas veces los parlamentarios dicen cualquier cosa, tienen la autoridad para poder decirte "para tu tía". Eso no me complica. Lo que me aproblema es no sacar la Ley de Isapres. Esa cuestión me da rabia. ¿Por qué seguimos esperando? Para mí, lo mas difícil de entender en la negociación parlamentaria es que no haya sentido de urgencia.
¿Su carácter fue siempre así?
Siempre. Los catalanes somos así. La educación de mi familia fue siempre "a mí no me vengan con tonteras". Es lo que aprendí de mis abuelos, mis papás, mis tíos. Eso de que no hagamos enredos "para que nadie se vaya a sentir" no existe en nuestra familia. Decimos las cosas como nos salen.
El que ayuda a buen morir
Se crió en un piso en la calle Bandera donde vivía con sus padres, tíos, primos, abuelos. Era el hogar de una familia de inmigrantes de Cataluña, del derrotado bando republicano, donde todo el mundo hablaba catalán y compartía lo que había. "Mi papá se dedicaba al comercio y un tiempo hubo mucha pellejería, no había recursos. Caminábamos muchas cuadras de la casa a la escuela pública 48 (hoy colegio Valentín Letelier) en la plaza Ñuñoa, porque no alcanzaba para que mi mamá pagara la locomoción. Pero mis recuerdos son muy lindos. Marcadores. Los domingos íbamos a la Masia Catalá, que era como un club, y hacíamos arroz a la catalana para almorzar y todas las familias llegaban con algo: pescado, longaniza, lo que fuera. Cada almuerzo era diferente, no había receta", recuerda. Está orgulloso de haberse formado en la educación pública. "Soy el primer profesional de mi familia y eso a mis padres los llenaba de orgullo", dice.
La cercanía de la muerte lo ha marcado. "Mi mamá murió en un accidente automovilístico cuando yo tenía 49 años. Llegué momentos después que chocaron su auto y la vi ahí, muerta. Y la sensación mía terrible era que no le alcancé a decir nunca cuánto la quería. Mi papá entró en un luto irrecuperable y murió a los pocos años, porque no quería vivir. Una cosa durísima", cuenta. Desde que fallecieron sus padres asumió como cabeza de la familia. Un rol que tiene que ver con su condición de médico y hermano mayor. Regularmente le piden consejos y es el que ayuda al buen morir de los mayores del clan. "Cuando algún tío de las generaciones primeras de este núcleo inmigrante se acerca a la muerte, mi rol es acompañar, aconsejar, tratar de lograr un buen morir. Como uno tiene más información, puede ayudar a discernir en algún caso y decir 'hasta aquí no mas llegamos, dejémoslo descansar tranquilo' y que eso genere paz, que la angustia disminuya. Ahí es donde la conjunción entre esa deuda que uno tiene con sus mayores, con los ancianos de la tribu, de alguna manera se salda. Lo bueno que hizo mi tío por nosotros, cuando mi papá estaba en unas penurias terribles, al acompañarlo en su agonía se devuelve", señala.
¿Esa experiencia explica por qué siente tan suya la reciente Ley de Derechos y Deberes de los Pacientes?
Esta ley viene a compensar un desequilibrio extremo entre un paciente sufriente, con dificultades de financiamiento y un sistema todopoderoso que cree saberlo todo. Que la persona pueda decir "sabe doctor, explíqueme, soy capaz de entender y de participar de las decisiones de mi cuidado". Muy en el corazón creo que las personas deben enfrentar lúcidamente la enfermedad, tomar sus decisiones, decir: "quiero el tratamiento o realmente hasta aquí llegué". Es un derecho fundamental que ahora está consagrado en la ley en la que trabajamos tanto.
"Si fumas es tu elección, pero, ¿quién paga la cuenta? Uno dice 'fumar es mi problema', pero cuando te enfermas de enfisema o cáncer todos pagamos la cuenta a través de impuestos que te financian el tratamiento de salud".
¿Hasta dónde llega la libertad de las personas para tomar decisiones sobre su salud? ¿Qué pasa si alguien rechaza que vacunen a su hijo o si su religión le impide someterse a una transfusión de sangre?
Esos son casos extremos. En Chile se ha sancionado por alguna corte que es legítimo que la persona se niegue a la transfusión, lo que significa riesgo de muerte. En el caso de las vacunas hay un balance complejo entre la decisión de cada uno y el bien común. La Corte Suprema acaba de emitir una resolución obligando a una madre a vacunar a su hijo, porque si no se vacuna a un niño no solo se le está produciendo un riesgo a él sino a todo su curso, a su entorno.
¿Y si un paciente rechaza el tratamiento y prefiere ir a morirse tranquilamente a su casa?
Es su derecho. Si siente que la cuenta está saldada y no quiere seguir luchando, nadie puede obligarlo.
Todas estas leyes de tolerancia cero al alcohol, al tabaco, a la comida chatarra, ¿no están precisamente limitando las opciones de las personas?
En las naciones más desarrolladas el control social de lo que es bueno o malo no lo ejerce el Estado, sino el colectivo. Los suizos saben que no pueden lanzar basura en la calle, ni fumar delante de niños, ni tirar la cadena del baño después de las 10 de la noche, pero no porque el Estado se los diga, sino porque los vecinos controlan que se haga así. Nosotros todavía no llegamos a esa madurez cívica, necesitamos leyes. Y ocurre que es muy difícil cambiar conductas con leyes. El único ejemplo que se me ocurre es la ley de tolerancia cero al alcohol, si es que dura.
