Tengo cierta tendencia a la nostalgia. Los que siguen esta columna ya se habrán dado cuenta de la cantidad de veces –tal vez todas– en las que he citado el pasado para contar cualquier cosa: mi pasado o el pasado en común, ese en el que en invierno llovía a cántaros. Sé que no soy la única que ha tenido esa sensación de mezcla de nostalgia y melancolía al ver que en el barrio en el que creció y la plaza en donde jugó, ahora irrumpe un tremendo mall, que terminó por cerrar la tintorería, la verdulería y la panadería a la que tantas veces fuimos a comprar las marraquetas calentitas para tomar once.
Escribo esta columna y escucho a Juana Molina, cantante argentina a la que descubrí por casualidad en una disquería, que tal vez tampoco exista, en Buenos Aires, y tengo la misma idea dando vueltas: "¿cómo es posible que el progreso sea tan violento? / Una flor, un árbol, un aroma, los pajaritos / Son valores que se van perdiendo de a poquito". La canción se llama Sálvese quién pueda. He pensado mucho últimamente en esa sensación, y conversando con otros me he dado cuenta de que mi melancolía es la de muchas personas más. Y no solo es porque me esté poniendo vieja –"Ni la mayor vitalidad / supera el deterioro" escribió Emily Dickinson– sino que esa sensación de desolación al ver la velocidad con la cambia el entorno y cómo demuelen los lugares que para nosotros eran importantes, se convierte en algo masivo y abismante.
Dejamos de reconocer los barrios y esa pérdida es imposible de recuperar. Pienso en los lugares que he conocido y a los que no he vuelto, y que tal vez ya no existan. Pienso en los alerces que alguna vez abracé, en los bosques por los que caminé, en los desiertos en los que sentí cómo me quemaba el sol. Pienso en qué queda y cómo cambia todo. Pienso que los edificios son cada vez más altos, y que los que antes encontrábamos altos, ahora son una pequeña sombra de otro. La ciudad se oscurece, el sol ya no entra por la ventana. Pienso que hay lugares que no deberían cambiar, que hay árboles que jamás se deberían cortar. Ni por el progreso ni por la modernidad.
Vemos menos verde, y eso nos va enfermando a todos. Nos enferma porque no podemos ir en contra de nuestra biología: somos seres vivos, enajenados de la naturaleza tal vez, pero no podemos pensar que viviremos mejor sin ella. Solastalgia se llama esta sensación de desesperanza y pérdida de lo que fue. Y para sanarnos de ella, veo en la educación el único remedio tangible. No solo en la educación ambiental –respuesta necesaria para poder tomar buenas decisiones de consumo y aprender a reciclar– sino que la educación para conocer la historia de lo que hemos sido y cómo hemos vivido para conectarnos y cuestionar lo que le hemos hecho a la Tierra y a sus habitantes. Y entender que la historia no es optativa y que no se puede elegir: somos el resultado de las decisiones de otros, lo que hoy nos hace protagonistas de lo que heredarán los humanos que vendrán.