El peso de las expectativas: ¿Por qué nos dejamos llevar por ellas?
Una mujer pasa por la tintorería a recoger un blazer de su hermana, que tiene una cita de trabajo al día siguiente. Esta apenas nota cuánto corrió, mascarilla incluida, para llevarle la prenda, y no le agradece el gesto. Otra persona se muere por conocer el café que tanto le recomendó su pareja y la atención le parece pésima. Una tercera, separada, se apunta a trekking con la ilusión de ponerse en forma y, de paso, conocer hombres, pero el único es el instructor, que tiene 20 años.
Las expectativas, definidas como las “esperanzas de realizar o conseguir algo o las posibilidades razonables de que algo suceda”, casi siempre defraudan. Esto, porque son “proyecciones subjetivas de fantasías o suposiciones, que pueden ser acertadas o no”, y en las que, de acuerdo a los entendidos, “subyace cierta intencionalidad de querer controlar, manipular o cambiar el curso del fluir natural de la vida”.
¿Por qué los seres humanos se dejan llevar por las expectativas? “Las expectativas del otro son fundamentales en la vida. Cuando nacemos, nos reciben con un discurso. Carecemos de lenguaje. Los otros ponen fantasías, ilusiones sobre nosotros; forman parte de la constitución del sujeto. Uno tendría que salirse de ahí, pero no es tan fácil”, explica Patricia Romero, psicóloga clínica y secretaria académica de la carrera de Psicología de la Univesidad Andrés Bello. Por lo visto, “uno es amado en la medida que tiene la aprobación del otro y renunciar a las expectativas, de algún modo, es renunciar a su amor”.
Muchas veces, las cosas no suceden como la gente espera y, sin embargo, las expectativas poco realistas persisten. Es decir, ideas sobre como tendría que ser esto o lo otro o cómo uno quisiera que fueran. De otro modo, hay una decepción. “Que el otro sienta de otra manera es lo que provoca la frustración, y hay un poco de narcisismo ahí”, dice Romero, quien es doctora en Psicología de la Universidad de Chile. “Se produce rabia, por ejemplo, por no haber dado la talla o porque el otro no es capaz de verme; y pena porque no me mira, no valora mis virtudes o lo que estoy ofreciendo. Al final, aspiro a cumplir lo que el otro quiere de mí, a que me ame”.
La gente pone expectativas sobre los otros y sobre sí misma. Pesan también ciertos mandatos. Lo típico: un hijo se hace abogado o médico, por tradición familiar, aunque, en realidad querría ser músico. “La persona accede a esto porque quiere mantener el amor, porque ama a sus padres y quiere verlos felices. Trata de hacer calzar las expectativas de los otros con las propias, inconscientemente”, indica Romero. En realidad, según dice, hay fantasías que son necesarias como parte de la identificación de cada cual. Por ejemplo, cuando a un niño le dicen que es parecido al padre o que es bueno para la pelota, si esto, efectivamente, corresponde a la realidad.
“Ahora, si las expectativas y el ambiente son demasiado rígidos, no hay lugar para la creatividad, para el desarrollo personal, para probar”. Aquel individuo que opta por la medicina, en lugar de la música, buscará algo de la carrera que le dé satisfacción, “que se enganche con su identidad, a la vez que cumple las expectativas de los padres. Si realmente quiere ser músico, va a hacer intentos, pero habrá una discordancia”, comenta Romero. En el fondo, infelicidad.
Amor y demandas irracionales
En las relaciones amorosas es imposible no hacerse expectativas, porque la gente se proyecta con alguien, pero hay que tener cuidado con las demandas irracionales. “Partir de la base que son dos sujetos distintos. Las expectativas tendrían que respetar sus diferencias. Nadie puede leernos el pensamiento, por muy dispuesto que esté hacia nosotros. Y uno no está para hacer feliz, ni completar al otro. Esa relación es un aspecto en la vida de la persona, no todo”, subraya Romero.
Deshacerse de ideas como “la del príncipe azul que liberará a la princesa y la hará feliz por siempre jamás”, no estaría mal. Algunas personas esperan que el otro sane sus heridas de amores anteriores. “Están concentrados en sí mismos, no en la relación, no en lo que dan y lo que el otro puede dar, sino en algo que pasó y les afecta. Eso es pedirle mucho al otro, una carga injusta que no tiene que ver con la relación. Es esperar demasiado”.
Si una persona sufre, “porque se siente exigida a dar lo que los otros esperan de ella o porque sus exigencias hacia el otro son demasiadas, sería bueno buscar ayuda”, precisa Romero. En consulta, ella ve pacientes afectados por las expectativas, no solo en el plano romántico. “Hay mucha neurosis. Esto de tener que funcionar en torno a ideales familiares, sociales, de deber ser, de hacer lo correcto. Tener a todos felices es agotador, la gente comienza a enfermarse. Por eso se ven tantos ansiosos depresivos”.
Con respecto al amor, en 2018, un equipo de la Universidad de Exeter (Reino Unido), sondeó a 43 parejas que llevaban diez años casadas o que se habían separado en ese período y otras diez, del mismo o diferente sexo, que habían convivido por al menos 15. Los académicos concluyeron que los lazos duraderos se construían sobre conceptos como amistad, respeto, expectativas realistas, intereses en común y sentido del humor. También, que era beneficioso hacerse diez preguntas críticas antes de embarcarse en una relación: ¿queremos las mismas cosas?, ¿estamos comprometidos para enfrentar momentos malos?, ¿nuestras expectativas son aterrizadas? El estudio se realizó tras las revelaciones de la baronesa Fiona Shackleton, una ex alumna y abogada especializada en divorcios, que dijo que el 50 % de quienes la consultaban se daban cuenta, justo antes de casarse o a poco andar, que eran incompatibles con sus parejas.
Para liberarse de expectativas que, en el fondo, hacen daño, Romero sugiere reflexionar: “Esto es lo que quiero y esto es lo que los otros quieren de mí. ¿Por qué elijo ciertas cosas, tales vínculos?”. Otras estrategias apuntarían a quitarse cosas de encima: por ejemplo, reconocer lo que otros ya hacen por uno, en lugar de pedirles que hagan lo que no pueden. Y mirar alrededor con indulgencia, en vez de ser tan implacables, ya que, después de todo, nadie ni nada es perfecto.
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