Daniela Seguel Carvajal (30) es la tenista número uno en Chile. La primera en la categoría de singles, la única que queda en el profesionalismo de su generación —la del ‘92—, la única mujer chilena que ha llegado a cuartos de final en un torneo de nivel mundial WTA, iguales a los que juegan Nadal o Federer, pero en categoría femenina. Y aún así, este año estuvo a a punto de dejar el tenis para siempre, cuando terminó su participación en los Juegos Panamericanos de Santiago.
“Me recuperé por un filo, y he estado al filo muchas veces”, comienza a contar Daniela. “El tenis, mi pasión más grande, lo único y lo más importante que he hecho en mi vida, es un deporte que siempre te va a quitar más de lo que te va a dar, salvo para un par de milagros contados con los dedos. Sí, me refiero a Nadal y a Federer”.
Cuando fui a ver su último partido en el court central del Estado Nacional hace un mes, quedé impactada. Era mi primera vez viendo tenis femenino en vivo, y nunca había visto tanta fuerza en un golpe. “No es tanta fuerza en realidad lo que define mi juego, es la aceleración que saco de mi brazo para pegarle a la pelota”, me dice Daniela entre risas. “Intento ser una jugadora agresiva cuando pego con mi derecho, y hago los movimientos precisos para que vaya a mucha velocidad. Le podría pegar más fuerte si me apoyara más en las piernas, pero esas las uso para correr rápido después de intuir a dónde va a llegar cada pelota que pega mi rival. Son milésimas de segundo muy difíciles, que requieren de toda mi mente, toda mi concentración”, cuenta para empezar a explicar por qué si la mente no está bien, el juego, nunca lo estará.
Han sido años duros para Daniela, una mujer que se describe absolutamente tímida y retraída afuera de la cancha, y que incluso, escogió dedicarse al tenis antes que al fútbol —su otra gran pasión familiar— porque no quería hablar con más gente a la hora de pedir la pelota en la cancha por timidez. “Quería algo que fuese completamente mío, que no me expusiera a hablar mucho con nadie más”, dice, y cuenta que ha sido así desde su niñez, cuando pasaba frente al televisor mirando los partidos del Chino Ríos a finales de los ‘90. Era la menor, la única mujer abajo de dos hermanos que en ese entonces le llevaban 7 y 14 años de diferencia.
En esa casa de San Joaquín —en la que aún vive con su madre—, Daniela jugaba sola, pero libre. Tenía seis años, apagaba la televisión al final de los partido del número uno del mundo y salía a jugar a hacer sombras con una paleta de ping pong. Golpe derecho, izquierdo, movimiento de piernas, todo reflejado en el caluroso cemento del patio.
Después, la película que tenía en su cabeza comenzó a cobrar vida. “Agarraba las cajas de zapatos del taller de mi papá que se dedicaba al calzado, y con ellas formaba una fila que dividía el patio en dos. Era la red. Ponía una silla, un bolso, una toalla, una botella de agua en el costado, y me iba a sentar después de cada punto para secarme la cara, pensar mi próxima jugada, y mirar la botella de tres litros de CocaCola que se exhibía en el centro de la cancha. Era la copa”.
Así pasaba todas las tardes. Su mamá y su papá la miraban con ternura pero también curiosidad: cómo era posible que Daniela replicara a la perfección todo lo que veía en la tele. Cuando terminaba de jugar, se sentaba en el borde para dar la conferencia de prensa. Hacía la voz del comentarista, luego se hacía las preguntas de la entrevista, y finalmente, las respondía. Todo sola.
Llegó su cumpleaños número siete, y su papá llegó con una raqueta rosada con cuerdas hechas de caña de pescar y tres pelotas de plástico que no daban bote. Pero no solo eso: llegó también con una inscripción a la Federación de Tenis de San Miguel. Salieron inmediatamente. Era sábado. “Si me gustaba bien, y si no, bien también, me había dicho mi papá. Cuando llegamos a la cancha pasé 40 minutos agarrada de su pierna, los profesores venían a buscarme y no pasaba nada, me daba miedo entrar. Pero de repente, me solté sola y me acerqué a la cancha. Era como si hubiese estado esperando corroborar que era un lugar seguro para mí. Desde ese día, nunca más dejé de jugar”, cuenta Daniela.
Hasta el año pasado. “He tenido una carrera hermosa, toda mi vida he sido apoyada por toda mi familia, contenida, e incluso a pesar de lo difícil que es llevarla económicamente, hay gente que ha creído en mi juego y mi disciplina siempre”, cuenta. “He hecho todo lo que me han dicho que tengo que hacer para ser mejor, he sacrificado mi zona de confort yéndome de viaje sin mi familia desde los 15 años para jugar torneos, cuando en el colegio evitaba ir al cumpleaños de mi mejor amiga con la que pasaba todas las tardes, solo para no hablar con gente que no conocía. Y lo he logrado, he crecido y todo el sacrificio que hemos puesto con mi familia ha dado sus frutos. Pero hace un año, dejé de disfrutar”.
La felicidad que se desvaneció en la cancha
Lo que pasó fue una acumulación de cansancio, un diagnóstico de depresión, y mucho trabajo frente a la incertidumbre en torneos que no le iban a dar rédito económico para seguir. Se transformó en un círculo vicioso: peor estaba la mente, pero estaba el juego, menos plata había para seguir, más angustia. “No podía pisar la cancha sin llorar, ni mis entrenadores, ni mi equipo técnico ni mucho el psicólogo me podían ayudar. A eso se sumaba que los problemas económicos no me permitían seguir haciendo lo que más me gustaba en el mundo, y tuve que dejar de pagarle a mi entrenador porque ya no tenía cómo hacerlo”. Pero la caída venía de mucho más atrás.
