El peligro de no poner límites: De niños tiranos a adultos frustrados

Límites niños Paula



Ir por el mundo no es fácil y si alguien crece sin reglas, le resulta más complicado. Para convivir en sociedad se necesitan límites emocionales, ya que constituyen normas saludables que permiten tanto actuar desde el respeto hacia el otro, como proteger el espacio que cada cual necesita para desplegar su identidad y autonomía. En caso contrario, por ejemplo, un niño al que se le deja hacer todo lo que quiere, se convierte en un adulto egocéntrico y caprichoso, que no está preparado para coexistir ni compartir con los demás.

¿Por qué es importante poner límites en la infancia? “Si las niñas y los niños fuesen una casa, los límites serían los marcos de las puertas, que son imprescindibles para comunicar el exterior con el interior, las distintas habitaciones y las interacciones entre las personas que habitan ese espacio”, dice Cecilia Aretio, psicóloga infanto juvenil y magíster en Psicología Clínica.

Los padres ponen dichos marcos para que, por un lado, los hijos aprendan cuáles son sus derechos y desarrollen el sentido de la protección y el cuidado y, por otro, sepan lo que esperan de ellos, lo cual impacta en su autocontrol y en cómo se relacionan en familia. “No se pueden instalar puertas sin marcos, fallarían las protecciones, las aperturas y los cierres. Antes, eso sí, hay que construir los cimientos cuya clave son los vínculos primarios de apego, desde el útero, incluso. De esta forma, para criar niños saludables es preciso desarrollar un marco sostenedor sobre la base de vínculos seguros con sus cuidadores principales”. En otras palabras, “no hay límite sano en una familia, si no se levanta sobre bases de seguridad y confianza”.

Aretio, que es académica de la Universidad Diego Portales (UDP) y de la Universidad de Santiago de Chile (USACH), además de supervisora clínica del CAP (Centro de Atención Psicológica), explica que los primeros límites cumplen una función protectora. “Mientras más pequeño es un infante, menos reglas necesita, lo que requiere es un ‘marco relacional sostenedor’, que le permita explorar su mundo, desde una base segura”.

Es en la edad preescolar que comienzan a ser necesarios los límites, entendidos como normas de convivencia. “El niño va aprendiendo a relacionarse, al incorporar principios de respeto, colaboración, reciprocidad y negociación. Experimentar que no siempre se puede tener lo que se desea, que hay que esperar turnos, compartir lo que se tiene y pedir en vez de quitar o ‘usurpar’, representan grandes desafíos, desde los 3 hasta los 5 años de edad”, afirma Aretio.

Los límites implican, igualmente, asimilar que los actos tienen consecuencias y el romper ciertas reglas, también. Según la psicóloga, estas consecuencias tienen que ser proporcionales a la madurez y al nivel de desarrollo del niño. Por ejemplo, si un niñito hace un berrinche, ilustra Aretio, “no habría que castigarle, sino contenerle, ya que las niñas y niños pequeños necesitan ayuda para aprender a regular sus emociones. No hay que mandar a un chiquito de 3 o 4 años a que se calme solo en su habitación, porque en los primeros años de vida los infantes solo se calman saludablemente junto a un adulto. Aquellos que se calman solos tendrían que resultarnos sospechosos: psicológicamente no es lo apropiado”, remarca.

¿Qué ocurre cuando un niño cree que, por simple hecho de existir, es merecedor de todo? ¿Y si nunca recibe un “no” por respuesta? Los progenitores lo sitúan en “un altar doméstico que, entre otros, se caracteriza por la sobreprotección, la justificación a ultranza y la transformación de padres y madres en una especie de mayordomos”, como subraya un artículo del diario español La Vanguardia. Es inevitable pensar en palabras como “consentido” o “malcriado”. Aretio sostiene que “los extremos son nocivos: ni sobreprotección ni dejar hacer a cualquier precio, La falta sistemática de límites va deteriorando la fortaleza del yo, la capacidad de regulación de los impulsos y las emociones, y la sensibilidad y la empatía. Un niño, adolescente o adulto falto de límites padecerá mayores dificultades en sus relaciones, en su capacidad de afrontar el estrés y en desarrollar voluntad y persistencia para lograr metas”, enumera. Puede ser que un muchacho se relacione de modo “egocéntrico, utilitario, que aspire a obtener todo lo que desea de manera inmediata, que le cueste postergar sus impulsos y gratificaciones y se frustre con facilidad. Más tarde, también será un adulto frustrado”.

