A propósito de la muerte de los leones en nuestro zoológico (lugar que detesto desde siempre) y después de darle muchas vueltas en mi cabeza, decidí que odio a mis vecinos y que voy a robarles a su perro: un boxer precioso y grande que nunca ha salido del patio delantero de la casa. Y cuando digo patio delantero, me refiero a un pequeño pedazo de cemento donde también se estaciona el auto, y donde, haga frío o calor, el pobre perro está echado sobre su propia caca, esperando que pase algo.
Hay otro detalle, al perro nunca lo han sacado a pasear ni a la esquina, lo sé porque trabajo desde mi casa, así que espío —no siempre— lo que hacen mis vecinos. Y sé que ese perro no conoce ni el pasto, ni un árbol, ni un juego. No puede entrar a la casa, pero tampoco puede salir a la calle. Está destinado a podrirse en el cemento.
Al principio cada vez que pasaba frente a esa casa me esforzaba por no mirarlo. Me daba pena su encierro, sus gemidos en la noche, sus ladridos desconsolados. Quería creer que algún día lo sacarían a pasear o lo regalarían, pero el perro seguía ahí; asomado entre las rejas, esperando a que pasaran otros perros o personas para olfatearlas.
Esto se juntó con un bloqueo mental en el que dejé de escribir, tal vez, porque no tenía tan clara la próxima idea de mi nueva novela. Y ahí estaba, cada vez que pasaba por la calle, ese boxer encerrado; como si él fuera yo. Como si una parte mía viviera en él.
Y hace unas semanas armé un plan para rescatarlo. Toqué el timbre de la casa y me presenté. Sí, la vecina del frente. Sí, tengo una ONG de perros para pasearlos, le dije, y mi vecina que es bien viva no me creyó mucho. Pero no le importó porque, finalmente, lo que le estaba ofreciendo era pasear al Ringo gratis dos o tres veces a la semana.
Al principio al perro le daba miedo alejarse de la casa. Me costó mucho ponerle una correa, aún más que me hiciera caso. Iba lento, no le gustaba el collar y se asustaba cuando veía a otros perros. Pienso que a los dos con el Ringo nos costó encontrar nuestra sintonía. Para él, yo representaba lo desconocido; un mundo lleno de posibilidades que, me imagino, lo abrumaba. Todo era nuevo y olfateable. Y aunque aún no confiara en mí, el Ringo se dejó llevar.
No sé si yo lo sacaba a pasear a él o él a mí. Es raro, pero durante las primeras semanas que salimos empezaron a ocurrir cosas buenas. Los paseos con el Ringo me sacaron de mi aburrimiento (a veces me pasa, me aburro profundamente de todo) y se me empezaron a ocurrir ideas para mi libro.
Un día llevé al Ringo a una plaza en Pocuro donde los dueños dejan sueltos a sus perros para que corran. Yo los había visto antes y es lindo ver 20 o 30 perros de todos los portes y colores, corriendo en silencio, sin peleas, sin ladridos, perros felices, pensé. Al principio me dio miedo soltarlo, porque no sabía si se me escaparía o si correría junto a los otros perros. Soy bastante controladora y me cuesta dejarme llevar, pero creo que con el Ringo estábamos en ese parque por algo. Cuando le saqué la correa se quedó nervioso a mi lado. Miraba el pasto y me miraba a mí; de nuevo, miraba el pasto y me miraba a mí. Le hice cariño en la cabeza y le dije que estaba bien, y apunté con el dedo al frente: ¡anda! Y como si hubiera despertado de una hipnosis, el Ringo empezó a saltar y corrió y se tiró en el pasto y se olfateó el culo con los otros perros y movió la cola como ellos. Tal vez algún día lo robe, pero por ahora, el Ringo me tiene a mí y yo a él.