“¿Recuerdan que dije antes que el tenis siempre te quita más de lo que te da?”, dice Daniela. Fue en 2016. Ella estaba jugando la final de un torneo en el Club El Alba, jugando bien, mirando a su familia en las graderías como siempre lo hacía para celebrar los puntos con ellos. Y en una de esas miradas, vio algo distinto: no había nadie sentado, como se acostumbra en el tenis. Sus tíos, primos y hermanos estaban parados rodeando a su papá, que se había desvanecido en su asiento, con los ojos desorbitados y el calor en la frente. “Me puse a llorar de inmediato”, recuerda Daniela, “y no volví a jugar hasta que mi hermano subió a mi papá a su camioneta y se lo llevó a la clínica”.
“Decían que había sido el calor, así que confié en que se lo llevaran para estabilizarlo y continué jugando” recuerda. Iba en el segundo set, cuatro iguales. De repente entró la coordinadora del torneo a la cancha, y detuvo el partido. Daniela tomó el auto para ir a la clínica, parecía que la situación se había agravado, y cuando llegó, no tuvo ni que preguntar lo que había pasado.
“Una escucha que estas cosas le pasan a otra gente, conocidos, gente en la tele, pero nunca a una. Mi papá era mi todo, fue el pilar que me impulsaba a seguir porque creía profundamente en mi juego y en mi felicidad, y ese 26 de noviembre, murió de un paro cardiaco sin precedentes. Viéndome jugar”.
Daniela cuenta que su recuperación emocional tardó meses. Junto a su mamá y hermanos se acompañaron como siempre lo habían hecho, y cuenta que ellos a pesar de la pena, pudieron contenerla más fuerte que nunca. Pero a la cancha, volvió al mes y medio. “Tenía mucho miedo de volver al lugar que era mi lugar feliz, pero que de repente, fue el escenario de lo más triste que he vivido en toda mi vida. Decidí que quería seguir jugando por él y mi familia que habían hecho un esfuerzo tan grande por que yo me convirtiera en tenista profesional. No me parecía justo mandarlo todo a la basura”, explica.
Mariposas blancas
En febrero jugó su primer torneo después de la muerte de su papá. Cuenta que mariposas blancas se le empezaron a aparecer justo antes de jugar, y que es el único símbolo que ha visto de él en la cancha. Lo ganó entero. “No se me ha aparecido ni como un fantasma, no he escuchado su voz, y aún no logro soñar con él, pero esa mariposa se me apareció todos los días, y fue en ella que lo ví”.
“Volví a ser feliz y quiero volver a intentarlo hasta que el cuerpo me dé. Quiero volver a jugar torneos grandes, volver a sentirme viva y feroz dentro de la cancha, y acompañada y en paz fuera de ella”.
Después en 2017, viajó tres meses a Europa con su mamá a jugar un torneo 60 mil en España, y lo ganó todo también, y en el día del padre. Ha sido el mejor torneo de su carrera. En 2018 alcanzó el ranking 162 del mundo. Pero después llegaron las lesiones, la depresión y la soledad que hasta hace poco estuvieron a punto de sacarla del tenis para siempre.
“Dejé de saber cómo gestionar mis emociones. Si la mente no está en paz, el tenis tampoco. Se acumuló mi cansancio, los problemas para pagar todo lo que hay que pagar para jugar, y sobre todo, se me fueron las ganas de jugar, no me sentía ni siquiera competitiva. ¿Cómo iba a intuir donde moverme para responder las pelotas si no podía pensar? Así decidió en 2022, que los Panamericanos de Santiago 2023 iban a ser sus últimos juegos.
Pero algo cambió. Este año Daniela cuenta que ha trabajado su parte emocional y física para volver a sentirse competitiva, y que algo adentro suyo le dijo que quería volver a jugar como antes. “Es el amor y la pasión por este juego el único milagro que me permitió sentir que quería más”. Cuando entró al court central del Nacional en octubre, se encontró con una barra similar a la que ella siempre ha pertenecido en el fútbol: “Valiente, pasional, entusiasta, que grita sin parar para alentarte. Nunca me había tocado tener a tanta gente apoyándome en una cancha, y fue aquí, en mi país”, dice. Ese día, 23 de octubre de 2023, Daniela jugó tres sets bajo el calor de la capital, y con una barra brava que solo dejaba gritar por unos segundos cuando ella hacía un saque.
Yo estaba sentada en esa gradería preguntándome si no se estaría desconcentrado con tanto grito del público, si no se pondría nerviosa cada vez que escuchaba su nombre retumbar entre la gente, o si no estaba cansada de que hasta los helicópteros hubiesen decidido sobrevolar la cancha cada cinco minutos ese día. “Fue lo más lindo que me ha dado la gente en toda mi vida”, me contó después. “Fue hermoso vivirlo con tanta efervescencia. Terminó el partido, lo perdí, y no quise irme a llorar al camarín, quise compartir con la gente que quería sacarse fotos y que estaba ahí para recordarme que lo había dado todo, que todavía era fuerte, que todavía era competitiva”.
Fue la gota que permitió que cambiara el chip este año que ya venía siendo un poco mejor que el anterior en términos económicos. Ha pasado por terapia donde le han desafiado a buscar más cosas fuera del tenis, y empezó a hacer amigos en Barcelona, a ir al cine, a hablar de fútbol, y a tener una pareja que cuenta, la ha apoyado incondicionalmente todo este tiempo. “Y porque volví a ser feliz es que quiero volver a intentarlo hasta que el cuerpo me dé. Quiero volver a jugar torneos grandes, volver a sentirme viva y feroz dentro de la cancha, y acompañada y en paz fuera de ella. Aún queda Daniela para rato”.