Familias, compensaciones, tratos

Virginia Satir, pionera estadounidense de la terapia familiar, planteaba que, en la “familia funcional” se respeta la individualidad y se estimulan las diferencias, además, se busca la solución más apropiada para cada problema. En la “disfuncional”, en cambio, las particularidades no se toleran y los problemas no se resuelven. En familia nutricia, los progenitores se consideran guías, reconocen sus aciertos y errores; los hijos son tomados en cuenta. En una familia conflictiva los padres están ocupados diciéndoles a sus hijos lo que deben o no deben hacer. Nunca llegan a conocerlos, y tampoco sus hijos a ellos. Y sus integrantes se evitan unos a otros.

“El respeto, la comprensión empática y la internalización de derechos y responsabilidades, propias y de los demás, es lo que permite una sana convivencia. Somos una sociedad en la que, lamentablemente, el maltrato psicológico y físico son cotidianos y, aún en el siglo XXI, normalizados o minimizados”, comenta Aretio sobre la realidad chilena. “Para inculcar normas de buena convivencia es preciso también educar en el buen trato. La severidad, el autoritarismo y los castigos no son límites saludables, sino que van debilitando la autoestima y el bienestar de niños y adolescentes”, agrega.

¿A los padres actuales les cuesta más poner límites que a las generaciones pasadas? ¿Qué tan comunes son los “niños tiranos”? “Desde mi experiencia clínica observo un rango amplio, pero diría que predominan dos perfiles: adultos poco sensibles ante necesidades y derechos de niños y adolescentes y, en el otro extremo, padres (o cuidadores) con falta de firmeza y constancia para sostener un marco de relación desde el respeto, la colaboración y la comunicación abierta”. En este último grupo entrarían quienes no saben poner límites o no quieren repetir los errores de sus padres, o temen perder a sus hijos y se comportan como su fueran sus “amigos”. Asimismo, aquellos que “intentan compensar la falta de tiempo y de sostén emocional” con laxitud en las libertades, así como los que “oscilan”, desde “un dejar hacer” hasta una restricción exagerada.

Como parte del híperconsumismo, actualmente, las pantallas son una especie de mamaderas y hay niños que tienen los últimos aparatos tecnológicos, sin siquiera pedirlos ni valorarlos. Opera ahí una especie de compensación: no ponerles límites, o darle los “mejor” a cambio de no estar tan presentes en sus vidas. “Tiene que ver con compensar por culpas, con tragarse el mandato de que hay que tener el último modelo de todo y cada vez los modelos caducan más rápido, por lo que es una carrera sin fin. Es una forma de alcanzar estatus y de querer sentirse tristemente reconocidos, y también tiene que ver con padres sobreexigidos, que necesitan desconectarse de sus funciones paternas, por agotamiento, y lo delegan en pantallas”.

¿Cómo establecer límites sanos? Aretio sugiere fijar pocos, “sustentados en una convivencia amorosa y basados en la protección de quien más lo necesite y en la reciprocidad. Respetarlos y tener una conducta consistente, tanto con respecto a cumplirlos uno, como persona adulta, como con que su transgresión tenga consecuencias”. Lo ideal es crear un ambiente donde haya normas claras, pero también espacio para expresarse. “Los momentos de calidad, en que todos la pasan bien, son tan importantes para la salud mental como disponer de reglas claras, justas y coherentes en el hogar”, dice.

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