¿Y si alguien elige no vivir sano?
El tema es el siguiente: si fumas es tu elección, pero el que está al lado tuyo no puede fumar por culpa tuya. Además, ¿quién paga la cuenta? Uno dice fumar es mi problema, pero cuando te enfermas de enfisema o cáncer todos pagamos esa cuenta, a través de impuestos que financian tratamientos de salud.
¿Ha sentido la presión de industrias, como farmacéuticas o productores de alcohol, al impulsar estos cambios?
Las presiones existen. Cuando una industria tiene una forma de ver el mundo, de hacer negocios, es muy difícil impulsar el cambio. En el caso de la industria farmacéutica, necesitamos que el precio por pastilla sea más barato para que tengamos máxima cobertura. Y deberían aceptar porque les estamos ofreciendo una ecuación ganadora: como sociedad nos acercamos peligrosamente al envejecimiento, con sus enfermedades crónicas, y lo que queremos es tratar a todos los ciudadanos. Eso está garantizado en el Auge, el Estado paga. Entonces, no van a perder, van ganar. Pero les cuesta verlo. En la industria hay muchas voces predicando que aquí se va a venir el mundo abajo y nada de eso va a ocurrir. Para qué decir las isapres: van a chocar con la pared raspando de la olla el último gramo de utilidad y van a suicidarse si es que no cambian su conducta. Y se los dice todo el mundo: los usuarios, las encuestas, pero ellos siguen igual porque total les ha ido tan bien así siempre, que para qué van a cambiar.
Su mujer enfrentó el año pasado un exitoso trasplante de pulmón. ¿Cambió eso su forma de ver la realidad del trasplante de órganos?
Soy médico internista y nefrólogo. Un típico paciente mío era el que necesitaba trasplante, así es que todo el proceso me era conocido. Pero, cuando te pasa a ti, es muy distinto. Dos veces nos llamaron, pero había otra persona antes en la lista que fue compatible. Siempre alertan a tres probables receptores porque no se puede perder el órgano. La segunda vez, cuando tuvimos que volvernos a la casa a las 12 de la noche porque otra persona recibió el pulmón, fue demoledor. Estuvimos realmente en la pitilla como dicen los cabros. Esta cintita (una verde atada a su muñeca) simboliza el agradecimiento infinito a ese donante.
Piñerista
Nunca militó en un partido político y llegó al gobierno de la mano del Presidente Piñera. Fue médico de su familia y cultivó una relación profesional con él en la Clínica Las Condes, donde Mañalich era el director y el mandatario tenía participación accionaria. A nadie sorprendió que liderara el grupo Tantauco en temas de salud y que luego se incorporara al gabinete.
No fuma. No bebe alcohol. Rehúye la vida social. Trabaja los fines de semana. Tampoco ve televisión. Si se siente agobiado, ahí están las calles del centro de Santiago para calmarlo. "Hasta cuando estaba en la Clínica Las Condes me arrancaba a caminar por Ahumada. Sentir la bulla, ver a gente normal, al gallo que grita el maní, a la señora de compras. Eso me relaja", confiesa. A punta de subir escaleras, en vez de usar ascensores, y de renunciar a su pasión por las empanadas fritas de queso, ha evitado recuperar los 14 kilos que bajó el primer año de gobierno.
Nunca militó en un partido político y ha dicho que nunca antes votó por un candidato de derecha para Presidente de la República. ¿Votó entonces por la Concertación?
Tuve algunas abstenciones. No me acuerdo cuál fue el último Presidente que voté que era de la Concertación.
¿Le gustó el proyecto de la derecha o lo convenció Piñera?
Fui seducido por el proyecto de una persona. Sentí que el modelo virtuoso –en todo lo que tuvo– instalado por la Concertación había llegado a su fin, que necesitábamos una refundación. Chile debía andar como avión y de repente se estancó. A ese desafío, de decir recuperemos el vuelo, yo creo que el Presidente ha respondido en exceso. Tener un país como el que tenemos hoy, que sigue apuntando al desarrollo, al empleo, que mira el futuro y no se está relamiendo las heridas, es un cumplimiento muy importante.
Pero parece que la ciudadanía no ve esta obra, a juzgar por el bajo respaldo en las encuestas.
No sé si la encuesta predice la conducta en la urna electoral. El último episodio (sondeos en las elecciones municipales) revela claramente que no es así.
¿Las encuestas no reflejan lo que la gente piensa del gobierno?
Se tiene que entender que los procesos históricos y sociales los resuelve un único tribunal supremo, que es la historia.
Hay dos ex colegas de gabinete compitiendo por suceder a Piñera. ¿Quién lo representa mejor?
No les he escuchado hablar de una propuesta en salud. Mientras eso no ocurra es muy difícil decir que el camino correcto –en mi mirada así, muy cuadrada– es mejor que el otro. Mi adhesión esencial es al Presidente. Mire lo que le digo: creo que si hubiera reelección, como en Estados Unidos, el Presidente Piñera sería reelecto, por lejos, en noviembre de 2013, fuese cual fuese el candidato de la oposición. Soy un piñerista a ultranza.